Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– Ese tipo era un asesino -replicó.

– Diablos, ¿y tú te consideras otra cosa?

El poli no respondió. Se pasó el teléfono, brillante de sudor a la mano izquierda. Rheims continuó:

– ¿Cómo progresa tu investigación?

– Lentamente. No hay indicios. No hay testigos. Esto resulta mucho más complicado de lo previsto.

– ¡Ya te lo dije! Cuando los medios de comunicación sepan que estás en Guernon, se te echarán encima como la sarna sobre un perro calvo. ¡Qué idea mandarte ahí!

Rheims colgó bruscamente. Niémans se quedó varios minutos con los ojos fijos y la boca seca. Volvió a ver, en flashes cegadores, la violencia de la noche anterior. Sus nervios cedieron. Había golpeado al asesino en un exceso de rabia que lo había invadido y anulado toda voluntad que no fuera la de destruir lo que tenía entre las manos en esos segundos.

Pierre Niémans había vivido siempre en un mundo de violencia, un universo de depravación, en las fronteras crueles y salvajes, y no temía la inminencia del peligro. Por el contrario, siempre lo había buscado, adulado, para afrontarlo mejor, controlarlo mejor. Pero ahora ya no era capaz de asegurar ese control. La violencia había acabado por dominarlo, investirlo en profundidad. Ya era sólo debilidad, crepúsculo. Y no había vencido a sus propios miedos. Los perros seguían ladrando en alguna parte, en un rincón de su cabeza.

De pronto, tuvo un sobresalto: su móvil volvía a sonar. Era Marc Costes, el médico forense, con una voz triunfante.

– Hay novedades, comisario. Tenemos un indicio. Sólido. Es en relación al agua bajo los párpados. Acabo de recibir los resultados de los análisis.

– ¿Y bien?

– No es agua del río. Es increíble pero es así. Trabajo en ello con un químico de la policía científica de Grenoble, Patrick Astier. Un crack. Según él, los restos de contaminación en el agua de las órbitas no son las mismas que las del torrente. En absoluto.

– Sé más preciso.

– El agua de las cavidades oculares contiene H 2SO 4y HNO 3, es decir ácido sulfúrico y ácido nítrico. El pH es de 3, es decir, una acidez muy elevada. Casi vinagre. Una cifra semejante constituye una información preciosa.

– No entiendo nada. ¿Qué significa esto?

– No quiero hablarle con tecnicismos, pero el ácido sulfúrico y el ácido nítrico son derivados del SO 2, dióxido de azufre, y del NO 2, dióxido de nitrógeno. Según Astier, un solo tipo de industria produce una mezcla semejante de dióxidos: las centrales térmicas que queman lignito. Centrales de un tipo muy antiguo. La conclusión de Astier es que la víctima murió o fue transportada cerca de un lugar de esa índole. Encuentre una central de lignito en la región y habrá descubierto el lugar del crimen.

Niémans miraba fijamente el cielo, cuyas escamas oscuras brillaban bajo el sol persistente, como un inmenso salmón de plata. Por fin tenía tal vez una pista. Ordenó:

– Envíame un fax con la composición de esa agua.

El comisario abría la puerta de la oficina cuando apareció Éric Joisneau.

– Le he buscado por todas partes. Tengo una información que puede ser importante.

¿Era posible que la investigación empezara a encarrilarse? Los dos policías retrocedieron y Niémans volvió a cerrar la puerta. Joisneau hojeaba nerviosamente su libreta.

– He descubierto que cerca de Sept-Laux hay un instituto para jóvenes ciegos. Al parecer muchos de sus pensionistas proceden de Guernon. Esos niños sufren problemas diversos. Cataratas. Retinitis pigmentarias. Ceguera daltoniana. El número de estas afecciones está en Guernon muy por encima de la media.

– Continúa. ¿Cuál es el origen de estos problemas?

Joisneau juntó las dos manos y las ahuecó.

– El valle. El aislamiento del valle. El matasanos me ha explicado que son enfermedades genéticas. Se transmiten de generación en generación a causa de cierta consanguinidad. Parece ser que sucede a menudo en los lugares aislados. Una especie de contaminación, pero por vía genética.

El teniente arrancó una página de su bloc.

– Tenga, son las señas del instituto. Su director, el doctor Champelaz, ha estudiado con precisión este fenómeno. He pensado que…

Niémans apuntó a Joisneau con el índice.

– Eres tú quien irá.

El rostro del joven policía se iluminó.

– ¿Confía en mí?

– Confío en ti. Ponte en marcha.

Joisneau dio media vuelta pero cambió de opinión y frunció el ceño.

– Comisario… discúlpeme, pero… ¿por qué no va usted mismo a interrogar a ese director? Podría ser una pista interesante. ¿Ha encontrado algo mejor por su lado? ¿Cree que mis preguntas serán mejores porque soy de la región? No lo entiendo.

Niémans se apoyó en el marco de la puerta.

– Es verdad, sigo otra pista. Pero te daré además una pequeña lección complementaria, Joisneau. A veces hay motivaciones exteriores a la investigación.

– ¿Qué motivaciones?

– Motivaciones personales. No iré a ese instituto porque sufro una fobia.

– ¿A qué? ¿A los ciegos?

– No. A los perros.

Las facciones del teniente expresaron incredulidad.

– No lo comprendo.

– Reflexiona. Quien dice ciegos, dice perros. -Niémans imitó la silueta encorvada de un ciego, guiado por un can imaginario-. Perros para invidentes, ¿entiendes? De modo que no pienso poner los pies allí.

El comisario plantó sin más al teniente estupefacto.

Llamó a la puerta de la oficina del capitán Barnes y la abrió en el acto. El coloso ordenaba montones diferentes de faxes: respuestas de hoteles, de restaurantes, de garajes, que aún seguían cayendo. Parecía un tendero distribuyendo sus existencias.

– Oh, comisario. -Barnes arqueó una ceja-. Tome. Acabo de recibir…

– Ya lo sé.

Niémans cogió el fax de Costes y lo hojeó brevemente. Era una lista de cifras y nombres complejos, la composición química del agua de las órbitas.

– Capitán -preguntó el policía-, ¿conoce una central térmica en la región? Una central que queme lignito.

Barnes esbozó una mueca de incertidumbre.

– No, no me dice nada. Quizá más al oeste. Las zonas industriales se multiplican en dirección a Grenoble…

– ¿Dónde podría informarme?

– Está la Federación de Actividades Industriales de Isère -contestó Barnes-, pero… aguarde. Hay algo mucho mejor. Esa central que busca debe de contaminar al máximo, ¿no?

Niémans sonrió y levantó el fax constelado de cifras.

– Acidez en cantidad.

Barnes ya tomaba notas.

– Entonces vaya a hablar con este tipo. Alain Derteaux. Un horticultor que posee invernaderos tropicales a la salida de Guernon. Es nuestro especialista en contaminaciones. Un ecologista militante. No hay en la región un gas o una emanación cuyo origen, composición y consecuencias para el medio ambiente le sean desconocidos.

Niémans ya se iba cuando el gendarme le llamó. Levantó las dos manos, con las palmas tendidas hacia el comisario. Manazas enormes, de hombre del saco.

– De hecho, me he informado sobre el problema de las huellas… Ya sabe, las manos de Caillois. Fue un accidente ocurrido cuando era un niño. Ayudaba a su padre a apañar el pequeño velero familiar, en el lago de Annecy. Se quemó las dos manos con una cubeta de detergente muy corrosivo. Me he puesto en contacto con capitanía y se acordaban del accidente. Urgencias, hospital y todo el jaleo… Se puede verificar pero, en mi opinión, no hay nada más que averiguar al respecto.

Niémans dio media vuelta y le estrechó la mano.

– Gracias, capitán. -Señaló los faxes-. ¡Ánimo!

– Ánimo a usted -replicó Barnes-. Ese ecologista, Derteaux, es un puñetero.

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