Silencio del abogado.
– ¿Los dos sistemas judiciales van a colaborar?
– Mire, yo…
– ¿El DPP de Malaisia va a ir a Camboya?
Se notó un cambio en el silencio de Schrecker.
– Me he puesto en contacto con él, en Johore Bahru -susurró con lasitud-. No he obtenido respuesta. Y seguimos sin saber si los camboyanos están dispuestos a dejarle ver el expediente Kreutz.
– ¿Por qué no se lo dan ustedes?
Se echó de nuevo a reír, pero en un tono siniestro.
– Porque no lo tenemos. En 1997 éramos consultores extranjeros. Los jemeres son muy susceptibles en el terreno de las competencias. No están dispuestos a dejar que los occidentales les den lecciones.
El abogado se exaltaba. Marc notaba que el caso le resultaba apasionante.
Hay una cosa que debe entender -continuó-. Los jemeres rojos han matado al ochenta por ciento del personal judicial de Camboya. Actualmente, los abogados y los jueces tienen un nivel de formación equivalente al de un maestro. También está la corrupción, y las influencias políticas. Es un caos absoluto. A todo eso, se añaden las relaciones bastante difíciles entre Camboya y Malaisia. Y además, cuando lo hemos intentado con Tailandia…
– ¿Por qué Tailandia?
El abogado no respondió. Marc ya había comprendido.
– ¿Hay una causa contra Reverdi en Tailandia?
Schrecker seguía mudo. Marc insistió:
– ¿Reverdi ha tenido también problemas allí?
– Problemas no. No está acusado de nada.
Marc pensó a toda velocidad mientras abría las carpetas. Cogió sus notas; tenía que demostrar a Schrecker que conocía el caso a fondo.
– De 1991 a 1996, en 1998 y en 2000, Reverdi pasó temporadas en Tailandia. Y volvió en 2001 y en 2002. ¿Hubo otros asesinatos durante esos períodos?
Ninguna respuesta del alemán. Marc oía su respiración entrecortada. No quería hablar, pero una fuerza contradictoria le impedía colgar.
– ¿Han encontrado cuerpos?
– ¡No, cuerpos no! -saltó Schrecker-. Si fuera eso, estaría solucionado.
– Entonces, ¿qué?
– Desapariciones.
– ¿Desapariciones en Tailandia? ¿Con ocho millones de turistas al año? ¿Cómo pueden llamar la atención unas «desapariciones»?
– Hay convergencias.
– ¿De lugar?
– De lugar y de fecha, sí.
Marc bajó la vista hacia su documentación: en las diferentes estancias de Reverdi en Tailandia, se repetía un lugar.
– ¿Phuket?
Phuket, sí. Dos casos de desaparición verificados. Concretamente en Koh Surin, en el norte de Phuket. El feudo de Reverdi.
– La proximidad geográfica no demuestra nada.
– Hay más. -El abogado volvía a exaltarse. Sin duda había tardado meses en descubrir esos indicios-. Una de las mujeres asistió a sus cursos de submarinismo. La otra vivió en su bungalow. Tenemos testigos. Parecía enamorada. Nadie ha vuelto a verla.
Marc se estremeció: el perfil de un verdadero predador estaba dibujándose.
– Las víctimas. Deme sus nombres.
– ¿Qué se cree? Hemos tardado años en preparar el caso. No vamos a dejar ahora que un periodista lo estropee todo.
– Habla en plural. ¿A quién se refiere?
– A las familias. Hemos localizado a las familias en diferentes países de Europa y nos hemos unido. Nuestra acción converge hacia Malaisia. -Schrecker soltó una brusca carcajada-. Es como una rata.
Schrecker parecía sobreexcitado y Marc no le iba a la zaga. ¿Cuántas veces había actuado Reverdi? Ya se imaginaba a sí mismo señalando con rotulador, en un mapa del Sudeste Asiático, las zonas en las que el antiguo campeón había matado. De pronto le vino a la memoria la definición clásica del «asesino multirreincidente»: «Como la mayoría de los sádicos sexuales, es un hombre muy móvil, que se desplaza mucho, socialmente competente, al menos en apariencia, pues es capaz de proyectar una máscara de normalidad y no asustar a sus víctimas, y controla perfectamente el lugar del crimen…».
– ¿Puede decirme al menos la nacionalidad de las chicas? -insistió Marc.
– Adiós. Ya he dicho demasiado.
– ¡Espere! -Casi había gritado. En un tono más bajo, añadió-: Quisiera ver sus caras. Solo eso. Mándeme sus fotos.
– ¿Para que las saque en su periódico?
– Le juro que no publicaré nada. Solo quiero compararlas con las otras víctimas.
– No hay semejanzas. Es lo primero que hemos comprobado.
– Solo las fotos. Sin nombre ni origen.
– Ni hablar. Solo tenemos presunciones. Y estamos tratando de establecer una colaboración entre países que no pueden verse. Con sistemas judiciales diferentes. Un auténtico rompecabezas. No correré el menor riesgo por un periodista que va…
– Olvide al periodista. Olvide la publicación. Solamente quiero entender esta historia. Se ha convertido en una cuestión personal, ¿comprende?
Nuevo silencio. Marc había ido también demasiado lejos, pero esa revelación pareció dar en el blanco. Dos cazadores se habían encontrado.
– ¿Qué garantías puede darme de que no publicará nada?
– Envíeme las fotos por correo electrónico en baja resolución. No podré reproducirlas en el periódico; solo consultarlas en el ordenador.
Después de haber apuntado la dirección del correo electrónico de Marc, el abogado dijo:
– Le facilitaré los períodos de estancia en Tailandia y las supuestas fechas de desaparición. Para que se sitúe.
– Gracias.
– Pero esto es un toma y daca, ¿eh? Me mantendrá al corriente de cualquier descubrimiento que haga.
– Cuente conmigo.
Otra mentira. Marc era un solitario; jamás compartiría sus datos. Se disponía a colgar cuando se dejó llevar por un último impulso. Quería sonsacarle a ese hombre su convicción íntima.
– ¿Está seguro de que Reverdi es un asesino en serie?
El abogado no respondió enseguida. Estaba elaborando su respuesta. Quería que sus palabras sonaran como una sentencia.
– Un animal feroz -dijo por fin-¡ En los dos casos conocidos, asestó más de veinte puñaladas. Les cortó la cara, el sexo, los pechos. Actúa movido por un arrebato, por una pulsión súbita que lo obliga a matar sin tomar precauciones, sin un plan elaborado. Un animal feroz. Solamente quiere desangrar a esas pobres chicas.
Schrecker se equivocaba. Marc sabía por experiencia que Reverdi actuaba según un plan estudiado. De lo contrario, lo habrían detenido tras su primer crimen. Preparaba su trampa. Conseguía atraer a la joven a su guarida y después hacer desaparecer el cuerpo. Sin embargo, el abogado tenía razón en un punto: actuaba dominado por un arrebato. Caótico, desenfrenado. Algo, un detalle, le ordenaba asesinar. ¿Qué?
Unas punzadas heladas le recorrieron el cuerpo. Ese era el tipo de clave que le gustaría descubrir. La chispa del mal en el cerebro del asesino. Esa idea le hizo formular otra pregunta:
– ¿Qué posibilidades tengo de entrevistarlo?
– Ninguna. Por el momento su estado mental es confuso, pero cuando se recupere no dirá ni una palabra. Desde Camboya no ha aceptado ninguna entrevista.
– ¿Desde Camboya?
– Una periodista consiguió verlo cuando estaba encarcelado en el T-5, la prisión de Phnom Penh. Pero no obtuvo ninguna revelación. Como de costumbre, hizo el papel de «príncipe de las mareas» en ósmosis con los elementos. En fin, todas esas chorradas. Se negó a hacer comentarios sobre la acusación.
– ¿Sabe su nombre?
– Pisaï no sé qué, creo… Trabaja en el Phnom Penh Post .
Marc se despidió del abogado sin extenderse en promesas y agradecimientos. Miró el reloj: las once de la mañana. Las cinco de la tarde en Phnom Penh. Se conectó a internet para buscar los datos de contacto del periódico camboyano. Vio que Schrecker le había mandado ya un mensaje electrónico: las fotos de las víctimas de Phuket.
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