Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Abrían de diez a las seis de la tarde, y durante ese lapso se desconectaban las alarmas, pero había guardias apostados en la entrada de cada salón. En la puerta revisaban todos los bolsos.
Consideró la posibilidad de realizar una incursión nocturna. Habría varias dificultades: la primera era la enorme visibilidad. De noche encendían unos poderosos reflectores que destacaban el edificio en varios kilómetros a la redonda. Por más que consiguiera entrar sin que la viesen, una vez en el edificio se encontraría con los rayos infrarrojos y con los serenos.
El Prado parecía inexpugnable.
¿Qué estaría planeando Jeff? Seguramente intentaría apoderarse del Goya. Daría cualquier cosa por saber qué piensa con su astuto cerebro. Si de algo estaba segura era de que no le permitiría que se le adelantara.
Tenía que hallar la forma de hacerlo.
A la mañana siguiente volvió al museo.
Nada había cambiado, salvo las caras de los visitantes. Buscó disimuladamente a Jeff, pero éste no apareció.
Ya debe de haber decidido cómo lo robará, el muy hijo de puta. Todo el encanto que ha puesto de manifiesto últimamente era sólo para distraerme, para impedir que me adelantase.
Reprimió al instante su indignación, remplazándola por la fría lógica.
Volvió a acercarse al Puerto. Paseó la vista por las telas adyacentes, los guardias alertas, los estudiantes de pintura con sus caballetes, el gentío que se desplazaba por los salones, y en ese momento el corazón le dio un vuelco.
¡Ya sé cómo hacerlo!
Efectuó una llamada telefónica desde una cabina pública en la Gran Vía. Daniel Cooper, que la vigilaba desde un bar próximo, habría dado con gusto un año de su sueldo por saber con quién hablaba. Estaba seguro de que se trataba de una llamada internacional, con cobro al destinatario para que no quedara registrada.
Estaba furioso.
En la cabina telefónica, Tracy terminaba su conversación.
– Asegúrate de que sea un tipo rápido, Gunther, porque sólo dispondrá de dos minutos. Todo dependerá de la rapidez.
De: Daniel Cooper. CONFIDENCIAL.
A: J. J. Reynolds.
Expediente N.° Y-72-830-412.
Asunto: Tracy Whitney.
En mi opinión, la mujer se halla en Madrid para llevar a cabo una importante operación delictiva. El blanco probable es el Museo del Prado. La Policía española no presta su colaboración, pero yo vigilaré personalmente a la sospechosa para detenerla en el momento oportuno.
Dos días más tarde, a las nueve de la mañana, Tracy se encontraba sentada en un banco situado en los jardines del Retiro, dando de comer a las palomas. Los bellos árboles, el lago, el césped bien cuidado y los pequeños escenarios donde se montan espectáculos infantiles, hacen del Retiro un sitio de inevitable atracción para todos los madrileños.
César Porretta, un señor de edad, canoso y con una ligera giba, caminaba por un sendero. Al llegar al banco, se sentó junto a Tracy, abrió una bolsa de papel y comenzó a arrojar migas de pan a las aves.
– Buenos días, señorita -le dijo.
– Buenos días. ¿Existe algún problema?
– Ninguno, señorita. Lo único que quiero saber es el día y la hora.
– Todavía no lo sé, pero será pronto.
El viejo sonrió. No tenía dientes.
– La Policía se volverá loca. Nadie ha intentado jamás una cosa semejante.
– Por eso creo que resultará. Ya tendrá noticias de mí.
Tracy arrojó una última miga a las palomas, se levantó y se fue.
Mientras ella se hallaba en el parque con César Porretta, Daniel Cooper registraba su habitación. La había visto salir del hotel y dirigirse hacia el parque. Como ella no había pedido que le mandaran nada a su cuarto, supuso que saldría a desayunar, lo cual le daría treinta minutos para actuar. Entrar en la suite fue una simple cuestión de eludir a las camareras y utilizar una ganzúa. Cooper sabía lo que debía buscar: la copia de un cuadro. No sabía cómo planeaba Tracy sustituirlo, pero estaba seguro de que ésa debía de ser la idea. Revisó la suite en forma veloz y eficiente, sin dejar nada de lado, reservando el dormitorio para el final. Abrió el placard, examinó los vestidos, luego cada uno de los cajones de la cómoda, que estaban llenos de ropa interior. Tomó una braguita de color rosa, se la acercó a la nariz y se imaginó la dulce carne femenina. De pronto sintió el aroma de ella por todas partes. Guardó la prenda y en unos instantes comprobó los demás cajones. No había un cuadro por ningún lado.
Se encaminó al baño. Había gotas de agua en la bañera. El cuerpo de Tracy había estado allí, sumergido en el agua tibia como en un vientre materno. Sintió que tenía una erección. Tomó la esponja húmeda y se la llevó a los labios, mientras se bajaba el cierre del pantalón. Se frotó con la esponja la zona púbica de cara al espejo, contemplando sus propios ojos brillantes.
Al día siguiente, cuando Tracy salió del «Ritz», Cooper la siguió. Había ahora entre ellos una intimidad que no existía antes. Él conocía su aroma, había revisado una por una sus prendas íntimas. Tracy le pertenecía; era suya, y él la destruiría. La vio pasear por la Gran Vía, mirar escaparates, y entró detrás de ella en una enorme tienda. Vio que hablaba con un empleado y luego se dirigía al lavabo de señoras. Frustrado, esperó cerca de la puerta. Ése era el único sitio adonde no podía seguirla.
Si hubiera podido entrar, la habría visto conversar con una mujer obesa.
– Mañana -dijo Tracy, mientras se retocaba el maquillaje delante del espejo-. A las once de la mañana.
La mujer meneó la cabeza.
– A él no le parece bien, señorita. No podría haber elegido peor día. Mañana llega el príncipe de Luxemburgo en visita oficial, y dicen los diarios que irá a recorrer el Prado. Habrá una dotación adicional de guardias y policías por todo el museo.
– Mejor todavía.
Cuando Tracy salió, la mujer murmuró para sí:
– Esta tipa está loca.
La comitiva real debía llegar al Prado exactamente a las once, y el tránsito de las calles vecinas había sido detenido por la Guardia Civil. Debido a un retraso en la ceremonia llevada a cabo en el palacio presidencial, el cortejo llegó casi al mediodía. Se oyó el ulular de las sirenas, las motocicletas policiales, y media docena de limusinas negras se detuvo frente a la escalinata de acceso.
Cristián Machado, director del museo, aguardaba, nervioso, en la entrada.
Machado había realizado una inspección minuciosa esa mañana para comprobar que todo estuviera en orden. Los guardias habían recibido órdenes de permanecer especialmente alertas. El director estaba orgulloso de su museo, y quería causar una buena impresión al príncipe.
Lo único que lamentaba era no poder detener a las hordas de turistas, pero los guardaespaldas del príncipe y los agentes de seguridad del museo se encargarían de proteger al ilustre visitante. Todo estaba listo para su llegada.
La comitiva real comenzó su visita por el piso principal. El director recibió a Su Alteza y lo acompañó por los salones donde se exhibían las telas de pintores españoles del siglo XVI.
El príncipe avanzaba con lentitud, maravillado del espectáculo que se le presentaba ante los ojos. Era un amante de las artes y sentía una verdadera pasión por la pintura.
Cuando hubieron visitado las colecciones de arriba, Cristián Machado anunció con orgullo:
– Y ahora, si Su Alteza me lo permite, iremos a la sala de Goya.
Tracy había tenido una mañana agotadora. Al ver que el príncipe no llegaba, comenzó a sentir miedo. Su plan había sido sincronizado al segundo, pero necesitaba de la presencia del príncipe para que pudiera ponerse en práctica.
Recorrió los salones confundida entre la multitud, tratando de no atraer la atención. No vendrá -se dijo-. Tendré que suspenderlo todo. Sin embargo, en ese instante oyó las sirenas de la calle.
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