Dicky sonrió nerviosamente. El silencio siempre le hacía sentirse incómodo y Pat llenó los vasos sin musitar una palabra.
– De acuerdo, tendremos la boca cerrada, Pat. Mantendremos el asunto entre nosotros, pero de esa manera también podríamos garantizarnos un poco de seguridad en el futuro.
Pat sonrió.
El asunto había quedado zanjado.
El inspector Harry Lomond estaba borracho, totalmente borracho y su estómago estaba a punto de echar todo lo que tenía dentro.
Estaba en un cabaret del Soho, no llevaba los pantalones puestos y estaba convencido de que las paredes respiraban. Eran los efectos del LSD. Dilys Crawford, conocida en el trabajo como Sabina, estaba sentada a su lado, aburrida como una ostra.
Tenía el pelo pintado de rojo, los pechos pequeños, unos largos muslos y una boca legendaria. Tenía tres hijos, un marido cumpliendo una condena de diez años en Dartmoor y más varices que una quiosquera. A pesar de eso, los hombres todavía la reclamaban y ella, con suma frialdad y soberbia, se libraba de ellos con rapidez y eficacia. Jamás tenía sexo completo con un cliente, tan sólo se reía con ellos o les dejaba que le cogiesen las tetas. La mayoría se contentaba tan sólo con una mamada, así que se metía debajo de la mesa y se ponía a funcionar, por lo que jamás tenían que pagar por la habitación de un hotel.
Aquella noche, sin embargo, no le molestaba ni derramar el champán por el suelo, una artimaña que muchas cabareteras utilizaban para que no les emborrachasen ni les robasen. El chulo estaba tan ido que dejaba por el suelo hasta el mismo Donald Campbell [1]. Una stripper salió al escenario y suspiró aliviada. Candy realizó un número con una serpiente y un sombrero tirolés que era tan horroroso que dejó a todas las cabareteras con tiempo para fumar un cigarrillo y pensar en cuáles serían sus siguientes pasos.
El suyo sería pasar esa inmundicia a Dicky, y en lo que a ella se refería, cuanto antes, mejor. Cuando vio a Pat entrar con los hermanos Williams dio un suspiro de alivio. Le daría una mamada a un borracho con tal de que le pagara por ello, pero se resistía si se trataba de un policía. Había aportado su granito de arena por Inglaterra y ya sólo quería que le dieran su parte y coger un taxi que la llevase a casa. Harry aún sonreía cuando lo dejó tirado en el sótano del club.
Lil tranquilizó de nuevo al niño y luego se sentó en la mesa de la cocina, bostezando ruidosamente.
A pesar de lo cansada que se sentía, estaba tan encantada con cada segundo de su existencia que hasta un niño díscolo como el suyo le resultaba soportable. Mientras miraba alrededor, suspiró de satisfacción, pues su vida había cambiado tanto que le daba las gracias a Dios cada minuto que pasaba.
A pesar de que eran las tres y media de la madrugada y no tenía ni la más remota idea de dónde podía estar su marido, ni lo que pudiera estar haciendo, no se sentía inquieta. La vida que ahora llevaba era lo que ella definía como normal, y así había sido desde el primer día. Callada por naturaleza, no le preguntaba nada al respecto a Pat, ni él esperaba que lo hiciese. Era un perfecto acuerdo establecido entre los dos.
Volvería en cualquier momento, como hacía siempre, y le prepararía la comida, charlaría con él y harían el amor. Jamás se le ocurrió pensar que la vida que llevaba no era la normal entre las mujeres jóvenes, aunque ella jamás le preguntaba acerca de sus correrías como haría cualquier otra.
Lo único que sabía es que él estaba fuera currando para ella, y que gracias a su trabajo tenía todo lo que una chica puede desear, desde una lavadora hasta un juego de rulos. Jamás en la vida la habían mimado tanto, ni se había sentido tan segura. Dependía de él para todo, desde la comida que se llevaba a la boca hasta la luz que le alumbraba cuando leía. El cuidaba de ella y de su hijo, se lo daba todo y estaba más que feliz con lo que tenía. Desde que había contraído matrimonio se le salía el dinero por las orejas y lo gastaba a manos llenas. «Lo mejor de lo mejor» era el lema de Pat, y se sentía más que feliz con eso.
En ocasiones todo parecía muy frágil, incluso precario, pero lo atribuía a la forma en que había sido educada. El temor a que su vida se derrumbara jamás se había apartado de sus pensamientos, por eso se devanó para ahuyentarlo. Durante toda su vida había esperado que algo bueno le sucediese y ahora que le había llegado lo disfrutaba, pero no completamente porque siempre le acuciaba ese temor de perderlo.
Dicky se reía. Pat había golpeado a aquella inmundicia hasta que perdió el conocimiento. Si se debía al alcohol que había ingerido o a los amoratados nudillos de Pat, no se sabía. El caso es que la lección había sido impartida debidamente. Lo que empezó tomando unas copas, terminó en una paliza. Lomond estaba ahora a su servicio y él lo tendría en cuenta cuando se le pasase la borrachera.
Tirado en el frío suelo, Harry Lomond mostraba signos de tener dificultades para respirar, aunque a ninguno de los que estaba en la habitación parecía importarle lo más mínimo. En aquel club con habitaciones habían visto a tantos de la pasma pidiendo a gritos un poco de aire, que se había convertido en una cosa cotidiana.
A los mierdecillas como Lomond se les llamaba perritos falderos, y él era un ejemplo típico de los de su calaña: un chulo, un matón y, en definitiva, un cobarde. Lo curioso es que a nadie le preocupase que se hubiese apresado a un verdadero poli. Si no era bien recibida, al menos se esperaba, pero se consideraba una detención «honesta». Todo el mundo se mostraba generoso, si tal cosa sucedía, siempre y cuando se mostrasen un mutuo respeto entre ellos. Sin embargo, la captura de una inmundicia de ese tipo era otra historia, un gesto propio de los barriobajeros. Los tipos de esa clase condenaban o pagaban a todo el mundo, todo dependía de si ellos debían o necesitaban dinero. Nadie deseaba buscarse problemas, ni tener que padecer la humillación de ser enchironado por alguien por quien no sentían el más mínimo respeto y, mucho menos, por algo que no cometieron. Los policías serios, cuando te echaban el guante, al menos te concedían el respeto que merecías. Si te cogían con las manos en la masa, entonces era un poli justo, a pesar de que eso cambiaba las tornas del caso, pues ya tenías que decirle a los tuyos, y a todos los que venían después, que habías sido acusado de un delito que no has cometido, de tal manera que cualquier fechoría en la que te vieses involucrado la asumiría a partir de entonces una nueva persona. O bien alguno de los tuyos, no necesariamente un enemigo, te había delatado. En cualquiera de los casos, tanto los policías como los criminales veían tal cosa como una condena poco segura. Especialmente para la persona que la ocasionó en primer lugar.
Para que un sistema judicial funcione, tenía que ser asumido por las personas que habían jurado respetarlo. Los criminales quebrantaban las leyes, los chicos de uniforme los apresaban, así funcionaba el mundo. A nadie le gustaba, pero se aceptaba. Por supuesto, una vez que eso se desmoronaba, era otro cantar. Un juez de plástico era mucho más fastidioso que un hombre sentenciado en prisión. Si arrestaban a una persona que sabían que era inocente, entonces era razonable que pensaran que los verdaderos criminales andaban aún por las calles. También ponía en entredicho todos los casos en los que se hubieran visto involucrados: si habían incriminado a una persona, entonces ¿cuántos más estaban en esa misma situación?
Para mantener la ley, el juez debía estar al margen de cualquier reproche, algo que, por supuesto, no podía aplicarse a los hombres que estaban, no sólo juzgando, sino también enviando a prisión. Se esperaba que mintieran y engañaran, pues eso formaba parte del juego. No había nada peor que te echara un sermón en la sala alguien cuya moralidad estaba por los suelos. El jurado era responsable de asegurarse de que los policías tenían suficientes pruebas para sentenciar a un acusado; el jurado debía disponer de suficientes hechos probados que los convenciera de su culpabilidad. Precisamente, la ley estaba hecha para salvaguardar a la gente inocente cuyo único error fue estar en el lugar equivocado a la hora equivocada. La policía tenía que establecer no sólo un móvil, sino recopilar las suficientes pruebas que demostraran que esa persona que era juzgada había estado en el lugar determinado y a la hora específica.
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