Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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– En una época salí con una bailaora de flamenco.
Naturalmente, pensó Tracy.
Se apagaron las luces de la bodega, y sólo el pequeño escenario quedó iluminado. Los intérpretes subieron a la tarima. Las mujeres llevaban ceñidos vestidos de falda amplia y grandes peinetas en sus hermosos peinados. Los bailarines vestían el tradicional pantalón negro ceñido, chaleco y botas. Los guitarristas ejecutaron una melodía tristona, mientras una de las mujeres cantaba con voz ronca.
Una bailarina se adelantó hasta el centro del escenario y comenzó con un simple zapateado que fue haciéndose más veloz al compás de las guitarras. El ritmo fue creciendo y el baile se hizo cada vez más violento y sensual. A medida que aumentaba el frenesí, se oían gritos de aliento provenientes de un lado del escenario, donde estaban los otros intérpretes.
Las exclamaciones de «Ole tu madre» y «Ole tu padre» incitaban a los bailarines a alcanzar ritmos cada vez más exaltados.
– ¡Esa mujer es una maravilla! -elogió Tracy.
– Aguarda.
Una segunda mujer se paró en medio del escenario. Parecía reconcentrada y ajena a la presencia del público. Las guitarras atacaron, se aproximó también un bailarín, y comenzó el impetuoso sonar de las castañuelas.
Los intérpretes que no tomaban parte se unieron en el batir de palmas que acompaña al flamenco. El rítmico golpeteo producía una interminable variación de tonos y sensaciones armónicas.
Sus cuerpos se separaban y se acercaban en un creciente frenesí de deseo, representando un amor violento, animal, sin tocarse siquiera, pero logrando un clímax de pasión salvaje que arrancó alaridos de la concurrencia. Las luces se apagaron y volvieron a encenderse, mientras el público prorrumpía en aclamaciones. Tracy gritaba junto con los demás. Turbada, notó que sentía una gran excitación sexual. Temió encontrarse con los ojos de Jeff. Bajó la vista, miró las manos fuertes y bronceadas de su amigo, y le pareció sentirlas acariciando su cuerpo lenta y suavemente. En el acto apoyó las suyas en su falda para disimular su temblor.
Hablaron muy poco en el trayecto de regreso al hotel. Junto a la puerta de la habitación de Tracy, ella se dio vuelta y dijo:
– Fue una…
Los labios de Jeff se apretaron contra los suyos. Tracy lo rodeó con sus brazos y lo estrechó con fuerza.
– Tracy…
Con el último vestigio de voluntad, se negó.
– Ha sido un día muy largo, y tengo sueño.
– Vaya.
– Creo que mañana me quedaré a descansar en mi cuarto.
– Buena idea -respondió él con voz neutra-. Es probable que yo haga lo mismo.
Fuera, la mole del Museo del Prado aparecía bañada por la luz de la Luna.
VEINTINUEVE
A la mañana siguiente, a las diez, Tracy esperaba en la cola para entrar en el Prado. Cuando se abrieron las puertas, un guardia uniformado hizo funcionar una puerta giratoria, que permitía el acceso de una persona cada vez.
Tracy compró su entrada y avanzó con la multitud. Daniel Cooper y el detective Pereyra se mantuvieron detrás, y Cooper comenzó a sentir una gran excitación. Seguramente Tracy Whitney no había ido allí como visitante.
La muchacha fue recorriendo lentamente las salas llenas de obras de Rubens, Tiziano, Tintoretto, el Bosco y el Greco. Las telas de Goya se exhibían en una sala especial de la planta baja.
Advirtió que a la entrada de cada sala había un guardia uniformado, y junto a su codo, un botón rojo de alarma. Supuso que en el instante en que sonara la alarma, se cerrarían automáticamente todas las entradas y salidas del museo, impidiendo una posible huida.
Se sentó en un banco en medio de la sala de las Musas y clavó la mirada en el suelo. A ambos lados de la puerta había un accesorio redondo, que supuso sería el de los rayos infrarrojos que se conecta por la noche. En otros museos que había visitado, los guardias solían tener cara de sueño o de aburridos, y no prestaban demasiada atención a los turistas; sin embargo, los guardias españoles estaban alertas todo el tiempo. Varios desequilibrados habían tratado de estropear obras de arte en varios museos del mundo entero, y el Prado no quería correr riesgos.
Algunos estudiantes de pintura habían instalado sus caballetes en varias salas, y se dedicaban a copiar los cuadros de los maestros. El museo lo permitía, pero Tracy notó que los guardias los vigilaban celosamente.
Cuando terminó con las salas del piso principal, Tracy se dirigió a la planta baja, a la exhibición de Francisco de Goya.
– Sólo está paseando -le comentó el detective Pereyra a Cooper.
– Está equivocado -masculló el norteamericano, y echó a correr escalera abajo.
A Tracy le pareció que la exposición de Goya estaba más custodiada aún que las demás, y bien lo merecía. Recorrió la sala lentamente. Fue admirando en cada tela el genio del artista; el vigoroso Autorretrato, los exquisitos colores de La familia de Carlos IV, la magia de La maja vestida y la famosa Maja desnuda.
Y allí, junto al alucinado conjunto del Aquelarre, estaba el Puerto. Se dedicó a contemplarlo con arrobamiento. En un primer plano había una docena de hombres y mujeres de espléndido atuendo, parados frente a un muro de piedra, mientras que al fondo, en medio de una niebla luminosa, se divisaban barcos pesqueros en un puerto, y un faro distante. En el rincón inferior izquierdo del cuadro estaba la firma de Goya.
Medio millón de dólares.
Tracy miró a izquierda y derecha. Había un guardia apostado en la entrada, y más allá, por el largo pasillo que conducía a otras salas, otros guardias más. Durante largo rato permaneció observando el Puerto. Cuando iba a retirarse, vio que bajaba un grupo de turistas por la escalera, y en medio de ellos, descubrió a Jeff Stevens. En el acto volvió la cabeza y se marchó por una sala lateral para que él no la viera.
– Está planeando robar un cuadro del Prado.
El comandante Ramiro miró a Cooper con ojos incrédulos.
– ¡Nadie puede robar un cuadro de este museo!
Cooper seguía obstinado.
– Sin embargo, estuvo allí toda la mañana.
– Jamás ha habido un robo en el Prado, ni lo habrá. ¿Y sabe usted por qué? Porque es imposible.
– No intentará ninguno de los métodos habituales. Debe usted hacer proteger las ventilaciones del edificio, previniendo un eventual ataque con gas. Si los guardias beben café en sus horas de trabajo, averigüe dónde lo compran y si puede estar drogado. Haga examinar el agua del mismo…
Ramiro había llegado al límite de su paciencia. Bastante había sufrido esa semana con el norteamericano, además de haber destinado varios hombres suyos a vigilar inútilmente a Tracy Whitney las veinticuatro horas del día. Su departamento estaba embarcado en una política de austeridad. Para colmo, ahora ese idiota se permitía indicarle cómo debía hacer las cosas.
– En mi opinión, esta mujer ha venido de vacaciones a Madrid. Suspenderé la vigilancia.
Cooper sonrió torvamente.
– No me sorprende. Una muestra más de la ineptitud de…
El comandante se puso de pie.
– Tenga la bondad de abstenerse de hacer comentarios. Y ahora, discúlpeme. Estoy muy ocupado.
Cooper no se movió, dominado por la frustración. -Desearía continuar por mi cuenta con el caso. Ramiro le sonrió.
– ¿Para salvaguardar al Prado de la terrible amenaza que significa esta mujer, señor Cooper? Haga lo que quiera.
TREINTA
Las posibilidades de éxito son escasas -le había dicho Gunther-. Te hará falta una gran dosis de ingenio.
Y algo más, pensó Tracy.
Desde la ventana de su cuarto miraba el techo del museo, mientras repasaba mentalmente todo lo que sabía sobre él.
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