Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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– ¡Imposible que roben ese cuadro!

Willems se recostó en su asiento mientras se preguntaba si no estaría desperdiciando su tiempo y sus efectivos. Había demasiadas especulaciones y muy pocos hechos concretos.

– De modo que, por el momento, no tiene usted idea de cuál puede ser el blanco elegido.

– No, señor. Tampoco estoy seguro de que lo hayan decidido ellos. Pero apenas lo resuelvan, nos enteraremos.

Willems frunció el entrecejo.

– ¿Qué quiere decir?

– Por medio de los micrófonos ocultos. No tienen idea de que estamos escuchándoles las conversaciones.

A la mañana siguiente, a las nueve, Tracy y Jeff estaban terminando de desayunar en la suite de ella. En el puesto de escucha del piso superior, se encontraban Daniel Cooper, el inspector Van Duren y el agente Witkamp, quienes oían con fastidio el ruido de las tazas y la conversación intrascendente.

– Aquí hay algo interesante, Tracy. Nuestro amigo tenía razón. Escucha: El Banco Amro va a despachar lingotes de oro por valor de cinco millones de dólares en dirección a las Antillas holandesas.

En la habitación de arriba, Witkamp exclamó:

– No hay forma de…

– jShhh!

Siguieron escuchando.

– ¿Cuánto pesarán cinco millones de dólares en oro?

– Te lo puedo decir con exactitud, querida: quinientos cincuenta y siete kilos; son alrededor de cincuenta y siete lingotes. El oro es ideal porque se trata de algo anónimo. Una vez que lo fundes… Claro que no sería fácil sacar tantos lingotes de Holanda.

– ¿Aunque lo lográsemos, cómo podríamos apoderarnos de ellos, en primer lugar? ¿Entraríamos en el Banco, así como así?

– Algo por el estilo.

– Estás bromeando.

– Nunca bromeo cuando se trata de esas enormes sumas de dinero. ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el Banco para echar un vistazo?

– ¿Qué tienes pensado?

– Te lo diré por el camino.

Se oyó una puerta que se cerraba, y ya no hubo más voces.

El inspector Van Duren se atusaba enérgicamente el bigote.

– No existe la menor posibilidad de que puedan tocar ese oro. Yo mismo aprobé las medidas de seguridad.

Daniel Cooper lo miró a los ojos fugazmente y replicó:

– Si existe alguna falla en el sistema de seguridad del Banco, Tracy Whitney la descubrirá.

Van Duren apenas pudo dominar su furia. Le resultaba difícil soportar esa superioridad que sentía el norteamericano. Sin embargo, el inspector Van Duren era, antes que nada, un policía, y le habían ordenado colaborar con aquel raro individuo.

Se volvió hacia Witkamp.

– Quiero que aumente los efectivos de la patrulla de vigilancia, de inmediato. Que se tomen fotografías y se interrogue a todos los contactos. ¿Entiende?

– Sí, señor.

– Y de la forma más discreta. No tienen que darse cuenta de que se los sigue.

– Sí, señor.

Van Duren miró luego a Cooper.

– Ya está. ¿Esto lo hace sentir mejor?

Cooper no se tomó la molestia de contestar.

Durante los cinco días siguientes, Tracy y Jeff mantuvieron ocupados a los hombres del inspector Van Duren. Salían siempre en forma separada. Un día Jeff fue a una imprenta, y dos detectives lo observaron mantener una animada charla con el dependiente. Cuando se hubo ido, uno de los policías lo siguió. El otro entró en la tienda, mostró su placa de identificación y preguntó:

– ¿Qué quería el hombre que acaba de irse?

– Me encargó unas tarjetas comerciales.

– Permítame ver.

El dependiente le mostró un papel escrito a mano que decía:

Servicios de Seguridad de Amsterdam

Cornelius Wilson

Jefe de investigadores.

Al otro día, la agente Rien Hauer aguardó en la acera, frente a una tienda de venta de animales donde había ido Tracy. Cuando ella salió un cuarto de hora más tarde, Hauer entró en el establecimiento y exhibió su credencial.

– Esa mujer que salió hace unos minutos…, ¿qué quería?

– Compró una pecera con pececitos de colores, dos cotorras, un canario y una paloma.

Extraña combinación.

– ¿Una paloma, dijo usted? ¿Una paloma común?

– Sí, pero como no teníamos ninguna en la tienda, le dije que tendría que conseguírsela.

– ¿Adónde le remitirá los animales?

– A su hotel, el «Amsted».

En el otro extremo de la ciudad, Jeff conversaba con el vicepresidente del Banco Amro. Estuvieron encerrados media hora, y al salir Jeff del Banco, un detective entró en la oficina del funcionario.

– Dígame, por favor, ¿qué quería el hombre que estuvo aquí?

– ¿El señor Wilson? Es jefe de investigadores de una empresa de seguridad que trabaja con nosotros. Está revisando el sistema de seguridad.

– ¿Le pidió que discutieran las actuales medidas de seguridad?

– Sí, claro que sí.

– ¿Y usted se las explicó?

– Por supuesto. Naturalmente, primero tomé la precaución de llamar para confirmar que sus credenciales estuvieran en orden.

– ¿Adónde llamó?

– A la agencia, al número que venía impreso en su tarjeta de identificación.

Esa tarde, a las tres, un camión, blindado se estacionó frente al Banco. Desde la acera de enfrente, Jeff tomó una instantánea del vehículo, mientras que desde un zaguán, a escasos metros, un detective lo fotografiaba a él.

En la jefatura de Policía, el inspector Van Duren desplegaba sobre el escritorio de Willems las pruebas que se iban acumulando rápidamente.

– ¿Qué significa todo esto?

Fue Daniel Cooper quien respondió.

– Le diré lo que esta mujer está planeando -declaró con voz firme y convincente- Intenta llevarse el cargamento de oro.

Todas las miradas convergieron en él.

– Y supongo que usted sabrá cómo piensa lograr este milagro.

– Sí. -Él sabía algo que los demás ignoraban. Se había metido dentro de ella para pensar y planificar como ella…, y así poder anticiparse a sus movimientos-. Empleará un camión de seguridad falso, llegará al Banco antes que el camión verdadero y se alejará transportando los lingotes.

– Me parece muy rebuscado, señor Cooper.

– No sé cuál será la estrategia -intervino Van Duren-, pero algo están tramando, señor. Tenemos sus voces grabadas. Averiguaron los detalles del sistema de seguridad del Banco. Saben a qué hora para el camión blindado y…

Willems leía la reseña que tenía ante sí.

– Cotorras, una paloma, peces de colores, un canario… ¿Cree usted que estas tonterías tienen algo que ver con el robo?

– No -respondió Van Duren.

– Sí -dijo Cooper.

La agente Rien Hauer seguía a Tracy disimuladamente. Cruzó detrás de ella el puente Magere, y cuando Tracy llegó al otro lado del canal, la vio entrar en una cabina telefónica, donde estuvo hablando cinco minutos. De haber podido oír la conversación, tampoco le hubiera servido de mucho.

Gunther Hartog, desde Londres, decía:

– Podemos contar con Margot, pero necesitará tiempo…, por lo menos dos semanas. -Escuchó unos instantes-. Comprendo. Cuando todo esté listo, me comunicaré contigo. Ten cuidado, y dale saludos míos a Jeff.

Tracy colgó y abandonó la cabina. Al salir, sonrió amistosamente a la mujer policía, que simulaba esperar fuera de la cabina telefónica.

A la mañana siguiente, a las once, un detective informaba a Van Duren:

– Inspector, Jeff Stevens acaba de alquilar un camión en la empresa «Wolters».

– ¿Qué clase de camión?

– Uno de reparto.

– Descríbame las dimensiones.

Unos minutos más tarde el detective se encontraba de nuevo al aparato.

– Aquí las tengo. El vehículo mide…

Van Duren lo interrumpió:

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