Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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– Y respeto vuestro deseo de retiraros, pero se me ha presentado una situación tan particular que me pareció que os interesaría. Podría ser una despedida a toda orquesta. Y muy gratificante.

– Te escuchamos -dijo Tracy sin mirar a Jeff.

Gunther se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar en voz baja. Al concluir, dijo:

– Dos millones de dólares si lográis hacerlo.

– Es imposible -sentenció Jeff-. Tracy…

Pero ella ya no lo escuchaba. Su mente estaba trabajando a toda máquina, trazando un plan adecuado.

La jefatura de Policía de Amsterdam, situada en la esquina de las calles Marnix y Alandsgracht, ocupa un antiguo edificio de cinco pisos con un largo pasillo en la planta baja y una escalera de mármol que sube a los pisos superiores. En un salón de arriba se encontraban reunidos seis detectives holandeses y un norteamericano: Daniel Cooper.

El inspector Joop van Duren era un hombre gigantesco, de tupido bigote y portentosa voz de barítono. Se estaba dirigiendo a Tom Willems, el eficiente jefe de la Policía urbana.

– Tracy Whitney llegó esta mañana a Amsterdam. Interpol sospechaba que ella perpetró el robo de De Beers. El señor Cooper, aquí presente, tiene la impresión de que ha venido a Holanda a cometer otro importante atraco.

Willems se volvió hacia el norteamericano.

– ¿Tiene usted alguna prueba, señor Cooper?

Daniel Cooper negó con la cabeza. Conocía a Tracy Whitney en cuerpo y alma. No le cabía la menor duda de que ella se hallaba allí para perpetrar un delito, algo descabellado seguramente, que superaba la minúscula imaginación de esos hombres. Trató de no perder la calma.

– Por eso debemos prenderla con las manos en la masa.

– ¿Y qué propone usted?

– No perderla de vista ni un instante.

Willems había hablado sobre Cooper con el inspector Trignant, de París. Es un ser aborrecible, pero sabe lo que hace. Si le hubiéramos hecho caso, ya habríamos capturado a la Whitney in fraganti. Casi la misma frase que Cooper acababa de utilizar.

Tom Willems tomó la decisión fundándose parcialmente en el difundido fracaso de la Policía francesa para arrestar a los ladrones de los brillantes. La Policía de Holanda iba a acabar con esa asaltante internacional que se había burlado de los franceses.

– Muy bien. Si esa mujer ha llegado a Holanda a poner a prueba la eficiencia de nuestra Policía, se llevará una sorpresa. -Se volvió hacia el inspector Van Duren-. Tome las medidas que sean necesarias.

La ciudad de Amsterdam está dividida en seis distritos policiales, cada uno de ellos responsable de su propia jurisdicción. Por orden del inspector Van Duren, se dejaron de lado los límites, designándose detectives de los distintos distritos para integrar los equipos de vigilancia.

– Quiero que se la vigile las veinticuatro horas del día. No deben perderle el rastro.

Van Duren le preguntó entonces a Cooper:

– ¿Satisfecho, señor?

– No hasta que la hayamos detenido.

– Así lo haremos -le aseguró el inspector-. Nos enorgullecemos de contar con la mejor fuerza policial del mundo.

Amsterdam constituye un paraíso para el turismo. Es una ciudad de molinos, diques, casas de atractivos techos apoyadas locamente unas contra otras a lo largo de una red de canales bordeados por árboles, llenos de barcos adornados con macetas de geranios, y ropa tendida al viento. Tracy consideraba a los holandeses maravillosamente amables.

– Todos parecen tan felices… -comentó.

– Casi como yo -replicó Jeff.

Tracy se rió y lo tomó del brazo. Es un hombre maravilloso. Jeff la miraba y pensaba a su vez: Soy el tipo más afortunado del mundo.

Caminaron por el mercado al aire libre, con sus puestos de venta de antigüedades, frutas y verduras, flores y ropa. Recorrieron la plaza del Dam, llena de jóvenes punk y cantores itinerantes. Visitaron Volendam, la pintoresca aldea de pescadores sobre el mar. Al pasar por el ajetreado aeropuerto Schiphol, dijo Jeff:

– No hace mucho tiempo, todo el terreno donde se asienta el aeropuerto era el mar del Norte. Schiphol significa «cementerio de barcos».

Tracy le susurró al oído:

– Me encanta oírte hablar. Es maravilloso estar enamorada de una persona que sabe tanto.

– Y todavía no has escuchado lo más impresionante. El veinticinco por ciento del país se encuentra sobre tierras ganadas al mar. Holanda está cinco metros por debajo del nivel del mar.

– Vaya… ¿Trajiste salvavidas?

– No te preocupes. Estamos perfectamente seguros siempre y cuando ese niño conserve su dedito en la represa.

Por todas partes adónde iban, los seguía la Policía. Noche a noche, Daniel Cooper leía los informes que se le presentaban al inspector Van Duren. No había nada de raro en ellos, pero las sospechas de Cooper se mantenían incólumes. Está tramando algo -se decía-. Algo grande. Me pregunto si se habrá dado cuenta de que la siguen.

En opinión de los detectives, Tracy y Jeff eran meros turistas.

– ¿No sería posible que estuviese equivocado? -le preguntó Van Duren a Cooper-. Podrían haber venido a Holanda sólo de paseo.

– No -fue la obcecada respuesta del norteamericano-. No estoy equivocado. Sigan observándola.

Tenía la sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Si Tracy Whitney no daba pronto algún paso, volverían a suspender la vigilancia policial. Y no podía permitir que sucediera eso.

Tracy y Jeff tenían habitaciones comunicadas en el «Amstel».

– Es por una cuestión de respetabilidad -había dicho él-, pero no voy a dejar que te alejes mucho de mí.

– ¿Me lo prometes?

Todas las noches Jeff se quedaba en la habitación de ella hasta el alba. Era un amante variable, a veces tierno y considerado, en ocasiones salvaje e impetuoso.

– Por primera vez aprovecho realmente mi cuerpo -confesó ella en un murmullo-. Te necesitaba para saberlo.

– ¿Quieres asegurarte un poco más? -preguntó Jeff y la abrazó.

Paseaban por la ciudad aparentemente a la deriva. Almorzaban y cenaban en conocidos restaurantes. Todas las noches, el informe que recibía el inspector Joop van Duren terminaba con la misma nota: Nada sospechoso.

Paciencia -se decía Daniel Cooper-. Paciencia.

A instancias de Cooper, Van Duren solicitó a Willems permiso para colocar micrófonos ocultos en las habitaciones del hotel. La autorización fue denegada.

– Cuando sus conjeturas tengan bases más firmes, venga a verme de nuevo. De lo contrario, no puedo permitirle que escuche las conversaciones de unas personas que, hasta ahora, sólo son culpables de estar paseando por Holanda.

Esa conversación había tenido lugar un viernes. El lunes por la mañana, Tracy y Jeff se dirigieron a Coster, el centro de manufactura de piedras preciosas de Amsterdam, a visitar la Fábrica Holandesa de Talla de Brillantes. Daniel Cooper formaba parte del equipo de vigilancia. La fábrica estaba colmada de turistas. Un guía que hablaba inglés dirigía el recorrido del establecimiento, explicando todos los pasos del proceso de tallado. Al finalizar la gira, llevó al grupo hasta un amplio salón de exposición donde había vidrieras llenas de toda clase de brillantes en venta. Por supuesto, ésa era la razón fundamental para organizarles a los turistas visitas con guía.

En el centro de la sala se levantaba una vitrina montada sobre un alto pedestal negro; dentro, el brillante más sorprendente que Tracy hubiese visto jamás.

El guía anunció con orgullo:

– Y aquí, damas y caballeros, se encuentra el famoso diamante «Lucullan», del que todos habrán oído hablar. En una oportunidad lo quiso adquirir un prestigioso actor de teatro para su mujer, una actriz de cine. Está valorado en diez millones de dólares. Se trata de una piedra perfecta, de las más puras del mundo.

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