Adrianí está completamente recuperada. Mi diagnóstico no es fruto de un estudio psiquiátrico o simplemente médico, sino de mi olfato. Encima de la mesa de la cocina hay una gran fuente de tomates rellenos.
– ¡Ah, estupendo! -exclamo entusiasmado-. ¡Menuda sorpresa!
– Hacía tiempo que no los comíamos y a Fanis también le gustan. Vienen a cenar esta noche.
Me esfuerzo por dominar mi apetito y no picotear de la fuente, cosa que a Adrianí la pone frenética.
Hacia las nueve, cuando llegan Katerina y Fanis, nos sentamos enseguida a la mesa. En nuestra casa es tradición acompañar los tomates rellenos con queso feta y Adrianí sirve un trozo entero junto a la bandeja. Ha comprado ouzo de Mitilene especialmente para Fanis. Yo tomo vino blanco seco porque, desde que embotellan la retsina, es como beber petróleo.
Hablamos de cualquier cosa evitando cuidadosamente mencionar la crisis económica, para no despertar recuerdos desagradables en Adrianí. Ya hemos terminado de cenar cuando Fanis se dirige a Katerina:
– Venga, dilo. Me tienes sobre ascuas.
– Tengo que daros una buena noticia -anuncia Katerina al instante, como si llevara toda la noche esperando a que Fanis le diera pie-. Esta mañana Seimenis me ha dicho que quiere que siga trabajando con ellos al terminar mis prácticas. -Seimenis es el socio mayoritario del bufete de abogados donde mi hija hace las prácticas.
– Esto sí que es una lotería, hija mía -exclama Adrianí.
– ¿Por qué será? -pregunto yo entre risas-. Tendrá mucho trabajo ahora, con la crisis: como todo el mundo acaba en los tribunales…
– Eso también, pero sobre todo porque, con la nueva ley de inmigración, se han abierto muchos procesos de legalización.
– Espero no detener a algún inmigrante y tener que enfrentarme a ti en los tribunales.
– Imposible. Somos parientes en primer grado y, una de dos, o tú abandonas el caso o yo rechazo al cliente.
Me parece un buen comienzo, dados los tiempos que corren, y así se lo digo a Katerina mientras Adrianí se levanta y recoge la mesa. Me doy cuenta de que algo la ha molestado, pero me armo de paciencia y espero hasta que se marchen los chicos.
– ¿Qué ha pasado para que, de repente, te hayas puesto de mal humor? -pregunto antes de acostarnos.
– Si esos desgraciados, los inmigrantes, no pueden ganarse ni su propio pan, ¿cómo van a dar de comer a Katerina?
– Aun así, es un buen comienzo. Hoy se encarga de los casos de inmigración, mañana Seimenis le confiará otros.
Adrianí deja lo que está haciendo para mirarme.
– ¿Y los demás socios del bufete? ¿Aceptarán que Seimenis le pase casos importantes a Katerina, que es una novata, cuando todo el mundo está a dos velas?
– A dos velas está todo el mundo… menos los abogados.
– Ojalá sea así, aunque tengo mis dudas.
Al día siguiente, las ocho y media, conduzco por la avenida Reina Sofía en dirección a Ambelókipi, para ir al despacho. A la altura de Ilísia me detengo ante un semáforo en rojo. El conductor de un Cayenne me grita algo desde el carril de la izquierda.
– ¿Qué dice? -pregunto.
– Tiene razón. No deberíamos pagarles -vuelve a gritar.
Aunque los que conducen un Cayenne o un Mercedes casi nunca tienen que pagar nada, me pregunto qué es lo que no deberíamos pagar los demás. Por gestos le digo que no sé de qué me habla y él me señala un cartel pegado a un poste.
– ¿No sabes leer? -dice.
No me da tiempo a leerlo porque el semáforo se pone en verde y los conductores de atrás empiezan a tocar el claxon. Todos los postes y los trozos de pared que quedaban libres en la avenida están empapelados con el mismo cartel. Paso al carril de la derecha y me paro delante de un poste a la altura del Hospital Hipocrático. Tengo que bajar del Seat para leerlo.
En el cartel, enmarcado en rojo, está escrito con gruesas letras negras: «¡no paguéis lo que debéis a los bancos!». El comentarista del noticiario y Adrianí tenían razón, pienso. Pronto habrá manifestaciones en apoyo del asesino y tendremos que sacar a la calle las fuerzas antidisturbios para imponer el orden. No me quedo para leer el resto; con la primera frase me basta.
Si pudiera, cargaría el Seat a la espalda y correría calle arriba, para llegar antes al trabajo. En la curva de Ambelókipi, nervioso, vuelvo a detenerme ante un semáforo. Dejo el coche en el aparcamiento de Jefatura y subo como un rayo a mi despacho. Llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis y les pregunto si han visto el cartel.
– ¿Cómo no vamos a verlo, señor comisario? -contesta Vlasópulos-. Han empapelado la ciudad entera. Ni el Partido Comunista es capaz de tal despliegue.
A punto estoy de llamar a Guikas cuando se me adelanta Stazakos.
– ¿Has visto el cartel?
– Lo he visto -digo.
– Todo tuyo.
– ¿Qué quieres decir?
– El cartel no es cosa de la Antiterrorista ni tiene que ver con los asesinatos. Algún loco ha emprendido una campaña contra los bancos. Encárgate tú, así estarás entretenido. -Y cuelga el teléfono.
Trato de no cabrearme y llamo a Guikas, que me invita secamente:
– Sube enseguida.
Me lo encuentro hojeando los periódicos de la mañana, que están desparramados por su escritorio.
– ¿Ha visto los carteles? -pregunto.
– Ojalá fueran sólo carteles -responde y me tiende un periódico.
La primera plana entera reproduce el contenido del cartel. Ahora puedo leerlo tranquilamente.
¡NO PAGUÉIS!
NO PAGUÉIS VUESTRAS DEUDAS CON LOS BANCOS, NO PAGUÉIS LAS TARJETAS DE CRÉDITO. NO PAGUÉIS LOS PLAZOS DE LAS HIPOTECAS. NO PAGUÉIS LOS CRÉDITOS AL CONSUMO NI LOS PRÉSTAMOS PERSONALES, NO PAGUÉIS A LOS QUE NOS HAN HUNDIDO.
¡NO PAGUÉIS!
NO DEBÉIS NADA A LOS BANCOS QUE OS HAN EXPOLIADO Y SUMIDO EN DEUDAS. QUE OS LLEVEN A LOS TRIBUNALES PARA EMBARGAROS VUESTROS BIENES. LOS JUECES TARDARÁN CINCO AÑOS EN FALLAR A SU FAVOR, SI ES QUE LOS BANCOS NO HAN QUEBRADO ANTES. PERO NO IRÁN A LOS TRIBUNALES, BUSCARÁN UN ACUERDO, QUE SERÁ A VUESTRO FAVOR. VUESTRA DEUDA SERÁ MENOR Y LOS PLAZOS MÁS LARGOS.
¡NO PAGUÉIS!
HACE DOS AÑOS EL GOBIERNO REPARTIÓ 28.000 MILLONES ENTRE LOS BANCOS, UN DINERO QUE ELLOS NO NECESITABAN PARA NADA. QUE RESTEN VUESTRAS DEUDAS DE ESOS 28.000 MILLONES, PORQUE LOS RECIBIERON DE VUESTROS IMPUESTOS, ES DECIR, DE VUESTRO BOLSILLO. LOS QUE ENTENDEMOS UN POCO DE BALANCES NO TENEMOS MÁS QUE ECHAR UN VISTAZO A LAS CUENTAS BANCARIAS PARA VER LOS BENEFICIOS ASTRONÓMICOS QUE HAN OBTENIDO SÓLO EN LA ÚLTIMA DÉCADA.
¡NO PAGUÉIS!
¡NO PUEDEN HACEROS NADA!
El anuncio es anónimo, no está firmado.
– ¿Te das cuenta del problema que nos crea? -dice Guikas.
– Me doy cuenta.
– Ahora tenemos que recorrer todas las imprentas de Atenas para averiguar dónde imprimieron el cartel. Aunque también pudieron imprimirlo en cualquier parte de Grecia y traerlo después a la capital.
No acaba de convencerme eso de que haya salido de una imprenta. Quien lo hizo sabía muy bien que las registraríamos todas. Sólo un loco correría ese riesgo. De repente, tengo una idea. Me acerco a la puerta del despacho y llamo a Kula.
– ¿Puedes venir un momento?
– Dígame, señor Jaritos.
– ¿Has visto el cartel ese contra los bancos?
– Lo he visto. Lo trajo el señor Stazakos y le eché un vistazo.
– ¿Cómo crees que lo imprimieron?
– Con cualquier ordenador que tenga un buen programa de diseño, señor Jaritos. Con un buen programa y una buena impresora, hoy en día se puede imprimir cualquier cosa sin necesidad de ir a una imprenta.
Me vuelvo hacia Guikas, que me observa pensativo. Debería alegrarme por partida doble: he resuelto la duda de Guikas y le he concedido un puntazo a Kula.
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