Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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De Moor le dirige una mirada irónica.

– ¿La sociedad del bienestar? -repite entre risas-. ¿Qué sociedad del bienestar? Europa descubrió la sociedad del bienestar después de la segunda guerra mundial bajo la influencia de los países comunistas. Estos hablaban continuamente de esa sociedad y Europa occidental adoptó la idea para contener el avance del comunismo. Las sociedades del bienestar se vinieron abajo en 1989, señor Galanópulos, y créame, no se ha perdido nada. -Prosigue con gravedad-: Las sociedades del bienestar no existen, señor Galanópulos. Sólo existen los grupos de presión. Empresarios que luchan para defender sus intereses, trabajadores que luchan por los suyos a través de los sindicatos y de otras organizaciones… Sólo existen grupos que defienden sus intereses. La sociedad a la que usted alude es un invento.

– Esto no cambia en nada el hecho de que los más débiles carguen con el peso de las medidas.

– Disculpe, pero a mí me parece lógico que los que más invierten, los que crean empresas y los que generan puestos de trabajo obtengan mayores beneficios y privilegios. Nos guste o no, son los poderosos los que impulsan a la sociedad y los débiles les siguen. Si faltase el impulso, los débiles serían los primeros en hundirse. Y, de acuerdo, es justo que los que ganen más dinero paguen más impuestos. Pero ustedes no tienen mecanismos para recaudar impuestos. Por un lado, quieren que los que más producen y ganan inviertan sus ganancias en beneficio de los pobres, cosa que es injusta. Por el otro, no son capaces de cobrarles impuestos a los más ricos, que sí sería justo. Para concluir diré que uno de los factores que provocaron el desmoronamiento de su país es su incapacidad para asentar sobre unas bases sólidas las relaciones entre los distintos grupos sociales.

– Nos hundiremos sin remedio -comenta Adrianí.

– ¿Por qué? -le digo.

– Nosotros nos pasamos el día haciendo preguntas y él ya tiene una respuesta para todo. Cuando tú te haces preguntas y el otro ya tiene las respuestas, no hay escapatoria: te hundes.

– Pasemos a otro tema -dice Berketi, la presentadora-. ¿Cómo ve ahora a Grecia, una vez adoptadas las medidas de ajuste?

– Para serle sincero, dudaba mucho de que su gobierno se atreviera a tomar medidas tan duras. Pero lo hizo y está en el buen camino.

– ¿Cree que nos salvaremos? -interviene el comentarista.

De Moor sonríe de nuevo.

– No es fácil contestar a esto. Verá, Grecia es como una piedra que cae en el agua: mientras se hunde genera ondas. La primera onda abarca a los países del sur de Europa. Si éstos no se hunden también, Grecia tendrá más probabilidades de salvarse. La segunda onda, más amplia que la primera, abarca a Europa entera, que tiene una moneda común pero carece de una política económica general y se rige por políticas nacionales diferentes y contradictorias. Por eso le he dicho, señor Galanópulos, que la sociedad a la que usted alude no existe. Si existiera, sería la Unión Europea. Sin embargo, en Europa, como en Grecia, sólo existen grupos e intereses en conflicto, aunque utilicen la misma moneda. En consecuencia, corren el riesgo de cobrar todos en la misma moneda: la bancarrota.

– «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar.» [6]-Adrianí acaba de soltar una de sus insuperables sentencias, lo cual me confirma que, definitivamente, se ha recuperado.

La entrevista concluye con sonrisas y agradecimientos por parte de la presentadora y del comentarista. Me dispongo a irme a dormir cuando suena el móvil y reconozco en la pantalla el número de Zisis.

– ¿Cómo es que llamas tan tarde? -pregunto, preocupado. Suele telefonearme al despacho por la mañana o a primera hora de la tarde.

– Quería preguntarte cuándo podré conocer al que mató a los dos banqueros.

No sé si me toma el pelo o si es que se ha vuelto tarumba, por lo que le pregunto con cautela:

– ¿Para qué quieres conocerlo?

– Para estamparle un par de besos.

– Todavía no sabemos si fue él.

– Vale, esperaré a que se cargue también al que acaba de salir por televisión y le besaré por los tres asesinatos juntos.

– ¿Por qué crees que va a matarle?

– Porque, con las cosas que dice, es para matarle.

– ¿Qué te pasa, Lambros? -Empiezo a inquietarme: ahora que por fin se ha solucionado el problema de Adrianí, quizá tenga que vérmelas con Zisis.

– Me han quitado los suplementos y las pagas extra de mi pensión de excombatiente, el quince por ciento en total. Si cobraba cuatrocientos cincuenta euros al mes, ahora se ha quedado en trescientos ochenta y tres. Sabes que los alemanes se quejan de nuestros pensionistas que se jubilaron a los cuarenta y cinco, ¿no? Pues si al menos fuera yo uno de ésos… Pero no, yo empecé a cobrar mi pensión de excombatiente a los cincuenta y cinco. Hasta entonces vivía en la clandestinidad o en el exilio o me molían a palos en los calabozos de la Junta, donde nos conocimos… -Calla por un momento-. Pero no es por el dinero -se excusa-; puedo vivir hasta con doscientos euros. Es por la injusticia. Como si te dijeran: «Bueno, tampoco combatiste tanto; con trescientos ochenta y tres euros al mes vas que ardes».

Cuelga el teléfono antes de que pueda decirle que también a mí me han recortado las pagas y los suplementos, y que cuando me jubile cobraré una pensión reducida.

Me acuerdo de cuando cayó la Junta. Nos sacaban a la calle a cada aniversario de los sucesos de la Politécnica y los manifestantes nos plantaban cara y nos gritaban: «¡El pueblo, unido, jamás será vencido!». Y, mira por dónde, treinta y cinco años después, el comunista y el madero tienen que nadar unidos en la misma mierda.

19

Vlasópulos me está esperando en la puerta de mi despacho. Como no me tiene acostumbrado a estas zalamerías, sospecho que algo va mal.

– Tiene visita -dice en lugar de darme los buenos días.

– ¿Quién es?

– El hijo de Zisimópulos. Le he hecho pasar a su despacho.

Tal es mi sorpresa que se me olvida preguntar si es el hijo mayor o el menor. Ya en mi despacho descubro que es Nick, el hijo menor. No viste con la elegancia inglesa de la que hizo gala en la primera entrevista, sino como un europeo cualquiera que visita Grecia y se muere de calor. Lleva pantalones de color oscuro y camisa blanca arremangada hasta el codo.

En cuanto me ve, se levanta de un salto.

– Pero, bueno, ¡han detenido ustedes al pobre Bill! -exclama. Es el segundo que se olvida de darme los buenos días.

– En primer lugar, no le he detenido yo, sino la Brigada Antiterrorista, señor Zisimópulos; en segundo lugar, no está detenido, sólo se hallan en la fase de instrucción. Eso, evidentemente, significa que hay pruebas contra él, aunque ignoro si son concluyentes o no. De una cosa estoy seguro: nadie ha vulnerado los derechos de Bill Okamba.

Si no elogias tu casa, se te caerá encima. Aunque estos días sea Stazakos quien manda, al menos en una parte de esta casa.

– Muy bien. ¿Por qué no me dice nadie de qué pruebas se trata?

– ¿Ha hablado con la Antiterrorista?

– Con el señor Stazakos en persona. Le pedí permiso para ver a Bill.

– ¿Y qué le dijo?

– En primer lugar, que es imposible, porque no soy familiar en primer grado. En segundo lugar, que tampoco podría verle en estos momentos aunque fuera pariente suyo. Hasta que concluya el interrogatorio no podrá ni siquiera asistirle un abogado. Por eso he venido a verle a usted -añade casi en tono de súplica-, por si puede informarme al respecto.

– Lo lamento, señor Zisimópulos, pero no soy yo quien lleva los interrogatorios. Por lo tanto, no sé nada sobre el caso.

Hasta este momento el hombre ha logrado conservar la calma y los buenos modales, pero ahora se exaspera.

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