Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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– Imposible saber qué contenía -le explicó Van Duren a Cooper-. Registramos ambas suites cuando se fueron, pero no encontramos nada nuevo.

Los ordenadores de Interpol no pudieron suministrar información alguna respecto del fornido Monty.

El jueves, a última hora de la tarde, Cooper, Van Duren y Witkamp se hallaban en la suite situada encima de la de Tracy, escuchando las voces provenientes del piso inferior.

La voz de Jeff decía:

– Si llegamos al Banco exactamente treinta minutos antes que los guardias, tendremos tiempo de cargar el oro y marcharnos. Cuando aparezca el camión verdadero, estaremos pasando los lingotes a la barcaza.

– Hice revisar el camión por el mecánico, y llené el depósito de combustible -explicó Tracy-. Ya está listo.

El agente Kitkamp comentó:

– Casi deberíamos admirarlos. No dejan ni un detalle al azar.

– Tarde o temprano, todos cometen alguna equivocación -sentenció Van Duren.

Daniel Cooper permaneció callado, escuchando.

– Tracy, cuando termine esto, ¿no te gustaría que realizáramos esa excavación de la que habíamos hablado?

– ¿En Tunicia? Me parecería espléndido, querido.

– Bueno, me ocuparé de organizar el viaje. De ahora en adelante no haremos otra cosa que descansar y disfrutar de la vida.

El inspector Van Duren expresó en un susurro:

– Yo diría que en los próximos quince años disfrutarán de otra cosa. -Se puso de pie y se desperezó-. Bueno, creo que podemos irnos a dormir. Ya todo está listo para mañana, y nos conviene descansar esta noche.

Daniel Cooper no podía conciliar el sueño. Se imaginaba de mil maneras la escena en que la Policía apresaría a Tracy. Su excitación creció, se dirigió al cuarto de baño y dejó correr el agua caliente. Se sacó las gafas, se quitó el pijama y se metió en la bañera. Ya casi había concluido todo. Ella pagaría, como todas las otras putas. A esa misma hora del día siguiente, viajaría de regreso a su hogar. No, hogar no -se corrigió-. A mi departamento. El hogar era un sitio cálido y seguro donde su madre lo amaba más que a nadie.

Eres mi hombrecito -le decía su madre-. No sé qué haría sin ti.

El padre de Daniel desapareció cuando éste tenía cuatro años. Al principio el niño se echó la culpa a sí mismo, pero la madre le explicó que se había ido con otra mujer. Odió a esa mujer porque hacía llorar a su madre. Jamás la había visto, pero sabía que era una puta porque había oído que su madre la llamaba así. Más tarde, se alegró de que esa mujer se lo hubiese llevado, ya que ahora tenía a su mamá toda para él. Los inviernos eran crudos en Minnesota, y su mamá le permitía meterse en la cama con ella y acurrucarse bajo las abrigadas mantas.

Cuando sea grande me casaré contigo, le decía Daniel, y la mamá se reía y le acariciaba el pelo.

Daniel era siempre el mejor alumno de la clase porque quería que su madre estuviese orgullosa de él.

Qué inteligente es su hijo, señora.

Lo sé. No hay nadie como mi hombrecito.

Cuando cumplió siete años, su madre invitó por primera vez a cenar a uno de sus vecinos, un hombre corpulento y peludo. Daniel se puso enfermo. Estuvo una semana en cama con fiebre y su mamá le prometió que jamás volvería a hacerlo. No necesito a nadie en el mundo, Daniel, más que a ti.

No existía persona más feliz que Daniel. La madre era la mujer más hermosa de la tierra. Cuando ella salía, el niño entraba en su dormitorio y le revisaba los cajones de la cómoda. Sacaba su ropa interior y se la restregaba contra la mejilla. Qué agradable era su aroma.

Se recostó en la bañera tibia del hotel de Amsterdam, cerró los ojos y recordó el día siniestro del asesinato de su madre, ocurrido cuando él tenía doce años. Lo habían mandado temprano de vuelta del colegio porque le dolían los oídos. Fingió más dolor del que sentía porque quería regresar a su casa, para que su madre le acostara y lo curara. Daniel entró silenciosamente, se fue derecho al cuarto de su madre y la vio tendida, desnuda, en la cama, pero no estaba sola. El vecino se encontraba con ella, haciéndole cosas desagradables. El niño vio que su madre comenzaba a besar el pecho velludo del hombre, que luego iba bajando en dirección al inmenso miembro violáceo del sujeto. Antes de que ella se lo introdujera en su boca, Daniel la oyó gemir y exclamar:

– ¡Oh, cómo te amo!

Eso fue lo más atroz de todo. Daniel corrió hacia el cuarto de baño y se vomitó encima. Rápidamente se desvistió y se limpió, porque su mamá le había enseñado a ser aseado. El dolor de oídos era ahora insoportable. Oyó voces desde el vestíbulo, y escuchó atentamente.

– Ahora vete, amor mío. Tengo que bañarme y vestirme. En cualquier momento llegará Daniel de la escuela. Te veré mañana.

Se oyó el ruido de la puerta que se cerraba, y luego el agua que corría en el cuarto de baño de su madre, salvo que no era su madre, sino una puta que hacía cosas sucias con hombres en la cama, cosas que a él nunca le había hecho.

Desnudo, entró en el cuarto de baño de ella y la vio en la bañera, sonriente.

– ¡Daniel, querido! ¿Qué te…? Daniel…

La madre abrió azorada la boca, pero no emitió sonido alguno. La tijera se hundió en el pecho de aquella extraña, mientras Daniel gritaba por encima de los gemidos de la víctima:

– ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!

Cuando por fin se detuvo todo estaba salpicado de sangre. Se metió debajo de la ducha y se frotó el cuerpo hasta que le ardió la piel.

El vecino había matado a su madre, y tendría que pagarlo.

Después, todo pareció ocurrírsele con sorprendente claridad. Con un trapo húmedo borró sus huellas digitales de la tijera y la arrojó dentro de la bañera. Enterró en el jardín la ropa manchada de sangre, y llamó a la Policía. En unos minutos llegaron dos coches policiales haciendo sonar sus sirenas, luego otro vehículo lleno de detectives, que le hicieron muchas preguntas. Daniel les contó que lo habían mandado de vuelta temprano de la escuela, y que había visto al vecino, Fred Zimmer, irse por la puerta lateral. Cuando interrogaron al individuo, éste reconoció ser el amante de la madre de Daniel, pero negó haberle dado muerte. El testimonio del niño en el Juzgado sirvió de prueba para condenar a Zimmer.

– Cuando llegaste del colegio, ¿viste que el vecino, Fred Zimmer, huía corriendo por la puerta lateral?

– Sí, señor.

– ¿Lo divisaste con nitidez?

– Sí, señor. Tenía las manos por completo ensangrentadas.

– ¿Qué hiciste entonces, Daniel?

– Tenía…, tenía tanto miedo… Comprendí que algo le había pasado a mi madre.

– ¿Entraste en la casa?

– Sí, señor.

– ¿Y qué ocurrió?

– Llamé a mi madre a gritos. Como no me respondió, fui a su cuarto de baño y…

En ese punto el niño prorrumpió en histéricos sollozos, y hubo que sacarlo de la sala.

Trece meses más tarde Fred Zimmer era ajusticiado.

Entretanto, enviaron a Daniel a vivir con la tía Mattie, una parienta lejana de Texas, y a quien él no había visto nunca. Se trataba de una mujer sola, bautista, que vivía con la vehemente convicción de que a todos los pecadores les esperaba el fuego del infierno. Era una casa sin amor, pena ni alegría, y en ese ambiente creció Daniel, aterrorizado por su secreta culpa y la condena eterna que lo aguardaba. Pronto comenzó a tener dificultades con la vista. Los médicos diagnosticaron su problema como psicosomático.

Hay algo que no quiere ver, decían.

A los diecisiete años se fugó de casa de su tía. Viajó en autostop hasta Nueva York, y allí fue contratado como mensajero de la «Asociación Internacional para la Protección de Seguros». A los tres años fue ascendido a investigador, y pronto se convirtió en el mejor funcionario de la empresa. Nunca pedía aumento de sueldo ni mejores condiciones de trabajo. Esas cosas no le preocupaban.

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