Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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– ¿Quiénes…, quiénes son ustedes? -preguntó Van Duren en tono imperioso.
– Somos…, somos los guardias de la empresa de seguridad -tartamudeó uno-. No disparen. Por favor, no disparen.
El inspector se dirigió a Cooper:
– Algo salió mal. -Su voz tenía un dejo de histeria-. Seguramente suspendieron su plan.
Daniel Cooper sintió un nudo en el estómago. Cuando finalmente pudo hablar, lo hizo con voz sofocada:
– No. No les salió mal.
– ¿Qué dice?
– Nunca pensaron robar el oro. Todo fue una farsa, un señuelo para nosotros.
– ¡Imposible! El camión, la barcaza, los uniformes… Tenemos fotografías…
– ¿Acaso no entiende? Ellos lo sabían. ¡Supieron todo el tiempo que los estábamos siguiendo!
Van Duren se puso pálido.
– ¡Dios mío! ¿Y dónde están ahora?
Tracy y Jeff estaban a punto de llegar a la Fábrica de Talla de Brillantes. Jeff lucía barba y bigotes postizos, y había modificado la forma de sus pómulos y nariz con maquillaje. Iba vestido deportivamente y llevaba una mochila. Tracy llevaba una peluca negra, un amplio vestido de embarazada, espeso maquillaje y gafas de sol. Tenía un bolso grande y un paquete, envuelto en papel de estraza. Ambos entraron en el vestíbulo central y se unieron a un contingente de turistas que caminaba detrás de un guía.
– …y ahora, si tienen la amabilidad de seguirme, damas y caballeros, verán cómo trabajan nuestros talladores, y también tendrán la oportunidad de adquirir algunas de nuestras bellas piedras.
El guía condujo al grupo hasta el taller. Tracy avanzó con los demás, mientras Jeff se retrasaba. Cuando todos hubieron pasado, Jeff bajó rápidamente una escalera que llevaba a un sótano. Abrió su mochila y sacó un «mono» y una caja de herramientas. Se puso el «mono», se acercó a la caja de fusibles y miró el reloj.
Arriba, Tracy recorría los salones junto con los turistas. El guía les explicaba los diversos procesos que se realizaban para convertir un diamante en bruto en una hermosa gema. De vez en cuando miraba la hora. La visita con guía llevaba cinco minutos de retraso.
Por fin, al final de la gira, llegaron al salón de exposición. El guía se aproximó a la vitrina rodeada de cordones.
– Y aquí, damas y caballeros -anunció con orgullo-, se encuentra el diamante «Lucullan», uno de los más valiosos del mundo. En una oportunidad estuvo a punto de ser adquirido por un famoso actor de teatro, que quería obsequiárselo a su mujer, actriz de cine. Está valorado en diez millones de dólares, y se halla protegido por el más moderno…
Se apagaron las luces. Al instante sonó una alarma, y se bajaron ruidosamente las cortinas metálicas que protegían ventanas y puertas, bloqueando así todas las salidas. Algunas personas comenzaron a gritar.
– ¡Por favor! -exhortó el guía-. No hay por qué preocuparse. Se trata de una simple avería eléctrica. Dentro de un instante el grupo electrógeno de emergencia… -Volvieron a encenderse las luces-. No hay motivos para inquietarse.
Un turista alemán señaló las cortinas metálicas.
– ¿Qué es eso?
– Una medida de precaución.
El guía sacó una llave de forma extraña, la introdujo en una ranura que había en la pared, y la hizo girar. Las cortinas metálicas que cubrían puertas y ventanas se alzaron. Sonó un teléfono y el hombre se acercó a responder.
– Habla Hendrik. Ah, sí, gracias. No, todo está bien. Fue una falsa alarma. Probablemente habrá habido un cortocircuito. Lo haré revisar de inmediato. -Colgó y se dirigió al grupo-. Les pido mil disculpas, damas y caballeros. Pero con un objeto de tanto valor como este brillante, nunca están de más las precauciones. Y ahora, los que deseen adquirir…
Una vez más se apagaron las luces. Otra vez sonó la alarma y se bajaron las cortinas.
– Vámonos de aquí, Harry -exclamó una mujer.
– ¿Por qué no te callas la boca, Diane? -replicó su marido.
En el sótano, Jeff permanecía junto a la caja de fusibles, y oía las protestas de los turistas. Aguardó unos minutos y volvió a conectar la luz.
– ¡Damas y caballeros! -gritó el guía, tratando de acallar el clamor de los visitantes-. Esto no es más que una dificultad técnica.
Sacó su llave y la introdujo de nuevo en la ranura. Las cortinas se levantaron en el acto.
Sonó el teléfono, y el guía se apresuró a cogerlo.
– Habla Hendrik. Sí, señor. Trataremos de arreglarlo cuanto antes.
– Gracias.
Se abrió entonces una puerta de la sala, y entró Jeff con su caja de herramientas.
Se acercó al guía y le dijo:
– ¿Qué problema tienen? Me avisaron que pasaba algo con los circuitos eléctricos.
– Las luces se encienden y se apagan sin motivo -repuso el guía-. Trate de arreglarlo con rapidez, por favor.
Se dirigió a los turistas, con una sonrisa forzada en los labios.
– ¿Por qué no vienen por aquí? Así podrán escoger espléndidos brillantes a precios muy razonables.
Los turistas se encaminaron hacia las vitrinas. Jeff aprovechó que no lo observaban para sacar de su bolsillo un pequeño objeto cilíndrico al que le quitó la tapa y lo arrojó cerca del pedestal del brillante «Lucullan». El artefacto comenzó a lanzar chispas y humo.
– ¡Eh! -le gritó Jeff al guía-. Ahí tiene el problema. Hay un cortocircuito en el cable que se encuentra debajo del piso.
– ¡Fuego! -anunció una mujer.
– ¡Cálmese, por favor! -pidió el guía-. No hay que asustarse. Mantengan la serenidad. -Se volvió a Jeff y le imploró en voz baja-: ¡Arréglelo! ¡Arréglelo!
– De acuerdo.
Jeff se dirigió hacia los cordones que rodeaban el pedestal.
– ¡No puede acercarse allí! -le previno el guía.
Jeff se encogió de hombros.
– Por mí, no hay ningún inconveniente. Arréglelo usted.
Se dio vuelta para marcharse.
El público se inquietaba cada vez más.
– ¡Espere un minuto!
El guía fue hasta el teléfono y marcó el número.
– Habla Hendrik. Tengo que pedirle que desconecte todas las alarmas, señor. Tenemos un pequeño problema eléctrico en el pedestal del «Lucullan». Sí, señor. -Miró el reloj-. ¿Cuánto tiempo necesitará?
– Cinco minutos.
– Cinco minutos -repitió el hombre por teléfono-. Gracias, señor. -Colgó-. Se cortarán las alarmas dentro de diez segundos. ¡Apresúrese, por favor! ¡Nunca las desconectamos!
– No tengo más que dos manos, amigo.
Jeff aguardó diez segundos, pasó por encima de los cordones y se encaminó al pedestal. Hendrik le hizo una seña al guardia armado, éste asintió y clavó su mirada en Jeff.
Jeff trabajaba en la parte posterior del pedestal. El frustrado guía se encaró de nuevo con los turistas.
– Y ahora, damas y caballeros, como les decía, tenemos aquí una hermosa colección de diamantes a precios de oferta. Aceptamos tarjetas de crédito, cheques de viajero… -soltó una risita-, y dinero en efectivo, por supuesto.
Tracy se había detenido frente al mostrador.
– ¿Ustedes compran brillantes? -preguntó en voz baja.
El guardia la miró sorprendido.
– ¿Cómo?
– Mi marido acaba de regresar de Sudáfrica y quiere que venda esto.
Tracy abrió su maletín, pero como lo llevaba al revés, una catarata de brillantes cayó al suelo.
– ¡Mis brillantes! -gritó Tracy-. ¡Ayúdeme, por favor!
Se produjo un instante de silencio, y luego se desató el infierno. La respetuosa muchedumbre se transformó en un tumulto. Todo el mundo se tiró al suelo, golpeándose unos con otros.
– Pesqué algunos…
– Agarra los que puedas, John…
– Suelte ése, que es mío…
El guía y el guardia estaban boquiabiertos. La codiciosa turba los empujó a un lado, mientras recogía cuantos brillantes podía.
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