Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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Me revuelvo como una bestia enjaulada buscando por dónde llegar a la sede central del First British Bank sin toparme con la manifestación de funcionarios. Mi intención es dejar el Seat cerca de Monastiraki y subir a pie por la calle Mitropóleos hasta el banco.

Mi plan funciona hasta la calle Sócrates, donde empiezan los problemas. He conseguido evitar la manifestación pero tropiezo con un atasco formidable de coches, cuyos conductores han seguido la misma estrategia que yo. Pero no me sorprende eso, sino que, por primera vez en la historia de esta ciudad, nadie protesta, nadie toca el claxon. Parece que las marchas y las manifestaciones diarias han conseguido romper las resistencias y la gente se ha rendido a lo irremediable. También los agentes de tráfico. Cuatro coches más adelante, un conductor intenta dirigirse a un guardia de tráfico apostado en el cruce de San Constantino con Sócrates y éste le responde con un gesto lánguido que significa: «Vamos, circule», renunciando a contestarle con palabras.

Cuando llego a la altura del agente, me identifico y pregunto:

– ¿Hay alguna manera de llegar a la calle Mitropóleos evitando este atasco?

– ¿No ha podido encontrar un coche patrulla? -se sorprende-. ¿Están todos de servicio?

– Yo estaba en los juzgados por un asunto de trabajo y me han avisado para que acudiera urgentemente a Mitropóleos.

– No sé qué decirle, señor comisario. Tal como están hoy las cosas, yo, en su lugar, no iría ni a por tabaco sin un coche patrulla.

Zanja así la conversación y yo avanzo un par de metros hasta pegarme otra vez al coche de delante. Se me ocurre dejar San Constantino en la plaza de Omonia, rodear la plaza y seguir por Atenea, pero tengo miedo de liarme todavía más y abandono la idea.

Parece que las cosas mejoran un poco en la avenida del Pireo. Bajo hasta Gasi y enfilo la calle Hermes. De ahí a Monastiraki no hay más de medio kilómetro.

Me felicito por haber dejado el Seat en la calle Atenea, pues está prohibido circular por Mitropóleos. El edificio se encuentra subiendo a la izquierda. Es, en efecto, un inmueble neoclásico de tres plantas que acaban de restaurar. Delante del edificio, varios coches patrulla han bloqueado la calle y dos agentes de policía custodian la entrada. El único vehículo que no es policial es la ambulancia. Varios agentes de tráfico intentan alejar a los curiosos.

Me identifico ante un oficial y entro en el banco. Enseguida descubro que el estilo neoclásico sólo es una fachada, porque en el interior la arquitectura tradicional ha sido sustituida por elementos de metal y vidrio. Pregunto a otro oficial dónde está la víctima y subo al tercer piso.

El ascensor se abre a una sala de espera que, como siempre, alberga el escritorio de la secretaria. Apenas he tenido tiempo de dar los buenos días cuando casi me doy de bruces con Stazakos. Sabía que iba a encontrármelo, pero al parecer he reprimido la idea. Por lo tanto, me pilla desprevenido y me toma la delantera.

– ¿Qué haces tú aquí? -pregunta con acritud.

– Nada en especial -le digo en el mismo tono-. Me han avisado de que hay otra víctima, asesinada como Zisimópulos. ¿Y tú?

Stazakos me mira con una mezcla de altivez y aburrimiento.

– Escucha, Jaritos. Te dije desde un principio que estos asesinatos son obra de terroristas, y no me hiciste el menor caso. Pues bien, ahora lo verás por ti mismo.

A punto estoy de soltarle que, en el desierto, los hambrientos ven espejismos y que él está hambriento de éxito y fama, pero me callo para no discutir con él delante de los demás policías y de los expertos de la Científica, que ya nos lanzan miradas de curiosidad.

– En estos momentos están abiertas las dos posibilidades, la del atentado terrorista y la del crimen común. Por lo tanto, tengo la obligación de investigar -le digo con calma.

Stazakos se encoge de hombros.

– Te bastaría con leer mi informe, pero allá tú, haz lo que te parezca.

Doy por finalizada la conversación y entro por la puerta abierta al despacho contiguo. Tengo que frenar en el último momento para no caerme encima de Stavrópulos, el médico forense. Está arrodillado junto a un cadáver decapitado, que luce un carísimo traje gris con camisa blanca y corbata a rayas azules. Los puños de la camisa están abrochados con gemelos. De debajo del puño izquierdo asoma un reloj de oro. No sé cómo solía vestirse Zisimópulos, ya que lo encontramos con ropa como para trabajar en el jardín, pero Robinson me recuerda a un maniquí de escaparate. En el lado izquierdo, a la altura del pecho, alguien ha dejado una hoja tamaño Din-A4 con una enorme D, igual que en el caso de Zisimópulos. El asesino también dejó aquí su firma, pienso, y eso no augura nada bueno.

Stavrópulos alza la vista hacia mí.

– Lo han degollado, igual que a Zisimópulos -dice secamente-. El asesino debió de esconderse detrás de la puerta y le sajó el cuello en cuanto entró en el despacho. Sólo te digo una cosa: el asesino maneja la espada como un profesional.

– ¿Dónde está la cabeza?

Stavrópulos señala un paquete envuelto en celofán, en el suelo, junto al escritorio. El golpe debió de ser tan fuerte que la cabeza, tras desprenderse del cuerpo, rodó unos metros. Me acerco y contemplo la cabeza de un hombre que rondaba los cuarenta y cinco y tenía abundante pelo negro. Los ojos, abiertos, contemplan el techo.

– ¿Hora aproximada de la muerte?

Stavrópulos consulta su reloj.

– Ahora son las once. Debió de morir entre las cinco y las siete de la mañana.

– ¿Esta misma mañana?

– Sí. Aún estaba caliente cuando he llegado.

– ¿Y cómo entró el asesino? ¿Nadie lo ha visto?

El forense se encoge de hombros.

– No sé qué decirte. Pregunta a los de la Científica, tal vez ellos tengan alguna pista.

De repente me doy cuenta de que mis ayudantes no están aquí y me enfurezco. Me han enviado a mí y ellos se han quedado en su despacho, hablando de las pensiones. Enseguida llamo a Dermitzakis para pegarle la bronca, porque él es, de los dos, el que más se escaquea.

– Estábamos a punto de salir, pero nos ha detenido Stazakos -se justifica-. Nos ha dicho que él se encargaba, que no hacía falta que fuéramos.

– Venid ahora mismo. Y la próxima vez que Stazakos os diga qué tenéis que hacer, me llamáis para confirmarlo.

Salgo del despacho con la intención de poner las cosas en su sitio. Stazakos está hablando con su segundo, Sgurós, un hombre serio que ha sudado sangre al lado de su jefe.

– Dime, Lukás, ¿desde cuándo decides tú lo que han de hacer mis hombres?

Al principio no comprende de qué le hablo.

– ¿Qué hombres?

– Vlasópulos y Dermitzakis. Les has dicho que no hacía falta que vinieran.

– Tampoco hacía falta que vinieras tú -contesta con arrogancia mientras Sgurós opta por alejarse discretamente.

– Es Guikas quien decide lo que hace falta y lo que no. Y en mis investigaciones, soy yo quien decide, ¿estamos?

Lo dejo para ir en busca de Dimitriu, de la Científica; quizá él pueda darme alguna información. Está inspeccionando unos armarios en la segunda planta.

– ¿Sabes ya cómo entró el asesino?

– Seguramente, por la puerta trasera. La alarma estaba desactivada.

– ¿No tienen guardias de seguridad?

– No, sólo una alarma. Tampoco hay puertas con cámaras, de esas que fotografían a los que las cruzan. La tacañería de los ingleses… Nosotros, al menos, nos hemos ido a pique por derrochadores, pero ellos, con lo míseros que son, ¿cómo demonios han podido irse a pique?

– Echemos un vistazo.

Bajamos a la planta baja y atravesamos la gran sala abierta al público. Dimitriu me conduce a través de una puerta que hay detrás de las dos cajas. Entramos en una especie de cuartito lleno de estantes. Da la impresión de que ahí se guardan los impresos del banco. Dimitriu abre otra puerta, al fondo del cuartito, y salimos a un callejón.

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