Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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Y nerviosa, también.

Lentamente, mientras Tracy recobraba la energía, fueron dedicando más tiempo a explorar el extraño pueblecito. Caminaron hasta por sinuosas calles adoquinadas de la Edad Media. Pasaron horas frente a los campos de tulipanes en las afueras de la aldea. Visitaron el mercado de los quesos y el museo municipal. Para gran sorpresa de Tracy, Jeff hablaba en holandés con los lugareños.

– ¿Cómo lo aprendiste?

– En un tiempo salí con una chica holandesa.

Lamentó habérselo preguntado.

A medida que transcurrían los días, el cuerpo joven y saludable de Tracy fue recuperando sus fuerzas. Jeff alquiló dos bicicletas y salieron al campo a ver los molinos. La trataba con una ternura que la intimidaba; sin embargo, no hacía avances sexuales. Era todo un enigma. Tracy pensaba en las bellas mujeres con quienes lo había visto. ¿Por qué permanecía al lado de ella en esa remota aldea del mundo?

Cierto día, comenzó a contarle sus secretos casi sin darse cuenta. Le habló de Joe Romano y Tony Orsatti, de Ernestina Littlechap, de la Gran Bertha y la pequeña Amy. Jeff escuchaba atentamente. A su vez, él le habló de su madrastra, del tío Willie, de sus épocas en la feria, de su matrimonio con Louise. Ya no había secretos entre los dos.

Pronto llegó el momento de marcharse; Jeff anunció:

– La Policía no nos busca, Tracy. Creo que tendríamos que levantar el campamento.

Ella experimentó una enorme desilusión.

– De acuerdo. ¿Cuándo?

– Mañana.

Esa noche no pudo conciliar el sueño. La presencia de Jeff parecía perturbarla más que nunca. Ambos yacían en la cama, cuidándose de mantener la distancia, pero pendientes uno del otro.

– ¿Estás dormido? -dijo Tracy por fin.

– No.

– ¿En qué piensas?

– Voy a echar de menos este lugar.

– Yo te echaré de menos a ti, Jeff.

Las palabras le brotaron con naturalidad.

Jeff se incorporó en la oscuridad, y la miró.

– ¿Cuánto? -preguntó en voz baja.

– Muchísimo.

Un segundo más tarde la tenía en sus brazos.

– Tracy…

– Shhh. No hables. Abrázame fuerte, nada más.

Primero fue el contacto de la piel, luego las caricias y una dulce exploración que fue creciendo hasta convertirse en un frenesí de placer. Jeff la penetró vigorosamente y Tracy sintió deseos de gritar de alegría. Se sentía inmersa en una marea casi hipnótica que finalmente le produjo una explosión en su más recóndito interior. Todo su cuerpo pareció aplacarse y volverse sedoso. A los pocos minutos sintió los labios de Jeff que recorrían su vientre hasta el húmedo centro de su sexo, y se sintió nuevamente sumergida en la marea de placer. Se aferró al cuerpo masculino y movió sus caderas, salvajemente. Jeff dejaba escapar gemidos de placer. Pronto se le sumó en un coro de jadeos que culminó en un nuevo estallido luminoso. Ahora lo sé. Por primera vez, lo sé. Pero no debo olvidar que es pasajero, un delicioso regalo de despedida.

Al amanecer, Jeff la despertó con suaves besos y le propuso:

– Cásate conmigo, Tracy.

Supo que sería una locura imposible, que jamás podría dar resultado. Un delirio maravilloso, que desafiaba todos sus temores. Y súbitamente se descubrió dispuesta a empezar de nuevo.

– Sí -aceptó en un susurro, y se echó a llorar, acurrucada en los brazos de Jeff.

Nunca más estaré sola.

Largo rato después, preguntó Tracy:

– ¿Cuándo lo supiste, Jeff?

– Cuando te encontré en aquella casa consumida por la fiebre. Casi enloquecí.

– Creí que te habías fugado con los brillantes.

Jeff volvió a tomarla en sus brazos.

– Tracy, lo que hice en Madrid fue un desafío. No necesitaba el dinero. Es ese mismo cosquilleo que nos lleva a ambos a dedicarnos a esto. Es un acertijo imposible de resolver, y comienzas a preguntarte si no habrá alguna forma de lograrlo.

Ella asintió.

– Lo sé. Al principio lo hice por venganza, luego por dinero. Pero después se convirtió en otra cosa.

Al cabo de un prolongado silencio, Jeff preguntó:

– ¿Qué te parecería la idea de no hacerlo más?

Ella le miró sorprendida.

– ¿Por qué?

– Porque todo cambió. No soportaría la idea de que siguieras arriesgándote. ¿Para qué tentar al destino? Tenemos suficiente dinero como para vivir toda la vida. ¿Por qué no nos retiramos?

– ¿Qué haríamos, Jeff?

– Ya se nos ocurrirá algo.

– En serio, querido, ¿cómo remplazar el vértigo y la emoción de esta vida?

– Haciendo lo que siempre has deseado hacer. Podríamos viajar, encontrar algún pasatiempo interesante. Siempre me fascinó la arqueología. Me encantaría realizar una excavación en Tunicia. Una vez se lo prometí a un viejo amigo. Podríamos financiar nuestras propias excavaciones. Recorreríamos el mundo entero.

– La idea es atractiva.

– ¿Entonces?

Tracy lo miró un largo instante.

– Si eso es lo que quieres… -dijo con voz suave.

Jeff la abrazó y comenzó a reír.

– Me pregunto si no deberíamos enviar un anuncio formal de nuestro retiro a la Policía.

Tracy soltó una carcajada.

Gunther Hartog llamó al día siguiente, en un momento en que Jeff había salido.

– ¿Cómo te sientes, Tracy?

– Espléndidamente, Gunther.

Desde que se enteró de lo sucedido, Gunther llamaba todos los días. Tracy había decidido no contarle todavía la noticia de su casamiento. Quería conservar un tiempo el secreto para sí.

– ¿Os lleváis bien Jeff y tú?

Tracy sonrió.

– A las mil maravillas.

– ¿Te interesaría la posibilidad de volver a trabajar juntos?

Tracy supo que no tenía más remedio que decírselo.

– Gunther… Jeff y yo pensamos retirarnos.

Hubo un momento de silencio.

– No comprendo.

– La idea fue de Jeff, y yo acepté. No queremos más riesgos.

– ¿Y si te digo que el negocio que pensaba proponeros os reportaría dos millones de dólares sin riesgo alguno?

– Me reiría mucho, Gunther.

– Hablo en serio, querida. Deberéis viajar a Amsterdam y…

– Tendrás que buscar a otros, Gunther.

Él suspiró.

– Me temo que no existe ninguna persona capaz de hacerlo. ¿No considerarás la posibilidad, al menos?

– De acuerdo, pero te anticipo que de nada valdrá.

– Esta noche llamaré de nuevo. Avísale a Jeff.

Cuando regresó Jeff, Tracy le relató su charla.

– ¿Le dijiste que queremos ser ciudadanos respetuosos de la ley?

– Por supuesto que sí, querido. Le propuse que se buscara a otro.

– Pero no quiso.

– Insistió en que nadie más puede hacerlo. Dijo que se trata de una empresa sin riesgos y que podríamos embolsarnos dos millones de dólares por el trabajito.

– Lo cual significa que habrá por lo menos doscientos guardias con ametralladoras.

Tracy rió con picardía.

– ¿No deberíamos al menos averiguar qué nos propone?

– Tracy, convinimos que…

– De todos modos tendremos que ir a Amsterdam, ¿no?

– Sí, pero…

– Bueno, mientras estemos allí, querido, ¿por qué no escuchamos el plan de Gunther?

Jeff la miró con suspicacia.

– Quieres hacerlo, ¿verdad?

– ¡Desde luego que no! Pero no perdemos nada con dejarlo hablar…

Al día siguiente fueron en coche a Amsterdam y se alojaron en el «Hotel Amstel». Gunther Hartog viajó desde Londres para encontrarse con ellos.

Consiguieron sentarse juntos, como despreocupados turistas, en la lancha que recorre los canales.

– Me alegro muchísimo que vayáis a casaros. Mis más sinceras felicitaciones.

– Gracias, Gunther -dijo Tracy, conmovida.

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