Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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Sin embargo, llaman aún más la atención los agentes que lo custodian. Llevan la cara oculta tras un pasamontañas y visten uniforme de asalto. Dos de ellos sujetan a Bill firmemente de los brazos y otros tres, armados, caminan en la retaguardia. ¡Ni que condujeran a Bin Laden a prestar declaración!

Han convocado a todas las cadenas de televisión para que retransmitan el espectáculo. Sin duda, mañana, la prensa europea y norteamericana hablará del éxito de la policía griega, y el ministro y el jefe de la brigada cosecharán sus elogios.

– Seguro que Stazakos se ha pasado la noche estudiando fotografías del FBI para organizar el espectáculo -comenta Vlasópulos.

Tan absorto estoy en las imágenes que mi móvil suena cinco veces antes de que me dé plena cuenta de ello.

– ¡Papá! -grita Katerina, indignada-, ¿qué pruebas tenéis contra ese pobre sudafricano para llevarle ante el juez?

Fantástico. Si hasta el presente tenía que soportar a Adrianí con sus comentarios despectivos sobre la policía, ahora mi propia hija cursilona nuestros métodos.

– ¿Y tú? ¿Has asumido la defensa colectiva de todos los tercermundistas? -pregunto, y se me escapa la risa.

– Qué va: ¿quién soy yo para defenderles? Ya tiene abogado. ¿Quieres saber quién es?

– Sí.

– ¿Has oído hablar de Leonidis?

– Desde luego, lo conozco personalmente.

Leonidis es el patriarca de los abogados criminalistas de Grecia. Sesentón, de aspecto impecable, siempre vestido con elegancia, es el terror de los tribunales. Lanza comentarios mordaces a los testigos, se mete con los fiscales, replica al presidente del tribunal y nadie se atreve a chistarle. Un hurra por Zisimópulos júnior. Mantuvo su palabra y contrató al mejor.

– ¿Me harías un favor, papá? -La voz de mi hija ha cambiado de tono.

– ¿Qué quieres?

– ¿Podrías decirle a mamá, con sutileza, que no nos compre más comida? Si se lo digo yo, se ofenderá, ya sabes cómo es.

Salgo al pasillo con el móvil para que mis ayudantes no puedan oír el resto de la conversación.

– ¿A qué comida te refieres?

– Nos compra verdura del mercado, carne de la carnicería, arroz, espaguetis y detergentes del supermercado. No te puedes ni imaginar. Cuando vuelvo a casa por la noche, me encuentro la cocina y la nevera llenas.

– Bueno, intentaré decírselo con tacto.

– Gracias. Me haces un gran favor, porque me temo que al final Fanis se lo tomará como una afrenta personal y se enfadará mucho.

Vuelvo a mi despacho. Adrianí me ha ocultado que hace la compra de nuestra hija. También yo me enfadaría, pienso, pero el hecho de que mi mujer sea capaz de alimentar a dos familias con el mismo presupuesto diluye mi enfado.

No puedo ahondar más en el asunto porque me llama Guikas.

– Dentro de media hora tenemos que estar en el despacho del ministro -dice.

– ¿Del ministro? ¿Por qué? Si Okamba ya está declarando ante el juez…

– Quedan los bancos. El ministro ha convocado una reunión con los banqueros y necesita a alguien que le sirva de rompeolas.

Lo malo de los rompeolas es que siempre sales empapado. Por otra parte, entiendo que el ministro se sienta arrinconado y busque refuerzos.

Al llegar al despacho del ministro, éste está ya reunido con cuatro cincuentones bien vestidos, bien aseados y bien conservados. De los cuatro sólo conozco a Stavridis, el director del Banco Central. Los otros tres son Berkópulos, subdirector griego del First British Bank; Galakterós, director del Banco Jónico de Crédito, y el francés Cherban, director de la filial ateniense de un banco galo cuyo nombre se me ha olvidado. Los dos primeros representan a la Asociación Griega de Banca, es decir, la patronal bancada: Stavridis es el presidente y Galakterós el vicepresidente. Los otros dos han acudido en representación del capital extranjero invertido en Grecia.

Me sorprende la ausencia de Arvanitópulos, pero el ministro no tarda en excusarlo.

– El director general de la policía está ocupado con la comparecencia del sospechoso de los dos asesinatos. Como verán, trabajamos para ustedes -añade con una sonrisa.

Si esperaba elogios y agradecimientos, se habrá llevado una decepción, porque los cuatro banqueros lo miran con total indiferencia. Al final Stavridis toma la palabra.

– Estamos muy satisfechos de que se haya detenido a un sospechoso, señor ministro. Lamentablemente, sin embargo, nos preocupa el nuevo problema que acaba de surgir: ese paranoico que ha empapelado Atenas con sus carteles incitando a los ciudadanos a no pagar sus créditos ni sus préstamos hipotecarios. ¿Se da cuenta de lo que esto significa para nosotros?

– Si una parte de nuestros clientes, por mínima que sea, decide hacerle caso, nos enfrentaremos a una grave contrariedad -añade Galakterós.

– Lo sé muy bien y lo entiendo -admite el ministro-. Para empezar, estamos ya arrancando los carteles.

– Quedan los anuncios publicados en los dos periódicos.

– Por desgracia, en este caso no podemos hacer nada.

Hasta el momento han hablado el ministro y dos banqueros. Los demás somos una especie de testigos que al final tendrán que firmar las actas de la reunión.

– ¿Y por qué no pueden actuar? -protesta Galakterós-. ¿Cómo es posible que se publiquen anuncios como éstos sin que intervenga la justicia?

– La justicia no está para ejercer la censura, señor Galakterós -dice el ministro-. Interviene cuando considera que se ha vulnerado la ley y en este caso, evidentemente, no lo ha estimado así. El gobierno no puede indicar a la justicia cómo debe actuar. Además, ustedes también tienen medios legales a su disposición. Pueden denunciar a los periódicos.

– ¿Para que salga la sentencia dentro de cinco años? -replica Galakterós con ironía.

– Pueden aducir que está en juego la seguridad del país, en cuyo caso se procederá con mayor celeridad.

– Podemos denunciarlos, señor ministro, claro que sí -reconoce Stavridis-, pero también podemos hacer algo mucho más sencillo, y es dejar de anunciarnos en los dos periódicos en cuestión. Y lo haríamos aunque eso nos ponga en el punto de mira de los medios de comunicación. Por desgracia, vivimos en un país donde los medios de comunicación convierten cualquier tema en escándalo. Comprenderá que esto tendría graves consecuencias para nosotros.

– También vivimos en un país donde los ciudadanos exigen del gobierno lo que no quieren hacer ellos mismos -contraataca el ministro.

– ¿Cree que los asesinatos de los dos banqueros y la campaña contra los bancos están relacionados? -pregunta Berkópulos, quien hasta ahora seguía la discusión en silencio.

En lugar de contestar, el ministro se vuelve hacia Guikas.

– Sólo indirectamente -responde éste-. Lo más probable es que alguien aprovechara los asesinatos para atacar a los bancos. En todo caso, a día de hoy, las pruebas de que disponemos apuntan hacia culpables distintos.

– Alguien quiere vengarse de los bancos -irrumpo yo en la conversación.

El ministro y los cuatro banqueros se vuelven y me miran con sorpresa. No sé si les sorprende mi presencia, de la que acaban de darse cuenta, o lo que acabo de decir. Al único a quien no pillo desprevenido es a Guikas, porque ya conoce mi teoría.

– Vengarse… ¿de qué? ¿Qué les hemos hecho? -se extraña el francés. Su acusado acento francés le lleva a poner el énfasis en la última sílaba de todas las palabras que pronuncia.

– En mi opinión, esto es obra de algún cliente que se ha visto perjudicado por un banco. Alguien, por ejemplo, que no podía cumplir con sus obligaciones y a quien el banco procedió a confiscarle los bienes. Aprovecha el revuelo de los asesinatos para intentar tomarse la revancha.

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