Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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A las ocho en punto, la limusina penetró por el sendero en curva del «Hotel du Palais», y Grangier se bajó del coche. Al entrar en el vestíbulo advirtió con satisfacción que Zuckerman estaba sentado allí, vigilando la puerta.
Grangier se dirigió al mostrador.
– Avise a la baronesa de Chantilly que acabo de llegar. Dígale que baje.
El conserje levantó la mirada y dijo:
– Pero la baronesa se ha retirado, señor Grangier.
– Debe de haber un error. Llámela.
El conserje estaba compungido. No era saludable contradecir al señor Grangier.
– Yo mismo le di la salida.
– ¿Cuándo?
– Poco después de haber regresado al hotel. Me pidió que le llevara la cuenta a su habitación para poder pagarla en efectivo.
Grangier pensaba velozmente.
– ¿En francos?
– Sí, señor.
– ¿Se llevó algo de la suite?
– No. Dijo que después enviaría a buscar sus maletas.
De modo que se había ido a Suiza con su dinero, a comprar por su cuenta la impresora.
– Acompáñame a su habitación. ¡Rápido!
– Sí, señor.
El conserje cogió una llave del tablero y corrió con el hombre hacia el ascensor.
Cuando Grangier pasó junto a Zuckerman, le dijo:
– ¿Qué has estado haciendo aquí sentado, idiota? La mujer se ha ido.
Zuckerman lo miró sin comprender.
– No puede ser. Estuve alerta todo el…
– Estuviste alerta -lo remedó-. ¿Vigilaste que no bajara una enfermera, una señora canosa, una empleada que saliera por la puerta de servicio?
Zuckerman estaba estupefacto.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Vuelve al casino. Ya me ocuparé de ti.
La suite tenía el mismo aspecto que por la mañana. La puerta que unía ambas habitaciones estaba abierta. Grangier entró y fue presuroso a abrir el placard. ¡Gracias a Dios, la impresora se hallaba ahí todavía! Le habían robado quinientos mil dólares, pero aún podría recuperarse. Daría aviso a la Policía para que la arrestasen, y luego sus hombres se encargarían de ella.
Grangier marcó el número de la comisaría de Policía y pidió hablar con el inspector Dumont.
– Lo espero aquí.
Quince minutos más tarde llegó su amigo, el inspector, acompañado por uno de los hombres más feos que Grangier hubiese visto jamás. Tenía una frente abultada y ojos de rata, casi ocultos detrás de unos lentes de gruesos aros.
– Le presento a Daniel Cooper, señor Grangier. El señor Cooper también tiene interés en la mujer de que me habló.
Cooper tomó la palabra.
– Según le mencionó usted al inspector Dumont, esta persona está comprometida en un asunto de falsificación de moneda.
– En efecto. En estos momentos viaja rumbo a Suiza, de manera que pueden detenerla en la frontera. Tengo aquí mismo todas las pruebas que van a necesitar.
Los condujo al placard. Cooper y Dumont revisaron el interior.
– Ahí está la máquina con que imprimió los billetes.
Daniel Cooper se adelantó y la examinó con cuidado.
– ¿Falsificó el dinero con esta imprenta?
– Se lo acabo de decir. -Grangier sacó un billete de su bolsillo-. Mírelo. Es uno de los que ella me dio.
Cooper se dirigió a la ventana y sostuvo el papel contra la luz.
– Este billete es auténtico.
– Eso se debe a que ella usó planchas robadas, que le compró a un grabador que antiguamente trabajaba en la Casa de la Moneda.
Cooper replicó con tono descortés:
– Ésta es una imprenta común y usted es un estúpido. Lo único que se puede imprimir aquí son membretes.
– ¿Membretes?
La habitación le daba vueltas.
– ¿Realmente se tragó la historia de la máquina que convierte el papel en dólares genuinos?
– Le digo que lo vi con mis propios ojos…
Grangier se detuvo. ¿Qué era lo que había visto? Unos billetes húmedos de cien dólares, colgados para que se secaran, papel en blanco y una guillotina. Comenzó entonces a comprender la magnitud de la estafa. No había ningún asunto de falsificación, ni grabador alguno aguardando en Suiza. Tracy Whitney jamás se había creído la historia del barco hundido. La hija de puta había empleado su propia estratagema como señuelo para robarle medio millón de dólares. Si eso se llegaba a saber…
Los dos investigadores lo observaban con curiosidad.
– ¿Desea usted formular algún tipo de acusación, señor? -le preguntó Dumont.
¿Cómo hacerlo? Si alguien se enteraba de que lo habían estafado cuando trataba de financiar una falsificación de dinero… ¿Qué harían sus socios cuando supieran que les había hurtado medio millón de dólares para dárselos a otra persona?
– No… No voy a formular ninguna denuncia.
VEINTISIETE
Fue Tracy quien le propuso a Gunther Hartog que se reunieran en Mallorca. A ella le encantaba la isla.
– Además -le dijo a su amigo-, en una época fue refugio de piratas. Nos sentiremos como en casa.
– Tal vez sería mejor que no nos viesen juntos -sugirió él.
– No te preocupes, yo me encargaré.
Todo empezó con la llamada telefónica de Gunther desde Londres.
– Tengo algo para ti, Tracy, que se sale de lo común. Creo que te resultará todo un desafío.
A la mañana siguiente, Tracy voló a Palma, la capital de Mallorca. Debido a la circular roja que Interpol había emitido con sus datos, su partida de Biarritz y su llegada a la isla fueron informadas a las autoridades locales. Cuando se alojó en la Suite Real del «Hotel Son Vida», se estableció una vigilancia en torno de ella las veinticuatro horas del día.
El comisario Ernesto Marze, de Palma, había hablado con el inspector Trignant, de Interpol.
– Tenemos fundadas sospechas -afirmó el francés- de que la señorita Whitney es la autora de la serie de delitos que nos preocupa.
– Tanto peor para ella. Si comete algún delito aquí, no podrá escapar. Nuestra justicia es rápida y efectiva.
– Hay otra cosa que debo mencionarle.
– ¿Sí?
– Recibirá usted la visita de un norteamericano. Su nombre es Daniel Cooper.
Los detectives que vigilaban a Tracy tenían la sensación de que a ella sólo le interesaba el turismo. Le siguieron los pasos cuando recorrió la isla y visitó el monasterio de San Francisco, el colorido castillo de Bellver y la playa de Illetas. Asistió a una corrida de toros y cenó en un restaurante típico frente a la Plaza de la Reina. Y siempre aparecía sola.
Realizó excursiones a Formentor, Valldemosa y La Granja, y visitó las fábricas de perlas de Manacor.
– Nada -le informaron los detectives a Ernesto Marze-. Se pasea como cualquier turista, comisario.
Una secretaria entró en la habitación.
– Hay un señor norteamericano, Daniel Cooper, que desea verle -anunció.
El comisario tenía muchos amigos estadounidenses. Le gustaba la gente de ese país, y tenía la impresión de que, pese a lo que le había anticipado el inspector Trignant, Daniel Cooper le caería bien.
Pero se equivocó.
– Son todos unos idiotas -pontificó Cooper-. Por supuesto que no ha venido aquí como turista.
Marze apenas logró contenerse.
– Señor, usted mismo aseguró que los blancos que atraen a la señorita Whitney son siempre espectaculares, que disfruta haciendo cosas que parecen imposibles. He realizado una prolija investigación, señor Cooper, y pienso que no hay nada en Mallorca digno de cautivar los talentos de esta señorita.
– ¿Se ha encontrado con alguien?
– Aún no.
– Pues lo hará -sentenció Cooper.
Ahora sé lo que quieren decir cuando hablan del norteamericano repugnante, pensó Marze.
Hay más de doscientas cavernas conocidas en Mallorca, pero las más atrayentes son las Cuevas del Drach, cerca de Porto Cristo, a una hora de viaje desde Palma. Las antiquísimas grutas se internan en la tierra. Se trata de enormes cavernas recubiertas por estalactitas y estalagmitas, donde reina un silencio sepulcral, salvo el esporádico ruido de corrientes subterráneas. Las aguas, verdes, azules y blancas, indican la medida de la tremenda profundidad.
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