Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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– ¿Cuál? -pregunta Guikas.

– No era un cheque normal sino un cheque bancario.

– Lo mismo en nuestro caso -apostilla Sfyróeras.

Lykurópulos abre su cartera, saca un cheque y lo deja encima de la mesa, delante de Guikas.

– Será idéntico al que recibimos nosotros.

Es un cheque bancario normal y corriente, emitido por un banco británico. No tiene nada de particular.

– ¿Los cobraron sin problemas? -pregunto.

– Nosotros, enseguida -contesta Perancitis.

– Nosotros lo ingresamos y está pendiente de cobro, pero no habrá problemas -responde Sfyróeras tranquilamente-. El New Commonwealth Bank es un gran banco.

A este paso, me digo, acabaré por convertirme en un experto en el sistema bancario internacional.

Guikas descuelga el teléfono y le pide a Lazaridis, de Delitos Fiscales, que suba a su despacho.

– Conservamos el sobre de correos -añade Perancitis-, como siempre, porque tiene la dirección del remitente, por si hay algún problema o un retraso en la publicación del anuncio.

Saca de la cartera el sobre y el texto del anuncio. Los datos del remitente, al igual que el texto del anuncio, se imprimieron en una impresora doméstica. El anuncio está escrito sobre un Din-A4 con letras mayúsculas, exactamente igual que en los carteles. En el sobre aparece la dirección del periódico así como el nombre y la dirección del remitente.

– Hay que comprobar esos datos -dice Guikas.

– De acuerdo, pero estoy casi seguro de que son falsos.

Guikas se vuelve hacia los tres.

– Contéstenme a una pregunta: ¿cómo han podido publicar ustedes un anuncio anónimo, recibido por correo y potencialmente muy perjudicial para los bancos?

Perancitis se encoge de hombros.

– Es un anuncio pagado, no refleja la opinión del periódico. Sólo nos negamos a publicar los anuncios de contenido ofensivo o que incitan a actos delictivos.

¿Y este anuncio no incita a actos delictivos?

– Pues no. Cualquiera puede decir «no paguéis a los bancos», pero el resultado depende de la decisión de cada uno. Si alguien se niega a pagar, los bancos disponen de medios legales para reclamar su dinero.

– ¿Ha oído hablar de Richard Severin Fuld, señor Guikas? -pregunta Perancitis.

– Nunca.

– Era el presidente de Lehman Brothers cuando el banco quebró. Fuld declaró ante el comité del Senado norteamericano que si un orangután hubiera solicitado un préstamo, el banco se lo habría concedido. Y yo puedo asegurarle que, si un orangután nos enviara un anuncio, se lo publicaríamos, porque no hay periódico sin problemas de financiación y que no esté buscando fondos como sea. Si las cadenas de televisión han perdido doscientos millones de euros en publicidad, imagínese la situación en que se halla la prensa.

– En cualquier caso, nosotros no hemos publicado el anuncio -declara Lykurópulos.

Perancitis le lanza una mirada irónica.

– Claro que no, Stazis. Formáis parte de un grupo que dispone de su propio banco. Nosotros no tenemos socios banqueros y, por lo tanto, no tenemos acceso a préstamos sin garantías, como vosotros.

La entrada de Lazaridis interrumpe la conversación. Guikas le muestra el cheque bancario y le pide su parecer. Tras echarle un vistazo, Lazaridis se encoge de hombros.

– Un cheque bancario normal y corriente, como los que emiten todos los bancos del mundo.

– ¿Crees que podemos localizar al titular?

– Imposible.

– ¿Por qué?

– Porque cualquiera puede solicitar un cheque como éste si abona el importe en efectivo. Aun suponiendo que el banco se quedara con los datos del cliente, hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sean falsos. El importe, al no ser muy alto, no está sujeto a la supervisión de las agencias contra el blanqueo de dinero.

La investigación ha llegado a un punto muerto, igual que la reunión. Los directores se dan cuenta y se levantan por iniciativa propia.

– Si reciben otro anuncio, les agradecería que nos informaran antes de publicarlo -dice Guikas.

Los tres se lo prometen y se retiran. Lazaridis, cuya presencia ya no es necesaria, les imita.

– Te escucho -dice Guikas cuando nos quedamos solos.

– Alguien, tal vez un grupo, se ha propuesto desprestigiar a los bancos y no se conformará con un intento. Habrá otro y tendremos problemas.

– Mañana Bill Okamba comparecerá ante el juez.

– ¿Han encontrado nuevas pruebas en su contra?

– No, seguimos con la transferencia de los cincuenta mil euros y con el cabello en la camisa de la víctima. Además, Okamba no ofrece respuestas convincentes.

– ¿Son pruebas suficientes para acusarle?

– Ellos dicen que sí.

– ¿Han encontrado el arma homicida?

– No, pero me apuesto lo que sea a que, para cubrirse las espaldas, el juez decretará prisión preventiva, con el visto bueno del fiscal.

Bajo a la tercera planta, donde está mi despacho. En el ascensor lamento estar con un pie fuera de la investigación, pues me impide moverme como debería. Y hay algo que se me escapa, lo intuyo, pero no consigo definir el qué.

En el pasillo, veo que Dermitzakis se dirige a su despacho con un vaso de agua en la mano.

– ¿Ya has vuelto? -le digo, atónito.

Se detiene y me mira con una amplia sonrisa.

– Le he encontrado. ¿Quiere que se lo lleve?

– ¿Y lo preguntas?

Dermitzakis hace pasar a mi despacho a un hombre de tez morena y edad indeterminada. Una nutrida barba le cubre la cara y viste bombachos blancos, camisa blanca y un chaleco de color crema. Está tocado con un gorro blanco bordado, como los que llevan los musulmanes religiosos, y calza sandalias. Me mira directamente a los ojos, sin rastro de temor ni de preocupación.

– Siéntate -le digo señalando la silla que hay frente a mi escritorio.

– Me quedo de pie.

Para mi sorpresa, pronuncia la d con soltura, algo poco habitual entre los árabes y los asiáticos.

– Anoche fuiste a pegar carteles con un grupo de gente.

– Sí.

– Quiero saber quién os encargó el trabajo y quién os dio los carteles.

– Un negro.

– ¿Un negro?

– Sí, muy negro. De África.

– El jardín donde estaban las brochas y la cola, ¿lo encontraste tú o te lo indicó él?

– Él me enseñó dónde estaban las brochas y la cola y me dio los carteles. -Responde con calma y con rapidez, no tiene miedo ni parece tener nada que ocultar.

– De acuerdo, un negro te hizo el encargo. ¿No preguntaste quién era, por qué quería empapelar las calles? Que un negro encargue pegar carteles no ocurre todos los días…

– Nos pagó por adelantado y nosotros lo hicimos. ¿Qué iba a preguntar?

– ¿Leíste lo que decían los carteles?

– No. Hablo griego, pero no sé leerlo.

– Muy bien. Hemos terminado, puedes irte.

Saluda con un gesto de la cabeza y sale del despacho. Al ver que Dermitzakis quiere ir tras él, se lo impido.

– Haz que alguien le siga. A lo mejor oculta algo.

Bill Okamba es negro, como el que encargó pegar los carteles, y es posible que ambos estén relacionados; Stazakos tal vez no se haya enterado todavía. Pese a todo, lo más probable es que detrás de todo esto se oculte otra persona.

Descuelgo el teléfono para informar a Guikas. Me sigue atormentando la sensación de haber pasado algo por alto.

23

Estoy con Vlasópulos y Dermitzakis viendo por televisión el traslado de Bill Okamba a los juzgados, donde comparecerá ante el juez. Le han puesto un chaleco antibalas y el corpulento Okamba camina envarado entre dos agentes de la Antiterrorista. Mira al frente sin pestañear, la cabeza alta, orgulloso, casi provocativo. ¿Un terrorista? En todo caso, me lo imagino como un jefe de tribu capaz de aterrorizar a su pueblo, como todos los jefes.

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