Alrededor de las tres de la tarde aparcó el coche a la entrada del barrio peatonal de Cahors. Soportales de piedra, balcones de hierro forjado y gárgolas. Toda la belleza altiva de un núcleo histórico, algo para asquear a Karim, el niño de los suburbios.
Caminó a lo largo de los muros y encontró al fin la tienducha de Jean-Pierre Cau, especialista en bodas y bautizos.
El fotógrafo estaba en el primer piso, en su estudio. Karim subió un tramo de escalera. La habitación estaba vacía y sumida en la penumbra. El policía sólo pudo entrever grandes cuadros colgados en la pared donde sonreían parejas endomingadas. La felicidad reglamentaria en papel brillante.
Karim lamentó enseguida la oleada de desprecio que le invadía. ¿Quién era él para juzgar a esa gente? ¿Qué podía ofrecer él al lugar, el poli exiliado que nunca había sabido leer bajo las pestañas de las muchachas y había transformado todo el amor que llevaba dentro en un núcleo fosilizado, al abrigo de las miradas y de cualquier calor? Para él, los sentimientos implicaban una humildad, una vulnerabilidad que siempre había rechazado, como un lagarto orgulloso. Pero, sobre el terreno, siempre había pecado de una altivez excesiva, y ahora, en su caracola de soledad, se resecaba a ojos vistas.
– ¿Va a casarse?
Karim se volvió hacia la voz.
Jean-Pierre Cau era gris y estaba picado de viruelas como una piedra pómez. Llevaba largas patillas desgreñadas que parecían agitarse de impaciencia, en contraste con sus ojos velados y fatigados. El hombre encendió la luz.
– No, no va a casarse -agregó, mirando con desprecio a Karim.
La voz era gutural, como la de un fumador empedernido. Cau se acercó. Detrás de las gafas, bajo los párpados marchitos, la mirada oscilaba entre el cansancio y la desconfianza. Karim sonrió. No tenía orden ni ninguna autoridad en este municipio. Debía ser amable.
– Me llamo Karim Abdouf -declaró-. Soy teniente de policía. Necesito algunas informaciones para una investigación…
– ¿Es usted de Cahors? -preguntó el fotógrafo, más intrigado que inquieto.
– De Sarzac.
– ¿Tiene un carné o algo parecido?
Karim metió la mano bajo su chaqueta y le alargó el carné oficial. El fotógrafo lo observó durante varios segundos. El magrebí suspiró. Sabía que el hombre no había visto nunca tan de cerca un carné de policía pero esto no le impidió jugar a los detectives. Cau se lo devolvió con una sonrisa forzada. Unos pliegues le cruzaban la frente.
– ¿Qué quiere de mí?
– Busco unas fotos de clase.
– ¿De qué escuela?
– Jean-Jaurès, de Sarzac. Busco los retratos de las clases de CM1 de 1981 y de CM2 de 1982, así como las listas de los nombres de los alumnos, si figuran, por casualidad, junto con las fotos. ¿Guarda usted este tipo de documentos?
El hombre sonrió de nuevo.
– Lo guardo todo.
– ¿Puedo echar una ojeada? -preguntó el policía en el tono más dulce que pudo sacar del fondo de su garganta.
Cau señaló la habitación contigua: un rayo de luz se recortó en la penumbra.
– Ningún problema. Sígame.
La segunda sala era aún más vasta que el estudio. Un aparato negro y alambicado, un lío de ópticas y estructuras graduables, estaba fijo sobre un largo mostrador. En las paredes se extendían grandes clisés de bautizos. Todo en blanco. Sonrisas, recién nacidos.
Karim siguió al fotógrafo hasta los archivadores. El hombre se inclinó para leer las etiquetas de encima de los tiradores metálicos, y después abrió un pesado cajón. Cotejó unos fajos de sobres hechos con resistente papel de embalaje.
– Jean-Jaurès. Aquí están.
Cau sacó un sobre que contenía varias carpetas de clisés, semitransparentes. Les pasó revista y volvió a hojearlos. Los pliegues de su frente se multiplicaron.
– ¿Ha dicho CM1 del 81 y CM2 del 82?
– Exacto.
Los párpados fatigados se levantaron de nuevo.
– Es extraño… No están.
Karim se estremeció. ¿Podía ser que los ladrones hubieran tenido la misma idea que él?
– Al llegar esta mañana… ¿no ha notado nada?
– ¿Qué quiere decir?
– Algo como un robo con escalo.
Cau se echó a reír indicando los sensores infrarrojos de las cuatro esquinas del estudio.
– Quienes penetren aquí, lo tienen crudo, créame. He invertido en seguridad…
Karim esbozó una ligera sonrisa y declaró:
– Comprobémoslo, de todos modos. Conozco a unos cuantos individuos para quienes su sistema no sería más molesto que un felpudo. Conserva los negativos, ¿no?
Cau cambió de expresión.
– ¿Mis negativos? ¿Por qué?
– Quizás ha conservado los que me interesan…
– No. Lo siento, es confidencial…
El poli observaba una vena que latía en la garganta del fotógrafo. Era el momento de cambiar de tono.
– Tus negativos, abuelo. O me pondré nervioso.
El hombre clavó la mirada en la de Karim, vaciló y después asintió, y caminó hacia atrás. Llegaron a otro mueble de hierro, cerrado esta vez por una cerradura de muelle. Cau lo abrió y luego tiró de uno de los cajones. Le temblaban las manos. El teniente apoyó un codo y se quedó frente al fotógrafo. A medida que pasaban los minutos, sentía crecer cada vez más en este hombre una inquietud y una angustia inexplicables. Como si Cau, mientras buscaba, se fuese acordando de un hecho en particular, de un detalle que ahora le envenenaba el ánimo.
El fotógrafo metió de nuevo la mano entre los sobres. Pasaron unos segundos. Por fin levantó la vista. Los tics le contraían el rostro.
– Yo… No, de verdad. Ya no los tengo.
Karim tiró violentamente del cajón hacía él. El fotógrafo gritó, con las dos manos aprisionadas en la trampa de chatarra. Otro día ya sería amable. Agarró al hombre por la garganta y lo levantó del suelo. Su voz conservaba la calma:
– Sé razonable, Cau. ¿Han entrado para robarte o no?
– N… No… Lo juro…
– Entonces, ¿qué has hecho con esas jodidas imágenes?
Cau balbució:
– Las… las vendí…
Lleno de estupor, Karim le soltó. El hombre gemía, frotándose las muñecas. El poli murmuró guturalmente:
– ¿Vendidas? Pero… ¿cuándo?
El hombre contestó:
– Dios mío… Es una vieja historia. Tengo derecho a hacer lo que quiera con mis…
– ¿Cuándo las vendiste?
– Ya no me acuerdo… Hace unos quince años…
La mente de Karim iba de estupor en estupor. Empujó más al fotógrafo contra el mueble. Carpetas de papel transparente volaron a su alrededor.
– Empieza por el principio, abuelo. Porque todo esto no está demasiado claro.
Cau gesticuló:
– Fue un atardecer de verano… Vino una mujer… Quería las fotos… Las mismas que usted… Ahora me acuerdo…
Estos nuevos datos trastornaron totalmente las convicciones de Karim. Desde 1982, «alguien» buscaba las fotografías del pequeño Jude.
– ¿Te habló de Jude? ¿Jude Itero? ¿Te dio este nombre?
– No. Sólo me cogió las fotos y los negativos.
– ¿Te entregó dinero?
El hombre asintió.
– ¿Cuánto?
– Veinte mil francos… Una fortuna para la época… por unos negativos de niños…
– ¿Por qué quería esas fotos?
– No lo sé. No discutí.
– Debiste mirarlas… ¿Había en ellas un niño con algo particular en la cara? ¿Algo que hubiesen querido ocultar?
– No. No vi nada… No lo sé… No lo recuerdo.
– ¿Y la mujer? ¿Cómo era? ¿Era una mujer alta y bien plantada? ¿Era su madre?
De pronto el viejo se inmovilizó y después prorrumpió en una carcajada. Una gran carcajada grave que rascó las miasmas del fondo. Hizo rechinar los dientes:
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