– Usted ha tenido suerte, señor comisario. Su hija terminó los estudios antes de que tocáramos fondo. En cambio, uno de mis hijos está en primero de bachillerato y el otro, tercero de primaria. Cuando pienso en los años que me quedan hasta que terminen la universidad me entran sudores. Y supongamos que terminan la universidad. ¿Qué hago si quieren un diploma de posgrado? ¡Hoy en día, un título universitario sin posgrado es como un afeitado sin loción!
Y no hablemos ya del doctorado, pienso. Les dejo ideando nuevas fuentes de ingresos y entro en mi despacho para llamar a Lazaridis. Empiezo hablándole de las cuentas de los inmigrantes en el Banco Central y termino con las transacciones del Coordination and Investment Bank.
Me escucha sin interrumpirme.
– Veré qué puedo hacer con las cuentas -dice al final-. Pero la filial es un pez gordo y no pasa por nuestras manos. A nosotros sólo nos mandan los boquerones. Las doradas del océano van para otro lado.
– ¿Y adónde van?
– A la Fiscalía contra el Blanqueo de Dinero Negro. Ellos te informarán.
– Aun así, ¿podrías repasar tus archivos, o tus bases de datos, como los llaman ahora, a ver si pescas algo?
Lazaridis me promete hacerlo y yo intento ponerme en contacto con la Fiscalía contra el Blanqueo de Dinero Negro. Pasan diez minutos antes de que logre tener en el otro extremo de la línea telefónica a un fiscal apellidado Mavromatis.
– Hoy los organismos públicos están cerrados: hay huelga de funcionarios contra el ajuste de las pensiones -dice-. Yo he venido para, aprovechando la tranquilidad, tramitar algunos expedientes. Me encontrará en mi despacho de la calle Evelpidon.
Antes decido subir al despacho de Guikas para informarle. No me preocupa tanto ponerle al día como evitar alguna maniobra de Stazakos que podría resultar incendiaria.
Guikas está firmando documentos. Me hace la clásica pregunta:
– ¿Alguna novedad?
Empiezo con lo más anodino, que son los Zisimópulos Brothers.
– Me ofrecí a acompañarles para, así, llevarles a mi despacho y hacerles algunas preguntas adicionales.
– ¿Y qué averiguaste?
– Que odiaban a su padre tanto como todos los demás. Y que quien lo mató, lo hizo por venganza.
Después le comunico que he hablado con Lazaridis, de Delitos Fiscales. Guikas da su aprobación.
– Bien hecho, quizá descubra algo.
– Si el interrogatorio no se hubiera convertido en una «reunión», podríamos haber averiguado más cosas.
– Vino de arriba la orden de tratarles con guantes.
No insisto, porque me guardo en la manga la información que me dio ayer Tsolakis. Se lo cuento todo por orden, lo del Banco Central y su filial, el Coordination and Investment Bank de Vaduz.
– Como puede ver, hablar de terrorismo es mear fuera del tiesto -concluyo-. Nuestra investigación ha de seguir otros derroteros.
– Tú investiga, pero las órdenes de arriba son que no descartemos el atentado terrorista.
Ahora ya me cabreo.
– Pues si tanto les gustan los atentados terroristas, ¡que investiguen los de arriba!
Guikas me mira unos instantes en silencio.
– Escúchame, Kostas. En este país hay dos tipos de folloneros. Los folloneros que causan disturbios y los que nos gobiernan. Tú, como policía, ¿de qué lado estás?
– De los que gobiernan -contesto a regañadientes.
– El otro día, en la boda de tu hija, te dije que te quería, pero ahora te diré algo más. Tu única esperanza de jubilarte como director de Seguridad del Ática es que yo llegue a ser director general de la policía griega. Si ese puesto acaba ocupándolo otro candidato, tú te jubilarás como comisario. Y tal como va el recorte de las pensiones, estarás jodido. ¿Te ha quedado claro?
Como respuesta, sólo se me ocurre un escueto «sí».
– Entonces calla y sigue la corriente -es su veloz réplica.
No hay nada más que decir, o, más exactamente, Guikas no tiene nada más que decirme, de modo que salgo del despacho con el rabo entre las piernas. Gracias a Dios que Adrianí no estaba presente, porque ahora me soltaría un chorreo de campeonato.
Me da igual que haya o no una manifestación convocada por los funcionarios. Bajo la avenida Alexandras y tuerzo a la izquierda en Mustoxidi. Me identifico como agente de policía y me permiten aparcar dentro del recinto de los juzgados. El despacho de Mavromatis se encuentra en la segunda planta del edificio K. Sólo hay un despacho con la puerta abierta, ocupado por un cincuentón calvo, perdido detrás de la montaña de papeles que atestan su escritorio.
Cuando me presento, se levanta y me tiende la mano.
– ¿En qué puedo ayudarle, comisario?
Le digo que investigo el asesinato de Zisimópulos y luego le cuento todo lo que me ha revelado Tsolakis. Escucha sin interrumpirme ni una sola vez.
– ¿Cómo se ha enterado de todo esto? -me pregunta visiblemente sorprendido.
Para no meter en un lío a Tsolakis, decido no revelar mi fuente y recurro a un subterfugio:
– Aún estamos en las investigaciones preliminares. Ni siquiera tenemos un sospechoso, de modo que damos palos de ciego. En cuanto completemos las pesquisas, enviaremos el expediente a la fiscalía. Pero, si usted me confirmara algunos datos, podríamos abrir nuevas líneas de investigación.
– El Coordination and Investment Bank tiene su sede en Vaduz, y nosotros no estamos autorizados a investigar transacciones realizadas en países extranjeros. -No descarta que mi información sea fehaciente, pero también él recurre a un subterfugio.
– No nos interesa el banco de Vaduz. Queremos saber si el Banco Central está involucrado en las transacciones y si esa participación pudo conducir al asesinato de Nikitas Zisimópulos.
– No se puede investigar a uno de los bancos griegos más importantes si no se ha interpuesto una denuncia, o si no hay datos más concretos, comisario. Si comenzáramos a investigarlo, podría agitar inútilmente las ya tormentosas aguas, no sólo en el Banco Central sino en el gobierno. Lo único que puedo asegurarle es que nunca ha habido tal denuncia. Si no, ya lo habríamos investigado, aunque fuera con discreción.
No afirma que nunca hubo transacciones de ese tipo, sólo que nunca se denunciaron. Es decir, que tal vez sí se realizaran dichas transacciones. En fin, que no hay quién se aclare. Me devano los sesos para ver qué más podría preguntarle cuando Vlasópulos me llama al móvil.
– Tenemos una nueva víctima, señor comisario. Y esta vez es un extranjero.
– ¿Un extranjero?
– Un inglés, un tal Richard Robinson. Es el director general del First British Bank. Su secretaria ha encontrado el cadáver esta mañana en su despacho. De… decapitado. -Le cuesta pronunciar la última palabra.
– ¿Dónde está la sede central del banco?
– En la calle Mitropóleos. Un edificio neoclásico recién restaurado.
– Voy para allá.
Es la peor noticia que podrían darme. No sólo porque tenemos otra víctima, sino porque es un extranjero. Parece que Mavromatis ha deducido por mi expresión que sucede algo grave, porque pregunta:
– ¿Qué ocurre, señor comisario?
– Ocurre que ha aparecido una nueva víctima, un ciudadano británico. El director general del First British Bank.
– ¿Robinson? -pregunta y se levanta de un salto.
– El mismo. Se imaginará usted el revuelo que se producirá ahora, ¿no? -Antes de salir de su despacho me detengo en la puerta-. Le sugiero que investigue un poco la filial del Banco Central, señor fiscal. Aunque sea con discreción. Así estaremos preparados para afrontar lo peor.
Lo dejo con la sorpresa pintada en el rostro y abandono el despacho.
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