Lil creía que el nacimiento de Shawn había sido el catalizador para que la suerte les cambiara por completo. Sabía que era una estupidez achacarlo a eso, pero así lo sentía. Desde que había venido al mundo, todo iba sobre ruedas, pues parecía que cada uno de ellos había encontrado una parcela de felicidad que podía considerar propia. Había sido como el amuleto de la suerte, el niño que cuidaría de ella cuando fuese mayor, tal y como le había dicho en una ocasión su amiga Janie. Al parecer todo lo malo había quedado atrás, había días incluso en que ya no se acordaba ni de Patrick, ni de Lenny. Normalmente, cuando alguno de ellos se le venía a la memoria, también lo hacía el otro. Eso emponzoñaba de alguna manera el recuerdo de su marido, pues aún le guardaba resentimiento por no haber dejado a su familia ni un solo penique. Todavía había momentos en que se sentía molesta y enfadada con él, aunque sabía que ya resultaba de lo más irracional, pues el pasado, pasado está. Había sucedido y ya nada podía hacer para cambiarlo.
Pat estaba en su oficina, como solía hacer todos los lunes por la noche. Los lunes era el día en que calculaban las deudas, cobraban los alquileres y decidían dónde iba a estar cada uno de ellos el resto de la semana. Era el día en que tenían más trabajo y Lance estaba sentado enfrente de su hermano, esperando que le soltara la monserga que sabía que le iba a echar. Era un aburrimiento. Pat, por su forma de actuar, se diría que se creía una estrella de cine.
– Lance, estoy empezando a hartarme de ti. ¿Qué te has creído? ¿Que no me entero de lo que haces?
Pat estaba tan enojado que eso era lo único que podía decirle para no darle un bofetón allí mismo.
– ¿Qué he hecho ahora, Pat? ¿Tampoco te gusta mi forma de respirar?
Pat se percató del sarcasmo y se echó en el respaldo del asiento de cuero tratando de relajarse.
– Has apaleado a un pobre trabajador. Ese hombre tiene tres hijos y tú casi le dejas minusválido. ¿Cómo se va a ganar la vida ahora? ¿Y cómo vamos a recuperar nuestro dinero? ¿A ti te parece tan importante esa cantidad como para dejar a un hombre minusválido por novecientas libras? Novecientas libras y tú vas y le pegas con una barra de hierro.
Lance se encogió de hombros, como si sostuviera el peso del mundo con ellos.
– ¿Y qué se suponía que debía hacer? Ya se había retrasado dos semanas.
– ¡Qué gilipollas eres! Sabías que había estado de vacaciones. Él siempre ha tenido cuenta con nosotros y siempre ha sido puntual en sus pagos. Eres un estúpido, un arrogante de mierda.
Pat se había levantado de la silla y Lance se estremeció. Se le veía preocupado.
– Acabas con tres puñeteros hijos y una puñetera vida sin preocuparte lo más mínimo de ello…
Pat se le estaba echando encima y el deseo de pegarle era tan fuerte que podía saborearlo.
– No te lo voy a aguantar más, Lance. Es la última oportunidad que te doy. Te lo advierto.
– Fue un accidente -dijo Lance.
Pat se apartó de su hermano, se acercó a la ventana y miró a la acera.
– ¿Un accidente? Te lo he advertido por última vez, gilipollas de mierda. ¿Cómo voy a poder confiar de nuevo en ti? Hasta Spider y Mackie creen que te has pasado de la raya esta vez. Te estás buscando muchos enemigos, y tus enemigos terminan por convertirse en los míos.
Lance se dio cuenta de que Pat hablaba en serio. Normalmente se cabreaba, pero luego se le pasaba y todo olvidado. Después de todo, su reputación como cobradores de facturas había subido como la espuma por la sencilla razón que ellos no cogían a nadie prisionero. Si el dinero no se devolvía en la fecha indicada, se le advertía a la persona implicada de que no iba por buen camino. Para eso se empleaba la fuerza bruta o se trataba de buscar una forma de intimidación.
– Te has pasado, Lance. Definitivamente, te has pasado.
Pat estaba a punto de coger una barra de hierro él mismo y empezar a pegar a Lance. Así se daría cuenta de lo agradable que es que a uno le peguen con un objeto contundente en la cabeza y en la espalda. Le daban ganas de pegarle, aunque sólo fuese para desahogar su ira. Y todo por menos de uno de los grandes. Resultaba realmente irrisorio.
Pat conocía los aspectos positivos de Lance y los utilizaba para su beneficio. Sin embargo, ese atropello que había cometido ahora sólo era un recordatorio de lo que tenía que afrontar a diario. Lance se estaba convirtiendo lentamente en un verdadero lastre y no sabía cómo podía pararle los pies sin que llegaran a reñir.
Si era sincero, empezaba a detestar la presencia de Lance, aunque reconocía que, cuando no estaban en el trabajo, era una persona muy diferente. Era como si quisiera estar demostrando algo todo el tiempo; él qué era una incógnita.
Pat miró de nuevo a Lance. Era un tipo muy raro, de eso no cabía duda. Con esos trajes tan poco favorecedores y esos zapatos de cuero repujado que utilizaba se parecía al hermano pequeño de Worzel Gummidge. Tampoco llevaba un corte de pelo adecuado y, normalmente, necesitaba un buen afeitado. Parecía tonto, pero no lo era. Eso se había convertido en otro de sus puntos fuertes, pues mucha gente lo consideraba un retardado y, sin embargo, cuando quería era más astuto que un zorro. Vivía como un monje y apenas iba a los bares o los clubes, salvo para arreglar cuentas con alguien. Era un bicho raro y Pat se dio cuenta de que tenía que hacer algo al respecto. Aparte de Kathleen y el pequeño Shamus, no parecía sentir el más mínimo aprecio por nadie y eso empezaba a ser preocupante.
– ¡Lárgate, Lance! Por favor, quítate de mi vista.
Lance permanecía allí sentado, con su pesado cuerpo hundido en la silla y esa sonrisa sarcástica en la cara, como siempre.
Lance sabía que, en esta ocasión, se había pasado de la raya. Pat se estaba distanciando de él. Cada vez pasaban juntos menos tiempo y eso le llegaba al corazón. Lance quería ser, además de su hermano, su mejor amigo, pero parecía imposible. Pat parecía contento de entablar amistad con cualquiera, pero él no podía actuar de esa forma por mucho que lo intentase; y que conste que lo había intentado.
Lance percibía que la gente se sentía incómoda en su presencia, que, por alguna razón, era incapaz de llevarse bien con nadie. Sabía que tenía una apariencia extraña que incomodaba a las personas, aunque no se lo propusiera, al menos al principio. También admitía que utilizaba su personalidad en su propio beneficio, pues verlo a las cinco de la mañana en la puerta de tu casa con esa sonrisa y un instrumento punzante era razón sobrada para que le pagasen sin la más mínima demora. De hecho, había otros que requerían a veces de sus servicios, especialmente deudas muy difíciles de cobrar, y le pagaban bien por ello. No había duda de que, como cobrador de deudas, era el que mejor reputación tenía en el Smoke. Además, se había ganado la admiración de todos porque trabajaba siempre solo. Pat llevaba sin acompañarle bastante tiempo y rara vez utilizaba los servicios de alguien que no fuesen los suyos. Disponía de otros para las pequeñas deudas, pero las grandes siempre se las reservaba para él.
No estaba seguro de por qué se había ido tanto de la manga en esta ocasión, ya que, incluso en ese momento, se dio cuenta de que se había pasado de la raya. La diferencia es que él no se preocupó. El hombre, además, no le caía nada bien, pues era uno de esos guapetones que siempre llevan el traje recién planchado y les gusta apostar. Era un parásito, un mierda, y no podía entender que Pat estuviese tan cabreado porque él lo hubiera metido en vereda. Pero lo estaba y ahora no le quedaba más remedio que demostrar que lamentaba la situación.
– Escúchame Pat, el muy gilipollas se me puso gallito…
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