Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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El médico golpeteó con los dedos el reborde de su mesa y después se levantó. Era evidente que ese árabe de casquete colorado le sorprendía. Por teléfono no lo había imaginado así.

– Fue en junio del 82. Una llamada como otra cualquiera. Para un niño… una fiebre alta. Era mi primera ronda. Tenía veintiocho años.

– ¿Por eso recuerda tan bien esa visita?

El médico sonrió. Una sonrisa grande como una hamaca que acabó de exasperar a Karim.

– No. Ya verá… Había recibido la llamada desde una centralita telefónica y anotado las señas sin saber adónde iba. De hecho se trataba de una casa pequeña, perdida en una llanura pedregosa, a quince kilómetros de aquí… Tengo la dirección… Ya se la daré.

El teniente asintió en silencio.

– En suma -prosiguió el médico-, descubrí una choza de piedra completamente aislada. El calor era terrible, los insectos chirriaban en los arbustos áridos… Cuando la mujer me abrió, noté enseguida una impresión curiosa. Como si la mujer no estuviera en su lugar en este decorado de campesinos…

– ¿Porqué?

– Lo ignoro. Un piano brillaba en la habitación principal y

– ¿Es que los campesinos no pueden amar la música?

– No he dicho eso…

El médico se interrumpió.

– Se diría que no le resulto muy simpático…

Karim levantó la mirada.

– ¿Qué importancia tiene?

El médico asintió con aire de entendido, afable como antes. La sonrisa no abandonó sus labios, pero ahora sus ojos expresaban temor. Acababa de fijarse en la culata cuadriculada de la Glock 21, embutida en la funda de velero. Y tal vez restos de sangre seca en la manga de cuero de Karim. Volvió a pasear arriba y abajo, cada vez más incómodo.

– Entré en el dormitorio del niño y las cosas empezaron a ser francamente extrañas.

– ¿Por qué?

El médico se encogió de hombros.

– El dormitorio estaba vacío. Ni un juguete, ni un dibujo, nada.

– ¿Cómo era el pequeño? ¿Qué cara tenía?

– No lo sé.

– ¿No lo sabe?

– No. Esto era lo más extraño. La mujer me había acogido en la oscuridad. Todos los postigos estaban cerrados. No había ni un solo rastro de luz en toda la casa. Al entrar, pensé que la mujer buscaba simplemente la sombra, la frescura, pero unas sábanas recubrían también todos los muebles. Era… muy misterioso.

– ¿Qué le dijo ella?

– Que su hijo estaba enfermo. Que la luz le hería los ojos.

– ¿Y pudo usted auscultarle… normalmente?

– Sí. En la penumbra.

– ¿Qué tenía?

– Unas simples anginas. Por otra parte, recuerdo…

El médico se inclinó y se llevó el índice a los labios, un gesto seco, doctoral, acompasado, concebido sin duda para impresionar a la clientela. Pero a Karim no le impresionó.

– En aquel instante preciso lo comprendí… Cuando saqué el lápiz-linterna para iluminar la garganta del pequeño, la mujer me agarró la muñeca… El gesto fue muy violento… No quería que viera la cara de su hijo.

Karim reflexionó. Le temblaba una pierna. Volvió a pensar en el cuadro vacío, clavado sobre la tumba. En el robo de las fotos.

– Al hablar de violencia, ¿qué quiere decir?

– Debería más bien hablar de fuerza. La mujer tenía una fuerza… anormal. Hay que añadir que debía medir más de un metro ochenta. Una verdadera giganta.

– ¿Le vio la cara?

– No. Le repito que todo sucedió en una semioscuridad.

– ¿Y después?

– Escribí la receta y me fui.

– ¿Cómo se comportaba la mujer? Con su hijo, quiero decir.

– Parecía a la vez muy atenta y distante. Cuanto más lo pienso… nada cuadraba en esa visita…

– ¿No los volvió a ver nunca más?

El médico seguía paseando por la habitación. Lanzó una ojeada grave a Karim. Toda la jovialidad había desaparecido de su rostro. El policía comprendió de repente por qué Macé se acordaba tan bien de esa visita. Dos meses más tarde, el pequeño Jude había muerto. Y el médico debía saberlo.

– Hubo vacaciones -continuó- y… al final… volví a la casa a principios de septiembre. La familia ya no estaba allí. Me enteré de su marcha por un vecino.

– ¿Marcha? ¿Nadie le dijo que el niño había muerto?

El médico negó con la cabeza.

– No. Los vecinos no sabían nada. Lo supe más tarde, por casualidad.

– ¿Cómo?

– En el cementerio de Sarzac, al asistir a unas exequias.

– ¿Otro de sus pacientes?

– Se está poniendo desagradable, inspector, yo…

Karim se levantó. El médico retrocedió un paso.

– Desde aquella época -dijo el poli-, se pregunta si aquel día no se le escaparon los signos de una afección, de una enfermedad más grave. Desde entonces vive con este remordimiento latente. Debe de haber llevado su propia investigación. ¿Sabe cómo murió el chico?

El médico deslizó un índice dentro del cuello de su camisa y lo abrió. El sudor perlaba sus sienes.

– No. Es cierto, yo… yo realicé una investigación, pero no encontré nada. Me puse en contacto con colegas, hospitales… Nada. Esta historia me obsesionaba, ¿comprende?

Karim dio media vuelta.

– Y aún le obsesiona.

– ¿Qué?

El médico estaba blanco como una venda.

– Lo sabrá muy pronto -replicó Karim.

– Por Dios, pero ¿qué le he hecho yo?

– Nada. Pero he pasado mi juventud robando coches de los individuos de su clase…

– Pero, ¿de dónde sale usted? ¿Quién es? Ni siquiera me ha enseñado documentos oficiales, yo…

Karim esbozó una sonrisa.

– Tranquilícese, estaba bromeando.

Se deslizó hacia el pasillo. La sala de espera estaba llena a rebosar. El médico le alcanzó.

– Espere -jadeó-. ¿Hay un elemento que conozca y que yo ignoro? Quiero decir, sobre la causa de la muerte…

– Por desgracia, no.

El poli giró la manilla. El médico aplastó la mano contra la puerta. Su traje temblaba como un velamen.

– ¿Qué sucede? ¿Por qué esta investigación, tanto tiempo después?

– Esta noche han visitado el panteón del chiquillo. Y han robado en su escuela.

– ¿Quién… quién lo ha hecho, en su opinión?

El teniente declaró:

– No lo sé. Pero hay algo seguro: los delitos de esta noche son los árboles que esconden el bosque.

20

Circuló mucho rato por carreteras absolutamente desiertas. En esta región, las nacionales se parecían a las regionales, y las regionales a caminos vecinales. Bajo el cielo azul y lanudo se extendían campos sin cultivos ni ganado. A veces, picos rocosos se levantaban en el paisaje y miraban de arriba abajo pequeños valles plateados, tan acogedores como trampas para lobos. Atravesar este departamento significaba retroceder en el tiempo. Un tiempo en que la agricultura aún no existía.

Karim había salido en principio a visitar la pequeña casa de la familia de Jude, de la cual Macé le había facilitado las señas. La choza ya no existía. En su lugar, un montón de ruinas y rocas sobresalía un poco en un lecho de hierbas grises. El poli podría haberse dirigido entonces al catastro para buscar el nombre del propietario, pero había preferido ir hasta Cahors, con la intención de interrogar a Jean-Pierre Cau, el fotógrafo titular de la escuela Jean-Jaurès, el que había hecho las fotos escolares desaparecidas.

Esperaba examinar en casa de Cau los negativos de las fotos de clase que le interesaban. Entre las caras anónimas estaría por fuerza la del niño, y Karim sentía ahora una necesidad acuciante de ver esa cara, aunque no hubiese ninguna razón para que la reconociera. Esperaba en secreto captar un estremecimiento, un signo, por leve que fuera, en el instante de descubrir los clisés.

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