Martina Cole - Más cerca

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A los amigos hay que tenerlos cerca; a los enemigos, muy cerca; y a la familia, aún más cerca. Lily Diamond, una joven que ha crecido en un medio difícil, se une a Patrick Brodie, un cabecilla del hampa local que lleva sus «negocios» con mano de hierro. Juntos formarán uno de los clanes más poderosos de los ambientes turbios del East End londinense. Tienen cinco hijos, a los que pretenden darles todo lo que ellos no tuvieron, sin importarles la forma de conseguirlo. La vida parece sonreírles cuando Patrick es asesinado por una banda rival. Con todo perdido, desamparada en un mundo peligroso en el que no se puede confiar en nadie, Lily tendrá que sacar adelante a su clan. Más cerca es una novela sobre los ambientes arrabaleros del Londres cada vez más mestizo de los años setenta. Un periodo de mutaciones en el que los viejos negocios del hampa (juego, prostitución…) van dejando paso al más rentable mundo de las drogas que se abre paso a borbotones de sangre.

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Sólo porque una persona tuviera aspecto de ser un convicto, no significaba que mereciese ser sentenciado. La ley estaba hecha para proporcionarles un juicio justo. Se esperaba que los criminales mintiesen, pero lo que no se esperaba es que el jurado hubiese llegado a un veredicto antes de que se mostraran las pruebas, ni que un policía que estuviese bajo juramento mintiera, puesto que, por su trabajo, se asumía que lo que decían era siempre la verdad.

La honestidad se suponía que era su punto fuerte. Desgraciadamente, la sociedad de consumo en la que vivían y la relajación de las leyes le pusieron precio. Esa era una de las principales razones por las que tanto se buscaban y se compraban a los policías y los jueces, no sólo como un sistema de alarma previa en el caso de la policía, sino también para librarse de algunos aspectos judiciales cuando ya no se podía evitar el tener que presentarse a juicio y era necesario solicitar la libertad bajo fianza.

Lomond estaba a punto de averiguarlo por sí mismo. Al igual que cualquier camello o criminal, una vez que te desvías del camino de la justicia en tu propio beneficio, ya nadie te quiere, ni nadie confía en ti, ni a nadie le preocupa lo que pueda sucederte. La dualidad de tu vida te ha llevado a quedarte solo. Lomond no era ahora ni chicha ni limonada. En un santiamén, la fortaleza de su posición se había convertido en su mayor debilidad. Ahora era como un fiel perro guardián. Si hacía su trabajo, es posible que le echasen de comer. No obstante, se daría cuenta que había muchos más perritos que llevaban el mismo collar del basurero de donde él procedía.

– ¿Crees que se va a morir? -preguntó Dicky.

Lomond respiraba con dificultad.

Pat se encogió de hombros. El hombre que estaba tirado en el suelo no le gustaba ni un pelo.

– ¿A quién le importa? -respondió.

Lily entró en la prisión y notó que el estómago se le revolvía. Odiaba el olor de aquel lugar y detestaba sentirse confinada. Las paredes estaban mugrientas, olía a pútrido y, para colmo de males, tenía que pasarle un mensaje a alguien que no le gustaba lo más mínimo. Kevin Craig era un hombre con poca imaginación, vicioso y vengativo.

En lo que respecta a Lily, un tipo así hacía juego con aquel lugar. Wormwood Scrubs era un sitio horrible, a pesar de que DuCane Road había sido un lugar agradable en su tiempo. Muy cerca de allí se encontraba el hospital Hammersmith y todavía quedaban algunas casas agradables por los alrededores. Le gustaba la zona, pero odiaba la prisión. Cada vez que entraba allí parecía que las paredes se le fuesen a echar encima y se preguntaba cómo alguien podía soportar aquella tortura.

Para ella, lo peor que le podía suceder a nadie es estar encerrado. No ser dueña de tu vida la aterrorizaba, lo había experimentado con creces cuando vivió con sus padres.

Aquel lugar apestaba a desesperación y valor. Valor era lo que representaban antes sus amigos y familiares cuando cumplían una condena larga. Valor era tener que afrontar que un juez te dijera que tenías que pasarte encerrado los mejores años de tu vida, que eras un estorbo para la sociedad y que lo único que conocerías a partir de entonces era la cárcel. Valor era simular que aceptabas lo sucedido. Valor era lo que te hacía levantarte cada mañana tras esa abominación y lo que te hacía soportarlo día tras día. Valor era, después de todo, lo único en que podías confiar.

Desgraciadamente, el valor era, con mucha frecuencia, lo que había llevado a la mayoría de los convictos hasta el sitio donde ahora se encontraban.

Kevin Craig se sentó y Lil le sonrió temblorosa.

– Gracias por haber venido -le dijo, mostrándole el respeto que automáticamente la reputación de su marido le otorgaba.

– No hay de qué.

Tenía una sonrisa amplia, pero los nervios estaban a punto de jugarle una mala pasada. Una vez más se encontraba en estado avanzado de gestación y se sentó tratando de acomodarse.

Mientras miraba la sala de visitas se sintió asustada nuevamente. Miraba a las mujeres que traían a sus hijos. Todas tenían el rostro compungido y un aspecto desaliñado, aunque trataban de parecer animadas y establecer algún tipo de conexión con los padres de aquellos niños a los cuales, quizá, no podrían volver a abrazar estrechamente en muchos años.

Ésa era su peor pesadilla: perder a Pat y que éste cayera en manos del sistema penitenciario. Verlo enchironado, vulnerable, hundido un poco más cada año le haría buscar consuelo en otro hombre, aunque éste, ni por asomo, se pudiera comparar con el hombre que había perdido sin poder evitarlo.

Kevin le sonrió, como si leyera sus pensamientos.

– Dile a Pat y a Dicky que me he echado la culpa, he mantenido la boca cerrada y los he librado de responsabilidades, pero a cambio quiero que cuiden de mi mujer. Yo sólo soy un recadero que se dedica a recopilar las rentas, nada más. Asegúrate que se paga por mi protección; me lo deben, me deben mucho.

Lil no percibió la amenaza que subyacía en sus palabras, sólo se sintió aliviada. Era algo que podía sobrellevar, algo que sabía hacer muy bien. Le estaba diciendo lo que se suponía que ella le diría. Ten la boca cerrada, la cabeza gacha y las orejas en vilo y todo irá bien.

La esposa de Kevin, Amy, era una de sus amigas. Vivían muy cerca una de la otra y solían charlar cuando se encontraban en el mercado. Conocía a sus hijos de vista, así que le habló de ellos y le aseguró que serían atendidos, que no les faltaría de nada, aunque sabía que les faltaba la persona más importante de su vida después de su madre.

Sin embargo, después de lo que había oído decir a Amy, no estaba tan segura de ello. No obstante, prefirió guardarse sus pensamientos.

En su lugar, le dijo que no tenía por qué preocuparse, que su familia estaba a salvo, al mismo tiempo que rezaba para que nunca tuviera que visitar a su marido con sus hijos en un lugar semejante.

Lil odiaba el aura deprimente de la prisión. Era como si a una la enterrasen viva. Las personas vivían dentro de la cárcel, pero también podían llevar muertos años porque lo único que hacían es existir, no vivir en el más estricto sentido de la palabra.

– Lil lo está resolviendo, así que relájate.

Patrick sonaba más seguro de lo que realmente se sentía, pero sabía que Dicky no se contentaría con eso. A Kevin lo habían apresado por casualidad y aún estaban tratando de aclarar aquel jaleo. Pat era lo suficientemente astuto como para saber que alguien se había chivado de Kevin y estaba muy interesado en saber quién era el culpable. Tenía que ser alguien cercano, puesto que él siempre mantenía sus negocios en secreto. Ni tan siquiera Dicky sabía con certeza lo grande que se había convertido su imperio. De hecho, nadie lo sabía, ya que usaba a distintas personas para cada cosa y él tenía una norma: nunca decirle a tu mano derecha lo que hace la izquierda.

Eso era, sin duda, lo mejor. Las personas sólo sabían lo que le contaban. Si no lo contabas, entonces estabas a salvo.

Por tanto, quien quiera que fuese el que había quitado de en medio a Kevin o bien conocía a fondo sus negocios o tenía un interés personal por ver fuera de las calles a Kevin Craig. De lo primero tenía sus dudas; de lo segundo, sospechas.

Kevin jamás había gozado del don de la amistad. Era como una vieja cascarrabias, siempre buscando desaires por todos lados y molestándose por cualquier insignificancia. Sin embargo, lo peor de todo es que se consideraba un cabeza de turco.

Las personas le dejaban de lo más sorprendido: si eran tan puñeteramente inteligentes, entonces ¿por qué dependían de un sueldo? ¿Por qué depender de nadie para ganarse el pan de cada día? En su momento había tenido algunas afiliaciones con Barry Caldwell, pero ¿por qué pensaba que eso le proporcionaría alguna credibilidad en las calles? Barry había sido estrangulado, ésa fue al menos la noticia que corrió ayer. Él trataría de conseguir la libertad bajo fianza para Kevin, se concentraría en tratar de reducir su sentencia y cuidaría de su familia hasta que los señores jueces considerasen oportuno que se reintegrara de nuevo en la sociedad. Era lo normal, lo que todos esperaban, nada del otro mundo. Eso significaba dos de los grandes menos a la semana, y aquello era lo prioritario. Una vez que se dijera y se hiciera lo posible, no estaba dispuesto a perder ninguna de sus ganancias. No obstante, encontraría al chivato y, como cualquier otro problema, cuanto antes resolviera ese asunto, mejor.

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