Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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Me interrumpe mi móvil. Es Dermitzakis.

– Señor comisario, ¿puede venir a una cafetería que está cerca de la esquina de la calle Mijail Voda con Pafos? Me parece que hemos encontrado algo.

– Muchas gracias. Ya hemos encontrado lo que buscábamos -anuncio a los inmigrantes.

– Ve con Dios -dice el propietario en nombre de todos, pero se ahorra el «Y no vuelvas».

Es casi mediodía y el calor resulta cada vez más insoportable. Nos maldigo a los tres, que decidimos dejar el coche patrulla cerca de la plaza Victoria. Llamo a Vlasópulos y le pido que acerque el coche a la estación de metro de San Nicolás. Bajo la calle Pafos, giro a la izquierda en Mijail Voda y diviso la cafetería un poco más abajo, en la acera de enfrente.

El local, mucho más grande que el anterior, está atestado de inmigrantes. Hay un jolgorio ensordecedor, porque hablan todos a la vez y se llaman de un extremo del bar al otro. Dermitzakis está sentado solo a una mesa. Al verme entrar, se levanta y se me acerca.

– Esto es una especie de agencia de colocación -dice riéndose.

La cosa no me hace mucha gracia: si todos éstos están desempleados, se confirman los temores de Adrianí con respecto al trabajo de Katerina.

– ¿Quiénes pegaron los carteles? -pregunto a Dermitzakis.

Él señala a tres hombres de tez morena que, así, a primera vista, me parecen paquistaníes. Le digo al propietario, también inmigrante, que pida a los demás que se den una vueltecita y que no vuelvan antes de media hora. Digamos que al hombre no le encanta la idea, pero no tiene más remedio que obedecer. Les habla en su idioma y todos empiezan a salir ordenadamente.

– ¿Habláis griego? -pregunto a los tres que se han quedado.

– Poco -responde uno de ellos.

– ¿Quién os llevó a pegar carteles anoche?

– Hamed.

– ¿Quién es Hamed? -pregunta Dermitzakis.

– Hamed encontrar trabajos. Dice hoy hay trabajo y nosotros vamos. Nos da cinco euros, a veces siete. Ayer nos da diez.

– Diez euros mucho dinero -añade otro del grupo.

Obviamente, ese Hamed tiene sus contactos y puede encontrarles trabajo. Les da una parte del jornal y el resto se lo mete en el bolsillo.

– ¿Qué os dijo Hamed?

– Ir pegar carteles. Pero cuidado, porque pegar en postes es forbidden.

– Por eso da diez euros -explica el otro-. Trabajo risky.

– Pegar y correr, pegar y correr, y Hamed vigila -añade el tercero.

– ¿Y de dónde sacasteis el material?

– ¿Material? -Repite uno de ellos y se miran confusos.

– Las brochas y la cola -explica Dermitzakis.

– Ah, llevarnos a un sitio. Allí brochas y cola.

– ¿Qué clase de sitio era? ¿Un almacén?

– No, descampado. Poco más abajo.

– Vamos, llevadme allí -les digo.

En realidad, no es un descampado, sino el jardín abandonado de una casa antigua.

– Aquí encontrar material -dice uno de ellos señalando un rincón cerca de la puerta del jardín, a los pies del muro. El que encargó el trabajo había dejado el material en un lugar que no se ve desde la calle.

Es decir, primero vino para elegir el punto donde dejaría las herramientas, después buscó a Hamed y luego ya todo fue sobre Hiedas. Esto significa que conoce bien los lugares que frecuentan los inmigrantes y que sabía dónde reclutaría Hamed a su equipo.

– ¿Dónde podemos encontrar a ese Hamed? -pregunto.

Los tres se echan a reír.

– Hamed todo el día calle. Venir al café y marchar, venir y marchar. Todo el día -dice uno de ellos.

– ¿Sabéis dónde vive? -pregunta, pese a todo, Dermitzakis.

Se miran y se encogen de hombros.

– Nosotros sólo verle cafetería -responde el segundo.

Intento pensar si tengo más preguntas cuando suena mi móvil.

– Los directores de los periódicos estarán en mi despacho en media hora. Quiero que estés presente.

– No te irás de aquí antes de localizar al tal Hamed -advierto a Dermitzakis-. Yo tengo que volver al despacho. Guikas quiere hablar conmigo.

Llamo a Vlasópulos y le pido que venga a recogerme con el coche patrulla.

22

Sugiero a Vlasópulos subir hasta la calle Kypselis y de allí dirigirnos a Evelpidon por la calle Ydras, pero mi ayudante, que teme que nos quedemos atascados en las callejuelas del barrio de Kypselis, opta por enfilar Derigní y remontar la avenida Alexandras desde Patisíon.

– El GPS del Seat también elegiría este trayecto -dice con una sonrisa.

Al poco queda patente que el GPS del Seat es gilipollas, porque en la calle Derigní nos metemos en un embotellamiento que llega hasta Patisíon.

– Pon la sirena -le digo-. El Seat tiene GPS pero no sirena.

Él obedece en silencio, pero ¿de qué nos sirve la sirena en una calle donde hay coches aparcados a ambos lados y sólo queda un carril estrecho para circular? Vlasópulos, desesperado, busca por dónde escapar, mientras a mí me preocupa Guikas, que se verá obligado a hacer de anfitrión de los directores de diarios y me pondrá de vuelta y media a la menor oportunidad.

Por fin llegamos al cruce con la calle Tres de Septiembre. Vlasópulos tuerce a la izquierda, llega a San Meletio y ya sigue el itinerario que le había propuesto yo. En la calle Kypselis encontramos algunas dificultades, pero Evelpidon está despejada y cubrimos el trayecto en un tiempo récord.

Sin tiempo apenas ni para respirar, llego a la quinta planta, donde Kula me anuncia:

– Pase ya, porque está a punto de explotar.

Yo había calculado que acudirían los directores de dos diarios, pero han venido tres. Uno se llama Sfyróeras, el otro, Perancitis y el tercero, Lykurópulos. Están sentados en torno a la mesa de reuniones; Guikas, como siempre, preside.

– Nos preocupa esta campaña contra los bancos. Si no se detiene, acarreará consecuencias muy desagradables -empieza Guikas-. Necesitamos su ayuda para evitar males mayores.

– ¿A qué males se refiere? -pregunta Lykurópulos.

– A que ciudadanos indignados ataquen las oficinas bancadas o retiren su dinero. Cosas así, ya me entienden.

Perancitis se echa a reír.

– ¡Por favor, señor Guikas! Eso sólo podría suceder en países donde los bancos y los ciudadanos mantienen una relación normal. En Grecia las cosas son distintas. Aquí el ciudadano medio vive gracias a los créditos, que considera parte de sus ingresos. A nadie se le ocurrirá matar a la gallina de los huevos de oro.

– Quizá tenga razón, pero no olvide que han asesinado a dos banqueros, uno ya jubilado y el otro aún en activo -intervengo.

– Si no me equivoco, ustedes tienen ya a un sospechoso y lo están interrogando -responde Sfyróeras.

– También desarticulamos las organizaciones Diecisiete de Noviembre y Lucha Revolucionaria -razona Guikas- y, sin embargo, cada dos por tres aparecen nuevos grupos terroristas. Nada nos garantiza que no aparezcan también continuadores o imitadores de nuestro asesino.

No saben qué responder y guardan silencio.

– Empecemos por el principio -prosigue mi jefe-. ¿Cómo llegó el anuncio a la prensa? ¿Alguien lo entregó en mano, o fue por medio de una agencia publicitaria?

– A nosotros nos llegó por correo -responde Perancitis-. El sobre contenía el texto del anuncio y un cheque por el importe que corresponde a una plana entera. Un poco más, incluso. Para estar seguro, me imagino.

– A nosotros nos llegó de la misma manera -dice Sfyróeras.

– ¿Se acuerdan de qué banco era el cheque? -pregunto.

– No lo sé, pero puedo averiguarlo ahora mismo -dice Sfyróeras y saca el móvil. Perancitis hace lo propio. Cuando cuelgan, ambos parecen desconcertados.

– Primera noticia que tengo -dice Perancitis.

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