– A primera vista, diría que es un Mac, aunque puedo estar equivocada -añade ella.
Guikas sigue observándome pensativo. Es evidente que le he desbaratado la solución fácil y está confuso.
– O sea que registrar imprentas no conducirá a ninguna parte -reconoce a regañadientes-. Entonces, nuestra única esperanza es encontrar a los que pegaron los carteles. Y no será fácil.
– No lo crea. Seguro que buscaron a inmigrantes para pegarlos.
– ¿Por qué inmigrantes? Ya se sabe que aceptan trabajos mal pagados, pero ¿por qué en este caso en concreto?
– Porque querían a gente que no supiera griego y no pudiera leer el contenido de los carteles.
– Es cierto. Es un trabajo hecho a medida para los inmigrantes.
– También están los jefes de redacción de los periódicos, que han publicado el mismo mensaje.
– Les he llamado en cuanto lo he visto, pero aún no habían llegado a sus despachos. Los citaré y los interrogaremos juntos. Es gente quisquillosa; si pasas tú por los periódicos, se sentirán ofendidos.
– Antes me daré un paseo por los lugares que frecuentan los inmigrantes a ver si puedo averiguar algo. Me ha llamado Stazakos -anuncio a modo de postre y le cuento la conversación.
– Stazakos piensa que ha cogido el toro por los cuernos -contesta Guikas-. Esperemos que así sea, o los cuernos podrían clavarse donde no deben.
– Si quiere saber mi opinión, creo que los asesinatos y el cartel están relacionados. No se trata de ningún atentado terrorista, sino de un loco que se vio perjudicado por los bancos y ahora se está vengando. Eso es lo que debemos investigar, no los cincuenta mil euros de Bill Okamba. El asesino es alguien arruinado. Y los que se arruinan no tienen empresas en las Islas Caimán.
– ¿Y cómo explicas los cincuenta mil?
Me ha dado donde más me duele, porque eso no lo puedo explicar.
Cuando empezamos a buscar a quienes pegaron los carteles, mis dos ayudantes discuten, primero entre ellos y luego conmigo. Vlasópulos opina que debemos empezar buscando en Mesoyia y después en Koropí. Argumenta que los inmigrantes que viven en esas zonas encuentran muchas menos oportunidades de trabajo y, en consecuencia, aceptarían cualquier propuesta a la primera.
– ¿Y cómo se trasladaron al centro de Atenas? ¡No me dirás que alquilaron una furgoneta!, ¿verdad?
Dermitzakis afirma que debemos investigar cerca de la plaza Victoria, San Nicolás y Ajarnón. Sostiene que allí hay muchas cafeterías frecuentadas por inmigrantes y es probable que el grupo saliera de la zona.
Yo, en cambio, prefiero empezar por los sectores que conocemos mejor, es decir, las calles Sófocles, Eurípides, Sócrates y Menandro.
– Puede que las conozcamos mejor, pero hay dos inconvenientes, señor comisario. -Dermitzakis no da su brazo a torcer-. En primer lugar, los inmigrantes de este barrio son empresarios.
– ¿Desde cuándo se llama empresa a una manta cargada de baratijas?
– Para ellos, lo es. Y, en segundo lugar, por la noche esas calles se convierten en supermercados de drogas. No dejarían la droga para ir a pegar carteles.
No le falta razón, pero yo insisto en los terrenos conocidos y al final me salgo con la mía. Dejamos el coche patrulla en la calle Atenea y nos dividimos. Vlasópulos se encarga de las calles Sófocles y Eurípides; Dermitzakis, de la calle Sócrates, y yo, de Menandro, donde tengo «mis contactos».
Las cosas no han cambiado desde mi última visita. Las mismas mantas, las mismas mercancías. Si alguien me reconoce de mis pesquisas anteriores, lo disimula a la perfección. Todas las respuestas que recibo son negativas. Nadie les ha propuesto pegar carteles. Para no dejar cabos sueltos, me doy también una vuelta por la calle Sarrís, pero también allí cosecho bruscas negativas y encogimientos de hombros.
No soy el único que fracasa. Un par de horas más tarde, cuando nos reunimos junto al coche patrulla, constatamos el triple fiasco.
– ¿Qué hacemos ahora? -se pregunta Vlasópulos.
– Seguiremos el itinerario que ha propuesto Dermitzakis. Si no sacamos nada en claro, iremos a Kato Kifisiá y a Koropí.
Sólo tardamos diez minutos en ir de la calle Atenea a la plaza Victoria. Dejamos el coche en la esquina de la calle Heyden con Aristóteles. La plaza Victoria ofrece el mismo aspecto que la calle Menandro.
– Olvidaos de la plaza -digo a mis ayudantes-. Cogemos Aristóteles en dirección a la plaza de América y recorremos todas las bocacalles que bajan hacia la avenida Ajarnón. Si no conseguimos nada, peinaremos las paralelas desde Filis hasta Llosíon.
Vlasópulos se encarga de las bocacalles desde la plaza Victoria hasta Ajarnón; yo, del triángulo formado por las calles San Meletio, Agazupóleos y Jerusalén; Dermitzakis, de la zona en torno a la estación de San Nicolás hasta Mijail Voda.
Hace bochorno y se respira un aire sofocante. Pese a que camino por la acera que queda a la sombra, antes de llegar a San Meletio la ropa se me ha pegado al cuerpo. Empiezo a bajar la calle, pero allí no hay cafeterías, ni para inmigrantes ni para autóctonos. Subiendo Agazupóleos, busco desesperadamente un bar, no ya para interrogar a los inmigrantes, sino para tomar un zumo helado y recobrar el aliento.
Por fin encuentro uno un poco más arriba de la calle Jerusalén y, por fortuna, está frecuentado por inmigrantes. Un café popular, por decir algo. Pequeño y oscuro, apenas caben cinco mesas, cada una de ellas ocupada por un inmigrante solitario. Dos de ellos toman té; uno, zumo de naranja; los dos restantes, Coca-Cola. El propietario está de pie detrás de la barra. Por su bigote y su tono de piel deduzco que es de los nuestros. Me presento y le digo que me gustaría hacerles algunas preguntas a sus clientes.
– Los echarás -es su seca respuesta.
– No te preocupes, no he venido para detener a nadie. Sólo busco información.
– Éstos, en cuanto huelen o ven a la policía, ponen pies en polvorosa y no vuelven más. No sé por qué los polis y los vecinos se han puesto de acuerdo en ahuyentar a mi clientela. ¿Sabes que vienen a amenazarme? «No los dejes entrar en el bar…, podría pasarte algo», dicen. ¿Qué esperan, que cierre el chiringuito? Dicen que los inmigrantes hacen bajar el valor de los inmuebles. ¿Qué valor? Los inmigrantes vinieron porque los precios ya estaban por los suelos y los propietarios les alquilaban los pisos por una miseria. Si pudieran elegir entre un buen barrio y San Nicolás, ¿crees que estarían aquí? Y ahora vienen los maderos a llamar a mi puerta. Hasta aquí hemos llegado.
– Oye, que no es para tanto, ¿eh? Mira, les hago tres preguntas y me voy.
– ¿Me dejas prepararles?
– Como quieras.
El tipo se vuelve hacia ellos:
– Escuchad, chicos. Hay polis buenos y polis malos, igual que en vuestros países. Este señor que quiere haceros algunas preguntas es un poli bueno, os lo garantizo.
Empiezo con mucho tacto, menos por temor a que el hombre retire su garantía y me deje al descubierto, que para no asustar a futuros clientes de Katerina.
– Os hago una pregunta y me marcho. ¿Alguno de vosotros estuvo pegando carteles anoche?
– ¿Carteles? -repite uno que no entiende la palabra.
Intento recordar cómo se dice en inglés, pero se me adelanta uno de ellos que, evidentemente, habla griego mejor que yo inglés.
– Posters -explica.
– Posters? No, no… -contestan todos al unísono.
– A lo mejor alguien os propuso ir a pegar posters…
– No -dicen de nuevo al mismo tiempo.
– Señor policía -interviene el que habla griego-, nosotros hacemos de todo. Vendemos flores, limpiamos parabrisas, recogemos mierda… Pero nada de posters. Ni ayer ni la noche anterior.
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