Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Cristián Machado lo esperó, feliz con el sobrecogimiento de Rendell.
– Jamás he visto nada tan magnífico. -Rendell cruzó lentamente la estancia, estudiando cada tela-. El Autorretrato… ¡fantástico!
El director resplandecía de gozo.
Rendell se detuvo frente al Puerto.
– Una imitación muy bonita -comentó, e hizo un ademán de proseguir.
Machado lo agarró del brazo.
– ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?
– Dije que se trata de una buena imitación.
– Se halla en un error -sentenció, con voz de indignación.
– No lo creo.
– Desde luego que sí. Le aseguro que es auténtico. Tengo las constancias de su origen.
Henri Rendell se acercó a la tela y la examinó con atención.
– Entonces esos documentos también han sido falsificados. Este cuadro lo pintó Eugenio Lucas y Padilla, discípulo de Goya. Usted debe de saber, por supuesto, que Lucas pintó centenares de Goyas falsos.
– Ya lo creo, pero éste no es uno de ésos.
Rendell se encogió de hombros.
– Admito su criterio.
Quiso proseguir el recorrido.
– Yo adquirí personalmente esta obra -insistió Machado-. Pasó la prueba del espectrógrafo, de los pigmentos…
– No lo dudo. Lucas pertenece al mismo período de Goya y empleaba los mismos materiales. -Rendell se agachó para observar la firma, al pie de la tela-. Puede comprobarlo de una manera muy sencilla, si lo desea. Lleve el cuadro a la sala de restauración, y haga comprobar la firma. -Sonreía para sus adentros-. Lucas era tan egocéntrico que firmaba sus cuadros, pero el bolsillo le obligaba a falsificar el nombre de Goya por encima del suyo. -Echó un vistazo a su reloj-. Se me ha hecho tarde y tengo otro compromiso. Muchísimas gracias por compartir sus tesoros conmigo.
– De nada -dijo el director, con fastidio.
Este tipo es tonto.
– Estoy en el «Hotel Villa Magna», si puedo serle de utilidad. Y gracias una vez más, señor.
Machado lo miró marcharse. ¡Cómo se atrevía ese suizo imbécil a poner en duda la autenticidad de un valioso Goya!
Se volvió para contemplar el cuadro una vez más. Era hermoso, una obra maestra. Se inclinó para mirar la firma, y la encontró perfectamente normal. No obstante…, ¿sería imposible? Todo el mundo sabía que Eugenio Lucas y Padilla, contemporáneo de Goya, había pintado cientos de cuadros falsos, que había hecho carrera plagiando a su maestro. Pero Machado había pagado tres millones y medio por el Puerto. Si le habían estafado, sería una marca negra para él, tan terrible que ni siquiera se atrevía a pensarlo.
Henri Rendell había dicho una cosa sensata: había, en efecto, una manera sencilla de comprobar su autenticidad. Comprobaría la firma, llamaría por teléfono al suizo y le sugeriría, de la forma más elegante, que debía buscarse un trabajo más apropiado.
Llamó a un empleado y ordenó que se llevara el Puerto a la sala de restauración.
La verificación de una obra maestra es una tarea muy delicada, puesto que, si se la realiza sin cuidado, se puede dañar la tela. Los restauradores del Prado eran expertos, la mayoría de ellos pintores fracasados que se habían dedicado a la restauración para permanecer cerca de su amado arte. Comenzaban como aprendices de maestros restauradores, y trabajaban durante años para ser asesores. Sólo entonces se les permitía ocuparse de las grandes obras, bajo la supervisión de los artesanos más experimentados.
Juan Delgado, jefe de restauración del Prado, colocó el Puerto sobre un caballete especial, mientras el director lo observaba.
– Quiero que compruebe la firma -dijo Machado.
Delgado disimuló su sorpresa.
– Sí, señor.
Mojó un algodoncito con isopropilalcohol y lo dejó en la mesa contigua al cuadro. En un segundo algodón vertió destilado de petróleo, el agente neutralizador.
– Ya estoy listo, señor.
– Adelante, entonces, pero con mucho cuidado.
Delgado tomó el primer algodón y con él rozó la firma de Goya. Al instante, tomó el segundo y neutralizó la zona, para que el alcohol no penetrara demasiado. Ambos estudiaron la tela: la letra se había desteñido un poco.
Delgado frunció el ceño.
– Lo siento, pero no estoy muy seguro. Tengo que usar un disolvente más fuerte.
– Hágalo -fue la orden del director.
Delgado abrió otra botella. Con cuidado echó dimetilpentano en un algodón limpio, que luego pasó de nuevo sobre la letra, aplicando en el acto el neutralizador. Un olor penetrante impregnó la habitación. Cristián Machado tenía la vista fija en el cuadro, sin poder creer lo que veían sus ojos. La «G» iba desapareciendo, al tiempo que asomaba con nitidez una «L».
Delgado se volvió hacia él, con el rostro demudado.
– ¿Prosigo?
– Sí, adelante.
Letra por letra fue borrando la firma de Goya bajo el disolvente, dejando al descubierto la de Lucas. Para Machado, cada letra era un puñetazo en el estómago. Había sido estafado. El patronato se enteraría, lo mismo que el rey de España y el mundo entero. Sería su ruina.
Volvió a su oficina caminando con esfuerzo, y llamó a Henri Rendell.
Ambos estaban sentados en el despacho de Machado.
– Tenía usted razón: es una obra de Lucas. Cuando esto se sepa, seré el hazmerreír de todo el mundo.
– Lucas ha engañado a muchos expertos -lo tranquilizó el suizo-. En realidad, sus falsificaciones son un hobby para mí.
– Pagué tres millones y medio de dólares por ese cuadro.
Rendell se encogió de hombros.
– ¿No puede recuperar su dinero?
El director meneó la cabeza, desesperanzado.
– Se lo compré a una viuda. Según ella, el cuadro estuvo en la familia de su marido durante tres generaciones. Si le pusiese un pleito, sería una pésima publicidad. Todas las obras del museo resultarían sospechosas.
– En realidad, no hay motivo para que exista la menor publicidad. ¿Por qué no le explica lo ocurrido a sus superiores, y se desprende discretamente del Lucas? Podría enviarlo a «Sotheby's» o «Christie's» para que lo subastasen.
Machado negó con la cabeza.
– No. Se enteraría todo el mundo.
De pronto se iluminó el rostro de Rendell.
– Quizá tenga usted suerte. Un cliente mío colecciona telas de Lucas. Es una persona muy discreta.
– Me desprendería del cuadro con mucho gusto. No quiero volver a verlo. ¡Una pintura falsa entre mis bellos tesoros! Hasta lo regalaría.
– No será necesario. Mi cliente, probablemente, estaría dispuesto a pagarle… digamos unos cincuenta mil dólares. ¿Lo llamo por teléfono?
– Sería muy amable de su parte, señor Rendell.
En una reunión convocada de urgencia, el azorado patronato resolvió evitar a toda costa que se revelara el carácter falso de una de las más famosas telas del Prado. Se convino en que una prudente medida sería desprenderse de la obra lo más calladamente posible. Los hombres de trajes oscuros abandonaron en silencio el salón. Nadie le dirigió la palabra a Machado, que permaneció rumiando a solas su desdicha.
Esa misma tarde se concretó el acuerdo. Henri Rendell fue al Banco de España y regresó con un cheque certificado por cincuenta mil dólares, y recibió el Eugenio Lucas y Padilla envuelto en un tosco trozo de lona.
– El patronato se disgustaría mucho si este incidente trascendiera al público -dijo Machado, con delicadeza-, pero ya les he asegurado que su cliente es un hombre discreto.
– Puede usted contar con ello -le prometió el suizo.
Rendell salió del museo y partió en taxi rumbo a una zona residencial al norte de Madrid. Subió el cuadro hasta un departamento del segundo piso, y llamó a la puerta. Le salió a abrir Tracy. A su espalda se encontraba César Porretta. Tracy miró a Rendell largamente y éste le sonrió.
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