Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Recordó las palabras de Gunther:
No tienes que preocuparte por nada, Tracy. Cuando bajen la carga en Amsterdam, tu cajón será llevado a un garaje privado, cercano al aeropuerto. Allí se reunirá Jeff contigo. Dale las alhajas y regresa al aeropuerto. En el mostrador de «Swissair» encontrarás un billete a tu nombre para Ginebra. Márchate de Amsterdam lo antes posible. En cuanto la Policía se entere del robo, cercarán estrechamente la ciudad. Todo saldrá bien, pero por si acaso, aquí tienes la dirección y la llave de la casa de un amigo en Amsterdam: está vacía.
Se despertó sobresaltada cuando izaban el contenedor. Se sintió flotar en el aire. Luego el cajón se apoyó sobre algo duro. Se oyó una puerta del coche que se cerraba, un motor que se ponía en marcha, y en el acto el camión se puso en movimiento.
Iban camino del aeropuerto.
El contenedor debía llegar a la zona de embarque de carga pocos minutos antes de que arribara el de De Beers. El conductor del camión tenía instrucciones de mantener el vehículo a setenta kilómetros por hora.
La circulación en dirección del aeropuerto parecía más pesada que de costumbre aquella mañana, pero el chófer no se preocupaba. El contenedor llegaría a tiempo, y él recibiría un premio de cincuenta mil francos, suficiente para llevar a su mujer y sus hijos de vacaciones. Iremos a Disneylandia, pensó.
Miró el reloj del salpicadero y sonrió. Ningún problema. El aeropuerto estaba a sólo cinco kilómetros, y le quedaban aún diez minutos.
Exactamente a la hora prevista, llegó a la salida para el sector de cargas de «Air France», y rebasó la zona de entrada de pasajeros. Al enfilar hacia los hangares de depósito, que ocupaban tres manzanas, se oyó una explosión repentina. El volante tembló en sus manos, y el camión comenzó a vibrar. Maldita sea, pinché un neumático.
El gigantesco avión de carga «747» de «Air France» estaba a medio cargar. Los contenedores se hallaban en una plataforma a nivel de la entrada, listos para ser colocados en el interior. Había treinta y ocho cajones, veintiocho en la cubierta principal, y diez en la bodega. Un conducto de calefacción corría por el techo, donde también se veían los cables y rieles de transporte.
Casi se había terminado la operación de carga. Vauban miró su reloj y maldijo en voz baja. El camión llegaría tarde. El envío de De Beers ya había sido cargado en su contenedor, sus paredes de lona sujetas con cuerdas entrecruzadas. Vauban le había hecho unas marcas rojas para que Tracy no tuviera problemas en identificarlo. Observó cómo colocaban el contenedor en el avión. A su lado había lugar para un cajón más. En el andén, esperaban otros tres contenedores.
Desde dentro del avión, el jefe de cargas gritó:
– Vamos, Vauban. ¿Por qué nos retrasamos?
– Un momento.
Vauban corrió hacia la entrada de la zona de cargas. Ni rastros del camión.
– ¡Vauban! ¿Qué problema hay? -Se volvió porque se acercaba un supervisor-. Terminen de cargar de una vez.
– Sí, señor. Estaba esperando que…
En ese instante llegó a la carrera el camión de «Brucere et Cie», y se detuvo bruscamente delante de Vauban.
– Aquí está la última carga -anunció Vauban.
– Bueno, súbanla -instó el supervisor.
Vauban vigiló el paso del contenedor hasta el avión. Luego le hizo una seña al jefe de cargas.
Segundos más tarde se encendieron las turbinas y el gigantesco avión comenzó a correr por la pista. Ahora todo depende de ella, pensó.
Estaba en medio de una tormenta. Una ola gigantesca cubrió el barco y éste comenzó a hundirse. Me estoy hundiendo -pensó Tracy- Tengo que salir de aquí.
Estiró los brazos y se topó con las paredes del contenedor. En un momento de lucidez recordó dónde estaba. Tenía la cara y el pelo bañados en sudor. Se sintió mareada, con el cuerpo tembloroso. ¿Cuánto tiempo había permanecido sin sentido? Era sólo una hora de vuelo. ¿Estaría a punto de aterrizar? No, sólo es una pesadilla. Estoy dormida, en mi cama de Londres. Voy a llamar al médico. No podía respirar. Forcejeó para incorporarse pero se desplomó. El avión hacía frente a cierta turbulencia. Desesperada, trató de concentrarse. ¿ ¡Cuánto tiempo me queda? Los brillantes. De alguna manera tenía que obtenerlos. Pero primero…, primero tenía que salir del cajón.
Descubrió el cuchillo que llevaba en el mono y le costó un gran esfuerzo sacarlo de su vaina. Me falta el aire. Tanteó el borde de la lona, tentó las cuerdas y cortó una de ellas. Le pareció que tardaba una eternidad. Seccionó otra y se hizo lugar suficiente para salir del contenedor. Sintió frío. Todo su cuerpo comenzó a temblar, y las constantes sacudidas del avión aumentaron sus náuseas. Trató de concentrarse. ¿Qué hago aquí? Algo importante… Sí… los brillantes.
Se le nubló la vista; todo parecía desenfocado. No podré hacerlo.
De pronto el avión se ladeó, y Tracy se cayó al suelo. Cuando el aparato se estabilizó, volvió a incorporarse con esfuerzo. El ruido de las turbinas se mezclaba con las palpitaciones de su cabeza.
Avanzó dando tumbos entre los cajones, buscando uno que tuviera unas marcas rojas. ¡Gracias a Dios, allí estaba! Era el tercero. Trató de recordar el siguiente paso. Le costaba concentrarse. Si pudiera tenderme unos minutos para descansar. Pero no tenía tiempo. En cualquier momento aterrizarían en Amsterdam. Tomó el cuchillo y cortó la cuerda del contenedor.
Apenas tenía fuerzas para sujetar el cuchillo. No puedo fallar ahora.
Comenzó a temblar de nuevo, con tanta fuerza que se le cayó el cuchillo de las manos. No lo conseguiré. Me prenderán y volverán a mandarme a la cárcel.
Titubeó, indecisa, aferrada a la cuerda, deseando desesperadamente volver a meterse en el cajón y dormir hasta que todo acabara. Sería tan sencillo. Después, con gran esfuerzo se agachó, tomó el cuchillo y comenzó a cortar la cuerda.
Finalmente ésta cedió. Tracy retiró la lona y contempló el sombrío interior del cajón. No pudo ver nada. Sacó la linterna, y en ese instante, sintió un repentino cambio de presión en sus oídos.
El avión iba a aterrizar.
Tengo que apurarme -pensó Tracy, pero su cuerpo no le respondía-. Muévete -le decía su mente.
Iluminó el interior del contenedor con la linterna. Estaba lleno de paquetes y sobres, y encima de ellos, dos cajitas atadas con cintas rojas. ¡Dios! ¡Supuestamente debía haber sólo…! Parpadeó, y las dos cajas se convirtieron en una. Todo parecía flotar y distorsionarse a sus ojos.
Tomó la caja y sacó el duplicado que llevaba en el bolsillo. Sostuvo las dos en sus manos, y con una nueva sensación de náuseas, comprendió que no sabía cuál era. Contempló los dos joyeros idénticos. ¿Sería el que tenía en la mano izquierda o el de la derecha?
El avión comenzó a inclinarse en un ángulo más pronunciado. En cualquier momento aterrizaría. Tenía que tomar una decisión. Dejó una de las cajas, rogó que fuese la indicada y se alejó del contenedor. Logró sacar un trozo de soga que llevaba en el mono. El zumbido en los oídos le impedía pensar. Recordó: Luego de cortar la soga, la guardas en el bolsillo y la remplazas por la nueva. No dejes nada que despierte sospechas.
En aquel momento le había parecido sencillo, sentada en la cubierta del barco, al sol. Ahora era imposible. Ya no le quedaban fuerzas. Los guardias hallarían la cuerda cortada, registrarían el avión y la encontrarían.
Algo en su interior gritó: ¡No! ¡No! ¡No!
Con un esfuerzo hercúleo comenzó a atar el contenedor con la cuerda incólume. Sintió un golpe bajo sus pies cuando el avión tocó tierra, luego otro, y volvió a caerse. Se golpeó con la cabeza contra el suelo y creyó que perdería el conocimiento.
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