Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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Y sin embargo, persistía en mí esa sensación de humedad vagamente repugnante, como si caminara en el interior de un organismo vivo en proceso de delicuescencia. Una total alucinación, obviamente, vinculada con mi pasado africano. Allí había contraído una deformación, una manera de aprehender los objetos sólidos como si fuesen entes supurantes, orgánicos.

Detrás de las puertas entreabiertas, sorprendí inequívocas miradas de reojo. Todo el mundo estaba ya al corriente. Aceleré el paso para no tener que dar cuenta del estado de Luc o cambiar impresiones triviales sobre lo desalentador que es nuestro oficio. Cogí el correo que se había acumulado en mi casillero y luego cerré la puerta de mi despacho.

Aquellas miradas me dieron una idea aproximada de lo que ocurriría en el futuro. Cada uno de ellos se interrogaría sobre la acción de Luc. Se ordenaría una investigación. Los «Bueyes» (IGS, Inspección General de la Policía) iban a inmiscuirse. La hipótesis de la depresión sería la principal, pero los tíos de la IGS iban a husmear en la vida de Luc. Si jugaba, si estaba endeudado, si se había mezclado en chanchullos con sus confidentes hasta el punto de meterse en asuntos ilegales. Una investigación de rutina, que no daría ningún resultado pero lo ensuciaría todo.

Náuseas, ganas de dormir. Me quité la trenca y me dejé puesta la chaqueta, a pesar del calor. Me gustaba esa sensación familiar del forro de seda. Una segunda piel. Me senté en mi sillón y consideré mi tercera piel: mi despacho. Cinco metros cuadrados sin ventana donde los expedientes se apilaban hasta cubrir las paredes.

Eché una mirada al papeleo que se había acumulado. Actas de declaraciones o de interrogatorios, facturas de teléfono detalladas, extractos bancarios de sospechosos, requerimientos que los juzgados finalmente autorizaban. Y también: el informe de prensa de actos criminales, que llegaba por la mañana y por la noche proveniente del Ministerio del Interior, así como los telegramas resumiendo los casos más importantes en Île-de-France. El habitual baño de mierda. Y todo cubierto de post-it pegados por mis tenientes, informándome de los casos resueltos o de los que estaban estancados.

La náusea, con mayor fuerza aún. No quería ni siquiera escuchar mis mensajes. Ni del móvil ni del fijo. Preferí ponerme en contacto con la gendarmería de Nogent-le-Rotrou, la ciudad más próxima a Vernay. Pregunté por el capitán que había supervisado el rescate de Luc. El hombre me confirmó las informaciones de Svendsen. El cuerpo con lastre, su traslado urgente, la resurrección.

Colgué, palpé mis bolsillos, encontré mis sin filtro. Saqué un pitillo, mi mechero y, todavía reflexionando, saboreé cada detalle del ritual. El paquete crujiente, íntimo, el perfume que desprendía, mezclado con los efluvios de la gasolina del Zippo; las briznas de tabaco que, como hebras de oro, quedaban en mis dedos. Y por fin, la bocanada de fuego hasta el fondo del tórax…

Seis de la tarde. Comencé, por fin, a descifrar los documentos. Los post-it. Ya aparecían las muestras de solidaridad: «Contigo, Franck». «No todo está perdido. Gilles.» «¡Es el momento de tener agallas!» «¡Ánimo! Philippe.» Despegué los mensajes y los puse aparte.

Solo entonces me sumergí en el trabajo, haciendo el balance de los buenos y malos momentos del día. Foucault me informaba que la DPJ, Dirección de la Policía Judicial de Louis-Blanc, se negaba a darnos información sobre el expediente referido a un cuerpo descuartizado encontrado cerca de la plaza Stalingrad. Ese asesinato podía estar vinculado con un caso que investigábamos desde hacía más de un mes: un ajuste de cuentas entre traficantes en La Villete. El rechazo no me sorprendía. Siempre la vieja rivalidad entre la DPJ y la Criminal… Cada uno en su casa, de modo que los cadáveres estén bien guardados.

Mensaje siguiente, más constructivo. Quince días atrás, un compañero de promoción destinado a la Policía Judicial de Cergy-Pontoise me había pedido consejo sobre un crimen: una mujer de cincuenta y nueve años, esteticista, asesinada en su aparcamiento. Dieciséis cortes con una navaja de afeitar. Ni robo ni violación. Ningún testigo. Los investigadores habían pensado primero en un crimen pasional; luego, en un acto de perversión y terminaron encontrándose en un callejón sin salida.

Estudiando las fotos del cadáver, había observado varios detalles. Los ángulos de los cortes de la navaja revelaban que el asesino tenía la misma altura que la víctima, más bien baja. El arma era singular: una navaja antigua, de esas que solo encuentran en las tiendas de antigüedades y las chamarilerías. Semejante instrumento podía pertenecer a un asesino de sexo femenino. Es el arma que se utiliza, por ejemplo, en los ajustes de cuentas entre putas: un arma que desfigura; los hombres prefieren el cuchillo y golpean en el vientre.

Pero lo más importante era que las heridas estaban concentradas en el rostro, el pecho y el bajo vientre. El asesino se había encarnizado con las partes que determinaban el sexo. Se había detenido, sobre todo, en el rostro, al que le cortó la nariz, los labios, los ojos. Quizá, al desfigurar a su víctima, el asesino se había concentrado en su propia imagen, como si estuviera rompiendo un espejo. También había observado la ausencia de heridas defensivas que habría sufrido en caso de haber intentado luchar o protegerse: la esteticista no había desconfiado. Conocía a su agresor. Le había preguntado a mi colega de Cergy si la muerta tenía una hija o una hermana. Mi colega de promoción me había prometido interrogar nuevamente a la familia. El post-it decía simplemente: «¡La hija ha confesado!».

Dejé a un lado las facturas de teléfono y los extractos de cuentas. No estaba suficientemente concentrado para descifrarlos. Pasé a otra pila de papeles recién impresa: un informe sobre la escena de un crimen de la víspera a la que no había acudido. Meyer, el tercero de mi grupo, era el experto en materia de protocolos, el escritor de la pandilla. Licenciado en letras, ponía particular esmero en redactar los atestados y se manejaba bien cuando describía el lugar de un crimen.

Me sumergí de inmediato en el caso. Le Perreux, anteayer a mediodía. A la hora de comer, uno o varios agresores habían irrumpido en una joyería antes de que la encargada pudiera activar la alarma. Se habían llevado la caja, las joyas y a la mujer. La habían encontrado asesinada a la mañana siguiente, medio enterrada en los bosques que flanquean el Marne. Ese era el lugar que describía Meyer: el cuerpo sepultado a medias, el humus, las hojas muertas y los zapatos de la víctima colocados perpendicularmente al lado de la sepultura. ¿Qué hacían ahí los zapatos?

Un recuerdo tomó forma en mi memoria. En la época de mis aspiraciones humanitarias, antes de viajar a África, había recorrido los suburbios del norte de París en autobús distribuyendo alimentos, ropa y medicamentos a las familias nómadas que sobrevivían bajo los puentes del bulevar periférico. En aquella oportunidad había estudiado la cultura de los pueblos romaníes. Bajo una apariencia externa golfa y vagabunda, había descubierto un pueblo muy estructurado que seguía normas estrictas, en particular con respecto al amor y a la muerte. Precisamente, en un entierro, un aspecto idéntico al de Le Perreux me había impresionado. Antes de inhumarlo, los cíngaros habían descalzado el cuerpo y colocado sus botas cerca de la sepultura. ¿Por qué? No conseguía acordarme pero merecía la pena estudiar con detenimiento esa similitud.

Cogí el teléfono y llamé a Malaspey. El que tenía más sangre fría de mi grupo y el menos hablador de todos. El único con el que no corría el riesgo de que me hablara de Luc. Sin preámbulos, le ordené que buscara a un especialista en gitanos y se informara acerca de sus ritos funerarios. Si mis sospechas se confirmaban, habría que rastrear en las comunidades gitanas de Val de Mame. Malaspey asintió y luego colgó, sin una sola palabra personal, tal como había previsto.

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