– ¿El certificado de defunción?
– Tampoco hay certificado de defunción. En Sarzac no.
El rostro de Karim se animó. Dio media vuelta y caminó dos pasos.
– Hay un problema con esa sepultura, con ese niño. Estoy seguro. Y este problema está relacionado con el robo de la escuela primaria.
– Karim, tienes demasiada imaginación. Existen mil maneras de explicar este misterio. El pequeño Jude pudo morir en un accidente de coche. Quizá fue hospitalizado en una ciudad próxima y enterrado aquí porque era la solución más práctica. Quizá su madre aún vive aquí, pero no tiene el mismo nombre. Quizás…
– He hablado con el guarda del cementerio. El panteón está perfectamente cuidado pero no ha visto nunca a nadie que vaya a visitarlo.
Crozier no respondió. Abrió un cajón de hierro y sacó una botella de alcohol que despedía reflejos dorados. De un solo gesto, se sirvió un vasito, no más alto que un pulgar.
– Si no encontramos a esa familia -continuó Karim-, ¿podemos conseguir autorización para entrar en el panteón?
– No.
– Entonces, permítame buscar a sus padres.
– ¿Y el coche blanco? ¿La búsqueda de indicios en torno al cementerio?
– Pronto llegarán refuerzos. La gente del SRPJ lo hará muy bien. Deme unas horas, comisario. Para llevar a cabo esta parte de la investigación. A solas.
Crozier alzó el vaso delante de Karim.
– ¿Quieres uno?
Karim negó con la cabeza. Crozier apuró el vaso y se relamió.
– Tienes hasta las seis de la tarde, incluyendo la redacción del informe.
El joven magrebí salió, muy ofendido.
Karim telefoneó de nuevo a la directora de la escuela Jean-Jaurès, para saber si había averiguado algo sobre Jude Itero en la delegación. La mujer había realizado la gestión pero sin ningún resultado: ni una mención, ni una ficha. Ni la sombra de una presencia en los archivos de todo el departamento.
– Quizá sea una pista falsa -aventuró-. El niño que busca tal vez no ha vivido nunca en nuestra región.
Karim colgó y consultó el reloj. Las dos. Se dio dos horas para visitar los archivos de las otras escuelas y verificar la composición de las clases que correspondían a la edad del niño.
En menos de una hora y quince minutos terminó el recorrido de los grupos escolares sin haber encontrado la pista de Jude Itero. Volvió otra vez a la escuela Jean-Jaurès. Mientras hojeaba todos estos archivos había tenido una idea. La mujer de ojos grandes le recibió con inquietud.
– He seguido trabajando para usted, teniente.
– La escucho.
– He buscado los nombres y señas de los maestros que ejercían aquí en la época que le interesa.
– ¿Y bien?
– Nos persigue la mala suerte. La antigua directora se ha jubilado.
– El pequeño Jude tenía nueve y diez años en los cursos del 81 y 82. ¿Podemos encontrar a las maestras de esas clases?
La mujer consultó sus notas.
– En efecto. Con tanta mayor facilidad cuanto que el CM1 del 81 y el CM2 del 82 fueron tutelados por la misma maestra. Es muy frecuente que una profesora «salte» durante algunos años de una clase a otra…
– ¿Dónde está ahora?
– Lo ignoro. Dejó la escuela al término del año escolar 81-82.
Karim gruñó. La directora le respondió adoptando una expresión grave.
– Yo también he reflexionado. Hay una cosa que no hemos tenido en cuenta.
– ¿Qué?
– Las fotografías escolares. Guardamos un ejemplar de cada foto, ¿sabe usted? Para todas las clases.
El teniente se mordió el labio: ¿cómo no lo había pensado? La directora continuó:
– He ido a consultar nuestros archivos fotográficos. Los negativos del CM1 y del CM2 que le interesan también han sido robados. Es increíble…
La revelación se diluyó en la conciencia del policía como una capa de luz. Pensó en el cuadro oval clavado en la estela del panteón. Comprendió que habían «borrado» al muchachito, quitando su nombre, robando su cara. La mujer intervino:
– ¿Por qué sonríe?
Karim replicó:
– Discúlpeme. Estaba esperando esto hace demasiado tiempo. Tengo un caso, ¿comprende? -El teniente hizo una pausa y se concentró-. A mí también se me ha ocurrido una idea. ¿Guardan los cuadernos de texto de los años precedentes?
– ¿Los cuadernos de texto?
– En mi época, cada clase poseía una especie de registro cotidiano en el que se consignaban a la vez los ausentes y los deberes para el día siguiente…
– Aquí hacemos lo mismo.
– ¿Los guardan?
– Sí. Pero estos cuadernos no contienen las listas de los alumnos.
– Ya lo sé, sólo el nombre de los ausentes.
El rostro de la mujer se iluminó. Sus ojos brillaron como espejos.
– ¿Y usted espera que el pequeño Jude haya estado ausente algún día?
– Espero sobre todo que los intrusos no hayan tenido la misma idea que yo.
La directora abrió de nuevo la vitrina que contenía los archivos. Karim pasó el dedo por los lomos verde oscuro y sacó los cuadernos correspondientes a los años cruciales. Fue una decepción: el nombre de Jude Itero no apareció ni una sola vez.
Decididamente, seguía una pista falsa: pese a su convicción, nada indicaba que el niño hubiera estudiado aquí. No obstante, Karim pasó y repasó las páginas, en busca de un detalle que le confirmara que iba por el buen camino, a pesar de todo.
El signo le saltó a la cara a través de la escritura redonda e infantil que había numerado las páginas del cuaderno, a la derecha de la parte superior. Faltaban páginas. El poli abrió del todo el cuaderno y descubrió junto a los hilos de la encuadernación una significativa pelusa de papel. Habían arrancado las páginas del 8 al 15 de junio de 1982 del álbum del CM2. Estas fechas parecían tenazas que apretasen un jirón de la nada. Karim tuvo la impresión de que «veía» el nombre del pequeño, escrito con la misma caligrafía redonda, en esas páginas arrancadas…
El teniente murmuró a la mujer:
– Encuéntreme una guía telefónica.
Unos minutos más tarde, Karim llamaba a todos los médicos de Sarzac, con esta certidumbre latiéndole en la sangre: Jude Itero se había ausentado del 8 al 15 de junio de 1982. Seguramente enfermo.
Interrogó a cada doctor, les pidió que consultaran su fichero, deletreando, cada vez, el nombre del niño. Ninguno de ellos recordaba ese nombre. El poli renegó. Probó en los municipios vecinos: Cailhac, Thiermons, Valúe. Fue en Cambuse, una ciudad situada a treinta kilómetros de allí, donde un médico respondió en tono neutro:
– Jude Itero. Sí, claro. Me acuerdo muy bien.
Karim no daba crédito a sus oídos.
– Catorce años después, ¿le recuerda bien?
– Pase por mi consulta. Se lo explicaré.
El doctor Stéphane Macé era una versión actualizada y elegante del médico de pueblo. De facciones anchas y largas manos pálidas, vestía un traje caro: era un ejemplo perfecto de médico alerta y comprensivo, burgués y refinado. De entrada, Karim detestó a ese matasanos de maneras afables. A veces le asustaban estos bloques de furor que se desprendían de él como icebergs en un mar de Bering personal.
Se sentó en un lado del sillón sin quitarse la cazadora de cuero. Una mesa de madera barnizada se extendía entre ellos. Objetos artísticos, vagamente preciosos, un ordenador, un vademécum… La consulta del médico era sobria, estricta, de calidad.
– Cuénteme, doctor -ordenó Karim sin preámbulos.
– Tal vez usted podría decirme dónde se encuadra su investigación…
– No. -Karim atenuó su brutalidad con una sonrisa-. Lo lamento. Pero no.
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