Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Mientras la observaba desde un sitio ventajoso, Daniel Cooper oyó también las sirenas. La razón le decía que nadie sería capaz de robar un cuadro del museo, pero el instinto le indicaba que Tracy habría de intentarlo, y Cooper confiaba en su instinto. Se acercó más a ella, ocultándose entre el gentío para no perderla de vista ni un instante.
Tracy se encontraba en el salón contiguo a la sala donde estaba el Puerto. A un metro de distancia se hallaba un guardia. En la misma sala se veía a una estudiante que copiaba afanosamente La lechera de Burdeos, tratando de captar el brillo de los pardos y verdes de la tela de Goya.
Un grupo de turistas japoneses entró en la habitación, parloteando como una bandada de pájaros exóticos. ¡Ya!, se dijo Tracy. Había llegado el momento. Se alejó de los japoneses, retrocediendo en dirección a la estudiante. Cuando uno de ellos pasó por delante de Tracy, se dejó caer hacia atrás como si la hubiesen empujado, y embistió a la estudiante arrojándola al suelo con paleta, caballete, tela y óleos.
– ¡Oh, lo siento muchísimo! Permítame ayudarla -se ofreció.
Al acercarse a la mujer, Tracy pisoteó la paleta y embadurnó el suelo de pintura. Daniel Cooper, que había presenciado la escena, se aproximó con todos sus sentidos alertas. Estaba seguro de que Tracy había hecho su primera jugada.
Un guardia llegó presuroso.
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
El accidente había llamado la atención de los turistas, que sonreían alrededor de la mujer caída, pisando la zona embadurnada de pintura del piso de madera. Todo era una inmundicia, y el príncipe debía llegar en cualquier momento. Dominado por el pánico, el guarda gritó:
– ¡Sergio! ¡Ven acá! ¡Pronto!
Tracy vio que el guardia de la sala contigua acudía a prestar ayuda. César Porretta había quedado solo en el salón, con el Puerto.
Tracy se encontraba en medio de una batahola. Los dos guardias trataron en vano de alejar a los turistas del sector manchado del suelo.
– Ve a buscar al director -gritó Sergio-. ¡En seguida!
El otro guardia corrió hacia la escalera.
Dos minutos más tarde, Cristián Machado llegaba al escenario del desastre. Lanzó una mirada horrorizada y ordenó:
– ¡Traigan a las empleadas de limpieza! ¡De prisa!
Un joven empleado salió corriendo hacia la escalera.
Machado se volvió hacia Sergio.
– Vuelva a su puesto -le espetó.
– Sí, señor.
Tracy advirtió que el hombre se abría paso entre la multitud para regresar a la sala donde estaba trabajando César Porretta.
Cooper no había quitado los ojos de Tracy en ningún momento. Esperaba ansioso que cometiera algún error, pero nada ocurría. La chica no se había acercado a ningún cuadro, tampoco había establecido contacto con un cómplice. Lo único que había hecho era tumbar un caballete y derramar unas pinturas en el piso, aunque no dudaba de que el acto hubiera sido intencionado. Pero, ¿con qué fin? Tenía la sensación de que, cualquiera que hubiese sido el plan, ya había concluido. Paseó la vista por las paredes de la sala: no faltaba ningún cuadro.
Corrió entonces al salón vecino. No había nadie, salvo el guardia y un elegante anciano jorobado sentado ante su caballete, que copiaba La maja vestida. Todos los cuadros se hallaban en su lugar. Pero algo andaba mal, y él no lo sabía.
Regresó presuroso para hablar con el director, a quien había conocido horas antes.
– Tengo motivos para suponer que en estos últimos minutos han robado aquí una obra de arte.
Cristián Machado lo miró con incredulidad.
– ¿De qué me habla? Si fuera así, los guardias habrían hecho sonar la alarma.
– Creo que de algún modo han logrado remplazar una tela verdadera por una falsa.
El director le dedicó una mirada tolerante.
– Hay un pequeño detalle erróneo en su teoría, señor. El público no lo sabe, pero detrás de cada cuadro hay sensores ocultos. Si alguien intentara levantar uno de la pared, la alarma funcionaría en el acto.
Daniel Cooper no se quedó satisfecho.
– ¿No se podría desconectar la alarma?
– No. Si cortaran el cable de la electricidad, eso también accionaría la alarma. Señor, es imposible que alguien robe un cuadro de este museo. Nuestro sistema de seguridad es lo que ustedes llaman a prueba de tontos.
Cooper se sintió dominado por la frustración. Todo lo que le decía el director era convincente. Entonces, ¿por qué Tracy Whitney habría derramado adrede esas pinturas?
No se dio por vencido.
– Por favor, pídale a sus empleados que revisen el museo. Estaré en mi hotel.
Ya no podría hacer nada más.
Esa noche, Machado lo llamó por teléfono.
– He realizado una inspección personal, señor. Cada cuadro está en su sitio. No ha desaparecido nada del museo.
Ahí se acababa el asunto. Al parecer se había tratado de un accidente, pero Daniel Cooper, con su instinto de sabueso, presentía que su presa se le había escapado.
Jeff había invitado a Tracy a cenar en el comedor principal del «Ritz».
– Esta noche estás más radiante que nunca -la elogió.
– Gracias. Me siento maravillosamente bien.
– Ven conmigo la semana próxima a Barcelona, Tracy. Es una ciudad fascinante. Te encantará…
– Lo siento, Jeff, pero no puedo. Me voy de España.
– ¿En serio? -dijo él, con voz apenada-. ¿Cuándo?
– Dentro de unos días.
– Vaya.
Y espera a enterarte de que robé el Goya, pensó Tracy. Sin embargo, por algún motivo inexplicable, sintió una punzada de dolor.
Cristián Machado estaba en su despacho paladeando su habitual café cargado de las mañanas, y felicitándose por el éxito que había constituido la visita del príncipe. Salvo el lamentable incidente de las pinturas derramadas, todo había salido tal como fue planeado. Felizmente habían podido entretener al príncipe y a su comitiva hasta que se hubo limpiado todo. El director sonrió al pensar en aquel idiota investigador norteamericano que quiso convencerlo de que alguien había robado un cuadro de su museo. Ni ayer, ni hoy, ni nunca, se dijo, satisfecho.
Entró su secretaria en la oficina.
– Disculpe, señor -anunció- Hay un hombre que quiere verlo, y me pidió que le entregara esto.
Le dio una carta con membrete del Museo Nacional de Ginebra. El texto decía: «Mi estimado colega: Deseo que esta esquela sirva de presentación al señor Henri Rendell, nuestro más antiguo experto en arte. El señor Rendell se encuentra realizando una gira por los museos del mundo, y tiene particular interés en ver su incomparable colección. Le quedaría muy agradecido por cualquier deferencia que tenga para con él.» La nota llevaba la firma del director del museo de Ginebra.
– Hágalo pasar -dijo Machado.
Henri Rendell era un hombre alto, de aspecto distinguido. Al darle la mano, Machado notó que le faltaba el índice de la mano derecha.
– Se lo agradezco mucho -expresó Rendell- Es la primera oportunidad que se me presenta de visitar Madrid, y siento un enorme deseo de ver sus famosas obras de arte.
Cristián Machado repuso con tono de modestia:
– Creo que no se desilusionará, señor Rendell. Venga conmigo, por favor. Lo acompañaré en persona.
Caminaron despacio, pasaron por la rotonda de los maestros flamencos, Rubens y su escuela, y atravesaron la galería central, con obras de maestros españoles. Rendell iba estudiando cada tela minuciosamente. Conversaron como expertos, evaluando el estilo, la perspectiva y los colores de los diversos artistas.
– Y ahora -reclamó Machado-, el orgullo de España.
Llevó a su visitante abajo, al salón de los cuadros de Goya.
– ¡Esto es una fiesta para los ojos! -exclamó el suizo, impresionado-. Por favor, permítame detenerme un instante.
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