Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Tracy había accedido finalmente a escuchar la idea. Medio millón de dólares por unas pocas horas de incomodidad. Examinó el plan desde todos los ángulos. Puede dar resultado -concluyó-. ¡Pero ojalá no estuviera implicado Jeff Stevens!
Sus sentimientos hacia él eran tan contradictorios que la irritaban. Lo de Madrid había sido una maniobra certera, por el mero placer de superarla en astucia. Seguramente aún debía de estar riéndose de ella.
Los tres hombres la observaban, esperando una respuesta. El barco pasaba en ese momento debajo del Pont Neuf. Al otro lado del río, una pareja se abrazaba, y Tracy detuvo su mirada en ellos durante un instante. Pobre chica, pensó. Tomó entonces la decisión. Mirando a Jeff a los ojos, dijo:
– De acuerdo; acepto.
– No tenemos mucho tiempo -sostuvo Vauban, volviéndose hacia Tracy-. Mi hermano trabaja con un cargador. La introduciremos con el contenedor en sus depósitos. Espero que no sufra de claustrofobia.
– No se preocupe por mí. ¿Cuánto durará el viaje?
– Pasará unos minutos en la zona de embarque, y una hora en viaje hacia Amsterdam.
– ¿Qué medidas tiene el contenedor?
– Podrá ir sentada. Colocaremos otras cosas dentro para ocultarla, por si acaso.
– Tengo una lista de lo que precisarás -le dijo Jeff-. Ya me he ocupado de conseguirlas.
El hijo de puta daba ya por sentado que aceptaría, pensó Tracy.
– Vauban se encargará de que tu pasaporte tenga los sellos de entrada y salida necesarios, para que puedas abandonar Holanda sin problemas.
El barco comenzaba a amarrar en el muelle.
– Los detalles finales los repasaremos por la mañana -comentó Vauban-. Ahora debo volver a trabajar. Au revoir.
Y se marchó.
– ¿Por qué no cenamos juntos para festejarlo? -propuso Jeff.
– Perdón -dijo Gunther-, pero tengo un compromiso.
Jeff se volvió hacia Tracy.
– No, gracias. Estoy cansada.
Era un pretexto para no quedar sola con Jeff, pero al decirlo, se dio cuenta de que estaba exhausta. Probablemente se debía a toda la excitación de las últimas semanas. Se sentía débil y mareada. Cuando termine esto -se prometió-, volveré a Londres a descansar. Me hace falta.
– Te traje un regalito -le dijo Jeff, y le entregó una caja con alegre envoltorio.
Era un bonito chal de seda con las iniciales T. W. bordadas en una punta.
Bien puede permitirse el gasto con mi dinero, pensó, enojada.
– ¿Seguro que no cambiarás de parecer respecto de la cena?
– Déjame en paz.
En París, Tracy se alojó en el «Hotel Plaza Athénée», en una lujosa suite antigua que daba a los jardines. Había un distinguido restaurante en el hotel, pero esa noche Tracy estaba demasiado cansada. Se dirigió al pequeño bar del hotel, y pidió un tazón de sopa. Lo dejó a medio terminar, y volvió a su habitación.
Sentado en el otro extremo del vestíbulo, Daniel Cooper la observaba atentamente.
Daniel Cooper tenía un problema. Al regresar a París, había solicitado una entrevista con el inspector Trignant. El jefe de la Interpol se mostró algo menos que cordial. Acababa de pasar una hora en el teléfono escuchando las quejas del jefe de Policía español acerca del norteamericano.
– ¡Es un loco! Dediqué cuatro hombres para seguir a Tracy Whitney noche y día. Él insistía en que esa mujer iba a robar el Prado, y resultó ser una inofensiva turista…, tal como yo anticipé.
La conversación había llevado a Trignant a creer que Cooper podía haberse equivocado respecto a Tracy Whitney. No había ni la más mínima prueba en contra de ella. El hecho de que se hubiera encontrado en diversas ciudades en el momento en que se cometían varios delitos no constituía prueba alguna.
Por eso, cuando Cooper fue a ver al inspector y le anunció que Tracy se encontraba en París, y que, por lo tanto, deseaba que se la vigilara las veinticuatro horas del día, el inspector respondió:
– A menos que me presente evidencias de que esta mujer está planeando cometer algún delito específico, no haremos nada.
Cooper lo miró con fijeza.
– Es usted un auténtico imbécil -dijo, y abandonó el edificio.
Siguió a Tracy a todas partes: tiendas, restaurantes y calles de París. Trabajó sin dormir, y a menudo sin comer. No podía permitir que Tracy Whitney lo derrotara. Su misión era atraparla con las manos en la masa.
Esa noche Tracy se quedó en la cama repasando el plan para el día siguiente. Había tomado un par de aspirinas, pero sentía un fuerte dolor en el pecho. Sudaba, y la habitación le parecía insoportablemente sofocante.
Sólo hasta mañana. Luego iré a Suiza, a sus hermosas montañas.
Puso el despertador a las cinco de la mañana. Cuando sonó la alarma, se despertó con dificultad. Sentía el pecho oprimido, y la luz le hería los ojos. Le costó llegar al cuarto de baño. Se miró en el espejo y la aterró su palidez. No puedo enfermarme ahora, pensó.
Se vistió con lentitud, tratando de no prestar atención a los síntomas. Se puso un mono negro con amplios bolsillos y zapatos con suela de goma. No sabía si se sentía así por el nerviosismo o por alguna enfermedad que hubiera contraído. Ahora tenía dolor de garganta. Sobre la mesa vio el chal que le había regalado Jeff. Lo tomó y se lo anudó al cuello.
La entrada de servicio del «Hotel Plaza Athénée» está marcada por un discreto cartel, y el corredor atraviesa un vestíbulo trasero, donde se alinean cestos de residuos, y llega hasta la calle. Daniel Cooper se había colocado cerca de la puerta principal y no vio que Tracy se marchaba por la de servicio, pero, inexplicablemente, no bien ella se hubo ido, salió corriendo a la calle y miró a ambos lados infructuosamente.
El «Renault» gris que recogió a Tracy en la entrada lateral enfiló hacia la Estrella. A esa hora había poco tránsito, y el conductor, un joven que al parecer no hablaba inglés, aceleró la marcha por una de las avenidas que concluían en la rotonda. Ojalá aminorara la velocidad, deseó Tracy. El movimiento le daba vértigo.
Media hora más tarde el coche se detenía bruscamente frente a un depósito. El letrero anunciaba: BRUCERE ET CIE. Allí trabajaba el hermano de Vauban.
Al bajarse del coche, vio que aparecía un hombre de pelo rubio.
– Sígame -dijo-. Apresúrese.
Tracy caminó dando tumbos hasta la parte trasera del depósito, donde había media docena de contenedores, la mayoría llenos y precintados, listos para ser transportados al aeropuerto. Había también uno de los blandos, con la tapa de lona abierta, lleno a medias con muebles.
– Entre. ¡Rápido! No tenemos tiempo.
Tracy se sentía débil. Miró el cajón y pensó: No puedo meterme ahí. Me moriré ahogada.
El hombre la observaba de manera extraña.
– ¿Se encuentra mal?
Ése era el momento para detener la operación.
– Estoy bien -farfulló.
Pronto acabaría todo. Al cabo de unas horas podría volar rumbo a Suiza.
– Tome esto. -Le entregó un cuchillo de doble filo, una soga gruesa y larga, una linterna y un pequeño joyero atado con una cinta roja-. Éste es el duplicado.
Tracy respiró hondo, entró en el contenedor y se sentó. Segundos más tarde, un amplio paño de lona cayó sobre la abertura. Oyó que ataban la lona con cuerdas.
Apenas oyó la voz del hombre que le hablaba desde el otro lado.
– Desde ahora en adelante, no puede hablar ni moverse. Practicamos unos orificios en los costados del cajón para que pueda respirar. No se olvide de ello…
El individuo se rió de su propio chiste, y la chica escuchó sus pasos que se alejaban, dejándola sumida en las tinieblas.
El contenedor era angosto y estrecho. Tracy se tocó la frente cubierta de sudor. Tengo fiebre. Respiraba con dificultad. He pescado algún virus. Seguramente debo pensar en otra cosa.
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