Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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El «747» corría velozmente por la pista. Tracy yacía tendida en el suelo, moviéndose débilmente. Cuando se apagaron las turbinas reunió las escasas fuerzas que le quedaban y se incorporó bamboleante. El avión se había detenido. Se puso de pie, sujetándose en el contenedor para no caerse de nuevo. La cuerda nueva estaba en su lugar. Apretó el joyero contra su pecho e inició el camino de regreso a su cajón. Apartó la lona y se sumergió en la penumbra de la caja, jadeante y sudorosa. Lo logré . Pero había algo más que debía hacer. Algo importante. ¿ Qué era? Cubrir con cinta adhesiva la cuerda de su propio contenedor.
Metió la mano en un bolsillo para buscar el rollo de cinta, pero no lo encontró. Respiraba en forma entrecortada y le zumbaban los oídos. Le pareció oír voces. Contuvo la respiración. Alguien se reía. En cualquier momento se abriría la puerta y los hombres comenzarían a bajar la carga. Verían la cuerda cortada, mirarían dentro del cajón y la descubrirían. Tenía que encontrar la forma de unir la cuerda. Se arrodilló, y en ese instante sintió el rollo duro de cinta junto a su mano izquierda. Levantó la lona, tanteó en busca de los dos extremos de cuerda cortada y los juntó, mientras intentaba, con torpeza, usar la cinta para unirlos.
No podía ver. El sudor que corría por su rostro la cegaba. Se sacó el pañuelo del cuello para enjugarse la cara. Así estaba mejor. Terminó de unir los trozos de cuerda y volvió a colocar la lona en su sitio. Ahora sólo le quedaba esperar. Se tocó la frente una vez más, y le pareció que le estallaba la cabeza.
Tracy estaba inconsciente cuando cargaron su contenedor en el camión de «Brucere et Cié». Atrás, en el piso del carguero, había quedado la chalina que le había regalado Jeff.
La despertó un golpe de luz cuando alguien levantó la lona. Abrió muy despacio los ojos. Estaba en un depósito.
Jeff la miraba sonriente desde arriba.
– ¡Lo lograste, querida! Eres una maravilla.
Vio que Jeff le sacaba el estuche que sostenía blandamente en sus manos.
– Nos veremos en Lisboa. -Cuando estaba a punto de marcharse, agregó-: Tienes muy mal semblante, Tracy. ¿Te sientes bien?
Ella apenas pudo hablar.
– Jeff, creo…
Pero él ya se había ido.
Le quedó apenas un mínimo recuerdo de lo que ocurrió a continuación. Al fondo del depósito había una muda de ropa para ella. Una mujer le dijo:
– Parece enferma, señorita. ¿Quiere que llame a un doctor?
– Nada de médicos -respondió Tracy en un susurro.
En el mostrador de «Swissair» encontrarás un boleto a tu nombre para Ginebra. Márchate de Amsterdam lo antes posible. En cuanto la Policía se entere del robo, cercarán estrechamente la ciudad. Todo saldrá bien pero por si acaso, aquí tienes la dirección y la llave de la casa de un amigo en Amsterdam; está vacía.
El aeropuerto. Tenía que llegar al aeropuerto.
– Un taxi -farfulló-. Necesito un taxi.
La mujer titubeó un instante; luego se encogió de hombros.
– Está bien; le llamaré uno. Espere aquí.
Tracy se sentía flotar en un sopor pegajoso y agobiante.
– Ya llegó su coche -le anunció un hombre.
Deseó que la gente dejara de molestarla. Sólo quería dormir.
– ¿Adónde desea ir, señorita? -le preguntó el chófer.
Se sentía demasiado enferma para subir a bordo de un avión. La detendrían, llamarían a un médico. Le harían preguntas. Lo único que necesitaba era dormir unos minutos; después estaría bien.
La voz se volvió impaciente.
– ¿Adónde, por favor?
No podía contestar. Por fin le dio al taxista la dirección de la casa del amigo de Gunther.
La Policía la estaba interrogando acerca de los brillantes, y, como ella se negaba a contestar, la dejaban sola en su celda y subían la temperatura de la calefacción hasta que el calor se hacía insoportable. Después, bajaban la temperatura hasta que comenzaba a formarse escarcha en las paredes.
Tracy se incorporó y abrió los ojos. Estaba en una cama desconocida y temblaba con violencia. Había una manta a un costado de su cuerpo, pero no tenía fuerzas para levantarla y taparse con ella. Tenía el vestido empapado, lo mismo que la cara y el cuello.
Voy a morir aquí. ¿Dónde estoy?
Estoy en una casa segura. La frase le resultó tan graciosa que prorrumpió en risas, y las carcajadas le provocaron un ataque de tos. Todo había salido mal. Al fin y al cabo no había logrado huir. A esa hora la Policía debía de estar rastrillando Amsterdam, tratando de dar con su paradero. ¿La señorita Whitney tenía un pasaje en «Swissair» que no utilizó? Entonces aún debe de hallarse en Amsterdam.
Se preguntó cuánto tiempo haría que se encontraba en esa cama. Quiso ver la hora en su reloj, pero todo era borroso. Necesitaba abrir una ventana y respirar aire puro, pero estaba demasiado débil como para moverse.
La habitación se había helado una vez más.
Estaba de nuevo en el avión, encerrada en el contenedor, pidiendo ayuda a gritos.
– ¡Lo lograste, querida! Eres una maravilla.
Jeff se había llevado los brillantes, y probablemente estaría ya viajando rumbo a Brasil con la parte del dinero que le correspondía a ella. A su lado iría alguna de esas mujeres hermosas que siempre tenía junto a él. La había vencido una vez más. Lo odiaba. No. No lo odiaba. Sí, claro que sí.
Entraba y salía del delirio. La dura pelota vasca se dirigía hacia su cabeza. Jeff tomaba en brazos a Tracy y rodaban juntos por el suelo, hasta que sus labios se rozaban.
Le propongo tablas -decía la voz de Boris Melnikov- Eres muy especial, Tracy, decía un borroso Jeff.
Su cuerpo volvió a temblar. Tracy se sintió en un tren rápido que atravesaba un túnel oscuro. Sabía que al llegar al otro extremo, moriría. Todos los demás pasajeros se habían bajado, salvo Alberto Fornati, quien la sacudía y le gritaba furiosamente: ¡Por Dios! ¡Abra los ojos! ¡Míreme!
Con un esfuerzo sobrehumano, se incorporó. Jeff Stevens la sacudía con fuerza. Notó un tono de indignación en la voz de él. Es parte del sueño, se dijo Tracy.
– ¿Cuánto hace que estás así? ¡Tracy, contéstame!
– Tú estás en Brasil -musitó ella.
Y volvió a sumirse en el sopor.
Cuando el inspector Trignant recibió el chal con las iniciales T. W. que había quedado en el suelo del avión de «Air France», permaneció pensativo largo rato.
– Comuníqueme con Daniel Cooper -dijo después.
TREINTA Y DOS
La pintoresca aldea de Alkmaar, en la costa noroeste de Holanda, sobre el mar del Norte, es una conocida atracción turística, pero hay un sector de ella que los turistas nunca visitan. Jeff había estado varias veces allí con una azafata de «KLM», que le enseñó los rudimentos del idioma neerlandés. Recordaba bien la zona; los residentes se ocupaban de sus asuntos, sin demostrar demasiada curiosidad por los veraneantes. Se trataba de un sitio ideal para ocultarse.
El primer impulso de Jeff al hallar a Tracy en aquella casa fue llevarla a un sanatorio, pero lo consideró muy peligroso. También era arriesgado que permaneciera un minuto más en Amsterdam. Por fin la envolvió en unas mantas y la trasladó al coche. Tracy permaneció inconsciente durante el viaje hasta Alkmaar. Temblaba y respiraba con dificultad.
Ya en el poblado, Jeff se dirigió a una pequeña posada. La propietaria lo miró subir con Tracy en brazos hasta la habitación.
– Estamos en luna de miel -explicó-. Mi mujer se ha puesto enferma…, un ligero malestar respiratorio; necesita descansar.
– ¿No quiere que llame a un médico?
Jeff no supo qué responder.
– Esperaré unas horas. Quizá no sea necesario.
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