Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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De vuelta al papeleo. En vano. No había manera de concentrarse. Dejé de lado los interrogatorios y contemplé mi leonera. Los muros tapizados de expedientes abiertos -en lenguaje policial, no resueltos-. Casos antiguos que me negaba a archivar. Era el único investigador de la Brigada que guardaba ese tipo de documentos. También era el único que prolongaba su límite de prescripción, fijado en diez años para los delitos de sangre, realizando de vez en cuando un interrogatorio o encontrando un nuevo indicio.

Observé, por encima de una de las pilas, la fotografía de una niña pequeña pegada con chinchetas en la pared: Cécilia Bloch, cuyo cuerpo abrasado había sido hallado a algunos kilómetros de Saint-Michel-de-Sèze, en 1984. Nunca se había logrado atrapar al culpable. El único indicio habían sido los aerosoles utilizados para prender fuego al cuerpo. En aquel momento yo estaba internado en Sèze; ese suceso me obsesionó. Una pregunta me acosaba: ¿el asesino había quemado viva a la pequeña o primero la había matado? Al convertirme en policía, retomé el expediente. Volví al lugar. Interrogué a los gendarmes, a los vecinos, sin resultado.

Otra niña figuraba sobre el muro. Ingrid Coralin. Una huérfana que actualmente debía de tener doce años y crecía mientras iba de un hogar de acogida a otro. Una cría a cuyos padres yo había matado, indirectamente, en el año 2000 y a quien enviaba, anónimamente, una pensión.

Cécilia Bloch, Ingrid Coralin.

Mis fantasmas familiares, mi única familia…

Reaccioné y miré el reloj. Casi las ocho de la noche. Hora de ponerme en marcha. Subí un piso. Tecleé el código de acceso a la Brigada de Estupefacientes y entré en los despachos. A la derecha, crucé el espacio diáfano del grupo de investigación de Luc. Ni un alma. Era de suponer que todos estaban reunidos en otro sitio, quizá en una de las cervecerías a las que solían ir, bebiendo en silencio. Los hombres de Luc eran los más duros del quai des Orfèvres. Interiormente deseé suerte a los tíos de la IGS que se ocuparían de interrogarlos. Esos maderos no soltarían palabra.

Dejé atrás la puerta de Luc sin detenerme y eché un vistazo a los demás despachos: nadie. Volví sobre mis pasos, giré el pomo. Cerrada. Saqué de mi bolsillo un juego de llaves y abrí la cerradura en pocos segundos. Entré silenciosamente.

Luc había hecho limpieza. Sobre el escritorio, ni un papel. En las paredes, ni una sola orden de búsqueda y captura. En el suelo, ni un solo caso pendiente. Si verdaderamente Luc hubiera querido desaparecer, esta habría sido su manera de actuar. Tenía predilección por el secreto: era una de las claves del personaje.

Me quedé inmóvil durante algunos segundos, para empaparme de aquel lugar. La guarida de Luc no era mayor que la mía pero disponía de una ventana. Di la vuelta al escritorio y me acerqué al panel de corcho situado detrás del sillón. Aún quedaban algunas fotos. Ninguna profesional: retratos de Camille, ocho años, y de Amandine, seis años. En la oscuridad, sus sonrisas flotaban sobre el papel como en la superficie de un lago. También destacaban algunos dibujos infantiles: hadas, casas habitadas por una pequeña familia, «papá» armado con una gran pistola persiguiendo a los «comerciantes de drogas». Posé mis dedos sobre las imágenes y murmuré: «¿Qué has hecho? ¡Joder! ¿Qué has hecho?…».

Abrí cada uno de los cajones. En el primero, artículos de escritorio, unas esposas, una Biblia. En el segundo y el tercero, expedientes recientes, casos cerrados. Informes impecables, notas de servicio muy pulidas. En toda su vida, Luc jamás había trabajado de forma tan ordenada. Aquello era una puesta en escena. El despacho del primero de la clase.

Me detuve delante del ordenador. No había ninguna posibilidad de encontrar una pista en él, una revelación, pero quería asegurarme. Maquinalmente, pulsé la barra espaciadora. La pantalla se iluminó. Cogí el ratón e hice clic sobre uno de los iconos. El programa me pidió una contraseña. Por probar, introduje la fecha de nacimiento de Luc. Denegada. Los nombres de Camille y de Amandine. Dos rechazos, uno tras otro. Iba a intentar una cuarta posibilidad cuando se encendió la luz.

– ¿Qué coño haces aquí?

En el umbral estaba Patrick Doucet, alias Doudou, número dos del grupo de Luc. Dio un paso y repitió:

– ¿Qué coño haces en este jodido despacho?

La voz sibilaba entre sus labios apretados. Yo no me atreví ni a respirar, ni a hablar. Doudou era el más peligroso del equipo. Un zumbado dopado con anfetas que había hecho sus primeras armas en la Brigada de Investigación y de Intervención. Vivía para el «ataque por sorpresa». En la treintena, una cara de ángel enfermo, unos hombros de culturista enfundados en una cazadora de cuero raído. Llevaba los cabellos cortos a los lados y largos en la nuca. Detalle de refinamiento: en la sien derecha tenía afeitados tres arañazos.

Doudou señaló el ordenador encendido.

– Siempre hurgando en la mierda, ¿verdad?

– ¿Por qué en la mierda?

No dijo nada. Ondas de violencia le sacudían los hombros. Su cazadora se abría sobre la culata de una Glock 21 calibre 45, el arma reglamentaria del equipo.

– Apestas a alcohol -le señalé.

El madero seguía acercándose. Yo me eché hacia atrás con el miedo en las tripas.

– ¿Va a ser que no tenemos razones para echar un trago?

Había acertado. Los hombres de Luc habían salido a pillar un ciego. Si los demás se dejaban caer en ese momento, ya me veía en el pellejo de un madero linchado por los colegas de una unidad rival.

– ¿Qué es lo que andas buscando? -me gritó a la cara.

– Quiero saber cómo ha llegado Luc a este punto.

– No tienes más que mirar tu vida. Tendrás la respuesta.

– Luc nunca renunciaría a la existencia. Sea como sea, es un don de Dios y…

– No empieces con tus sermones.

Doudou no me quitaba los ojos de encima. Solo el escritorio nos separaba. Me di cuenta de que dudaba; ese detalle me tranquilizó. Estaba completamente ebrio. Opté por preguntas directas.

– ¿Cómo andaba estas últimas semanas?

– ¿Y a ti qué cojones te importa?

– ¿En qué trabajaba?

El madero se pasó la mano por la cara. Yo me escabullí a lo largo de la pared, alejándome.

– Algo debió de pasarle… -continué sin quitarle los ojos de encima-. Tal vez una investigación que le dejó la moral por los suelos…

Doudou se burló:

– ¿Qué buscas? ¿Un caso asesino?

El tío no comprendía nada pero había acertado con la palabra justa. Si debía dilucidar el intento de suicidio de Luc, esa era una de mis hipótesis: una investigación que lo habría sumido en una desesperación sin salida. Un caso que habría conmocionado su fe católica.

– ¿Qué coño os traíais entre manos? -insistí.

Doudou me controlaba con el rabillo del ojo mientras yo seguía retrocediendo. A modo de respuesta, emitió un sonoro eructo. Sonreí a mi vez.

– Vamos, hazte el listillo. Mañana serán los Bueyes quienes te lo preguntarán.

– ¡Me la traen floja!

El madero golpeó el ordenador con el puño. Su cadenilla lanzó un relámpago dorado.

– Luc no tiene nada que reprocharse, ¿te enteras! -gritó-. ¡No tenemos nada que reprocharnos! ¡Me cago en…!

Volví sobre mis pasos y apagué el ordenador con un gesto suave.

– Si ese es el caso -murmuré-, más te vale cambiar de actitud.

– Ahora hablas como un abogado.

Me planté delante de él. Estaba harto de su fanfarronería mezquina.

– Óyeme bien, pedazo de gilipollas. Luc es mi mejor amigo, ¿te enteras? De modo que deja de mirarme como si fuera un chivato. Encontraré la razón que lo llevó a tomar la decisión, sea cual sea. Y no serás tú quien me lo impida.

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