Jean-Christophe Grangé - La línea negra

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Intriga, asesinatos en serie, un criminal obsesionado por la sangre que está dejando un reguero de hermosas mujeres asesinadas mediante un extraño protocolo, y un periodista que pretende llegar hasta el fondo de las motivaciones del asesino, y para ello se presta a un peligroso juego… El actual rey del thirller francés presenta una novela fascinante, de ritmo frenético, que explora los tortuosos recovecos de la mente de un psicópata en un itinerario de infarto a través del sureste asiático.

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A fuerza de estudiar esos casos horribles, había llegado a reunir unas pocas imágenes, unos pocos leitmotivs, que reaparecían para atormentarlo en sueños. Y se felicitaba por ello. Al menos compartía algo con los asesinos.

Estaba obsesionado, por ejemplo, con el ruido de una cuchilla. La de Francis Heaulme degollando a una mujer en la playa de Moulin Blanc, cerca de Brest. Marc había visto las fotos del corte: limpio, profundo, practicado desde el centro del cuello hasta la parte de atrás de la oreja izquierda. Habían encontrado a la víctima en bañador, tendida sobre las piedrecillas, y había una especie de vínculo cruel entre esa herida desnuda y los guijarros grises a merced del viento y del mar. Ese paisaje siniestro era lo que se perfilaba primero en su sueño; luego, de repente, el silbido lo arrancaba de la pesadilla. El ruido de la navaja cortando el cuello.

También soñaba con un cuadro misterioso que representaba a una mujer muy delgada cuyos brazos tenían las manos amputadas. La figura hierática caminaba pensativa, con el vientre abierto y las entrañas recogidas. En su sueño, Marc siempre se preguntaba quién era, dónde la había visto antes. Poco a poco, la respuesta iba tomando forma hasta despertarlo. El espectro del sex-appeal Un cuadro de Salvador Dalí.

En 1998, Marc había investigado una serie de crímenes cometidos en Perpiñán, cuyo autor posiblemente se inspiraba en ese cuadro. Al menos en un caso la joven víctima había sido destripada y se le habían amputado las manos. No habían encontrado al asesino y Marc estaba convencido de que, mientras estuviera libre, su obsesión, bajo el signo de Dalí, planearía por los aires y lo contaminaría a él, el periodista solitario que buscaba el secreto pero solo atrapaba briznas, humo.

El pitido del contestador automático lo sacó de sus pensamientos; desde que se había despertado, divagaba mirando los retratos de Reverdi. La voz de Verghens retumbó en el gran espacio del estudio: «Soy yo. Hace tres días que me mandaste el texto mierdoso sobre el caso de Malaisia. Espero que tengas algo nuevo de aquí al próximo cierre. Llámame esta mañana sin falta. (Una pausa.) Te recuerdo que dentro de unas semanas habrá guerra. A nadie le interesarán ya nuestras historias. Así que, por el amor de Dios, danos una primicia».

Marc sonrió al escuchar la alusión al conflicto inminente en Irak. Como si él necesitara una cuenta atrás para moverse. Las once de la mañana. Había mirado su correo. Ningún mensaje de la agencia France Press, ni tampoco de Reuters o de Associated Press. Ni de sus contactos en el New Straits Times y en el Star , los principales periódicos de Kuala Lumpur. Ninguna respuesta del DPP, el Deputy Public Prosecutor, el equivalente en Malaisia del juez de instrucción, a quien había escrito. Ningún signo de vida tampoco de la embajada de Francia, que supuestamente redactaba un informe diario. Al parecer, Reverdi seguía en el hospital psiquiátrico y su estado no había experimentado ninguna variación. El nombre de su abogado continuaba sin conocerse. Estaban en punto muerto.

Marc fue a prepararse un café a la cocina americana, comunicada con el estudio. Era un apasionado del café: una de sus manías de solterón. Tenía sus contactos para conseguir arábicas únicos, robustas raros, las mejores selecciones de todos los países, y en los tiempos en que era rico había comprado una cafetera muy sofisticada, con tubo «vapor» para capuchinos y descalcificador integrado, que permitía destilar verdaderos néctares. Tomaba todos los días una buena veintena de esos brebajes concentrados y variaba las marcas y los orígenes a lo largo de la jornada. Se decidió por un colombiano fortísimo. Capaz de resucitar a un muerto. Exactamente lo que necesitaba.

Se lo tomó a sorbitos de pie detrás de la barra de madera blanca, paseando la mirada por su antro. Un espacio de ciento veinte metros cuadrados, con el techo de una altura impresionante. Cuando lo compró, le había parecido que semejante verticalidad permitiría despegar a su mente. Ocho años más tarde, eso todavía estaba por demostrar.

Situado en la planta baja, el estudio daba a un pequeño patio embaldosado y decorado con dos palmeras enanas, que montaban guardia a través de los ventanales. Las otras paredes sostenían estanterías donde había libros, partituras y CD. Trozos enteros de su vida que se elevaban hasta las cristaleras abuhardilladas y que no constituían sino la antecámara de su verdadera biblioteca: una pequeña habitación anexa, en un nivel inferior, tapizada de libros especializados.

Todo lo que se había escrito sobre los asesinos en serie, o casi todo, se encontraba ahí metido, amontonado, catalogado. Al igual que montañas de periódicos de sucesos. Ese teatro de sangre era tan completo que los demás periodistas de Le Limier iban a menudo para consultar tal o cual obra o informarse sobre un asesino histórico. Ese cuchitril era el causante del olor a moho que flotaba en el loft y que hacía decir a Vincent cada vez que iba: «Tienes que dejar de fumar champiñones».

En la habitación grande, el mobiliario se reducía a la mínima expresión: una tabla apoyada sobre unos caballetes a modo de mesa; un salón, al fondo, formado por un sofá hundido y unos cojines esparcidos, y unos metros a la derecha, en un entrante, la cama. Un colchón sin somier, colocado directamente sobre el suelo, frente a una mesa baja que sostenía un gran televisor y material electrónico diverso: un lector de DVD, un reproductor de vídeo, unas pantallas acústicas y otros aparatos de alta fidelidad.

A Marc le encantaba dormir en el suelo. Era la posición del soldado que observa, agazapado, la base que hay que atacar. Ese punto de vista resumía su vida: siempre escondido, emboscado. Por la noche observaba su muralla de libros, que brillaba a la luz del farol del patio, mientras que una serie de farolillos rojos, colgados delante, evocaban las señales de una pista de aterrizaje. ¿Cuándo despegaría? ¿Cuándo encontraría la verdad que buscaba?

Se hizo otro café y se instaló frente al escritorio. Ordenó el fárrago de documentos, notas, fotos y cintas de casete que había acumulado sobre un único tema. Material suficiente para escribir una espléndida biografía de Jacques Reverdi. Pero contaría la historia de un gran deportista, no la de un asesino.

Durante los dos últimos días, Marc había recorrido paso a paso su vida. A principios de los años ochenta, Jacques había sido una verdadera estrella. Artículos, entrevistas y fotos componían la imagen heroica de uno de los mejores apneístas de finales del siglo. Entre Jacques Mayol y Umberto Pelizzari. Sin embargo, en las entrevistas Reverdi nunca abusaba de los lugares comunes sobre esa disciplinar la búsqueda del absoluto, el retorno al mar nutricio, la complicidad con los mamíferos marinos… Al contrario, él insistía en el carácter antinatural de la apnea y en sus peligros: los riesgos de síncope, la amenaza constante de la presión, el vértigo de las profundidades. Marc conocía ese deporte por haberlo practicado un poco en Córcega, y recordaba haber tenido problemas de pérdida de conciencia en el fondo de una cala. Inmediatamente lo había dejado; esos desvanecimientos le habían recordado los dos períodos de inconsciencia de su vida.

En realidad, el campeón se refería a la apnea como a una guerra entre el hombre y el mar. Una guerra que había que ganar con el propio cuerpo para sobrepasar, en las grandes profundidades, una especie de límite. En las entrevistas siempre hablaba de esa frontera misteriosa que solo conocía el apneísta. La del récord, por supuesto, pero también la de la mente. Un estadio superior al que, paradójicamente, se accedía en las profundidades. Cuando lo evocaba, se intuía que en el seno de las tinieblas, a una presión alucinante, cuando los pulmones no eran más que dos piedrecitas y la luz un recuerdo, el buceador ganaba algo más que una medalla o una copa.

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