Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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Nos miramos y me da rabia que no se me hubiera ocurrido antes, pero Stazakos se me adelanta con su conocida táctica de hablar a bulto.

– ¿Qué opinan del sirviente de su padre, el tal Bill? -pregunta a los Zisimópulos Brothers-. ¿Por qué pensar que su muerte es la venganza de alguien que había tenido tratos con el banco y no de Bill, por alguna discusión que pudieron tener?

Opto por no entrar en la conversación, ya que en mi mente empiezan a perfilarse otras posibilidades. Los hermanos intercambian miradas y se echan a reír. La atmósfera entre ellos es cualquier cosa menos luctuosa.

– ¿Bill? ¿Cree que pudo matarlo Bill? -pregunta John y nos traspasa a todos con la mirada.

– ¿Por qué? ¿Porque es sudafricano y sabe manejar la espada? -Nick concluye el razonamiento de su hermano.

Guikas y yo callamos y dejamos que Stazakos se espabile sólito: no haber hablado por hablar. Y Stazakos prosigue impávido:

– Exacto. Es sudafricano, negro, pero también medio inglés, y no podemos descartar que pertenezca a una organización terrorista.

John hace un verdadero esfuerzo por mantener la calma.

– Señor Stazakos, la familia de mi esposa conoce a Bill desde hace muchísimos años. El hermano mayor de Bill sigue estando al frente del personal de servicio de su casa. Cuando nuestra madre murió, pensamos que Bill cuidaría mejor de papá que cualquier búlgara o rusa. Lo trajimos a Grecia porque confiamos plenamente en él. -Termina de hablar y se pone de pie, seguido de su hermano-. Creo que ya les hemos contado todo lo que sabemos -dice a Guikas-. Si tienen más preguntas, ya saben cómo localizarnos.

Stazakos y yo miramos a Guikas desconcertados. Él se levanta y nosotros le imitamos.

– ¿Cuándo podremos recoger los restos mortales? -pregunta Nick.

– Hoy mismo, si quieren. Nosotros ya hemos terminado -responde Guikas.

Los dos hermanos se despiden de Guikas y de Stazakos estrechándoles la mano. Cuando me llega el turno, me ofrezco a acompañarles con solicitud casi servil.

Guikas y Stazakos se sorprenden pero no pueden objetar nada. Los tres salimos del despacho, los hermanos delante y yo detrás.

– ¿Les importaría pasar por mi despacho un momento? -pregunto mientras esperamos que llegue el ascensor.

Me miran sorprendidos.

– ¿Por qué? ¿Aún no hemos terminado? -dice John.

– Yo no pertenezco a la Brigada Antiterrorista, sino a la de Homicidios. Creo que su padre murió a manos de un asesino común, no de un terrorista.

– ¡Pues claro que mi padre no fue víctima de un atentado! ¡Eso son estupideces! -afirma Nick con total convicción.

– Por eso mismo quisiera hacerles unas preguntas que no tienen nada que ver con el terrorismo.

No contestan, salen conmigo del ascensor en la tercera planta y me siguen a mi despacho. No tengo mesa de reuniones ni sillones confortables, de manera que tienen que conformarse con las dos sillas metálicas que hay delante de mi escritorio.

– Les seré sincero -empiezo-. Por las pesquisas que he realizado hasta el momento, deduzco que su padre era un hombre difícil que no inspiraba simpatía.

Nick suelta una risita amarga, pero John contesta con gran seriedad:

– Nuestro padre no sólo era difícil: era insoportable, señor comisario. Nos mortificó a todos, a nuestra madre, a nosotros y a todos aquellos con los que trabajaba. Sólo le satisfacían sus propias obras. Para él, los demás éramos unos inútiles. Cuando nos envió a estudiar a Inglaterra, Nick y yo supimos que nunca volveríamos a casa.

– Mientras vivía mamá, veníamos a menudo a visitarla -añade Nick-. Después de su muerte, la relación con mi padre se volvió más formal y distante.

– ¿Por qué no lo han mencionado antes?

– Porque no nos lo han preguntado -responde Nick-. Estaban obsesionados con el terrorismo y el pobre Bill.

– Sería una ironía del destino que el hombre que aterrorizaba a todo el mundo hubiera muerto a manos de un terrorista, pero no es probable -dice John y se pone de pie-. Para mí, el móvil más probable es la venganza. Busque entre aquellos a los que mi padre les amargó la vida, a los que perjudicó e injurió, señor comisario. Por desgracia, nosotros vivimos en Inglaterra y no sabemos quiénes son, pero sin duda son muchos.

Sus palabras confirman el testimonio de la secretaria de Zisimópulos y explican por qué los hijos no muestran el menor desconsuelo por la muerte de su padre. Apenas he cerrado la puerta tras ellos cuando suena mi móvil. Es Fanis.

– ¿Vas a trabajar hasta tarde? -pregunta.

– Creo que no.

– ¿Qué te parece si nos acercamos a la casa de Jaris Tsolakis? Le gustaría contarte algunas cosas relacionadas con tu investigación.

– Pues vamos.

Cuelgo el teléfono preguntándome qué puede querer contarme Tsolakis. Por el otro lado, no he avanzado ni un solo paso. No tengo datos, ni móvil, ni un círculo de sospechosos en el que investigar. Cualquier ayuda es bienvenida.

9

Paso por casa para recoger a Adrianí y dejarla en el apartamento de Katerina. Después, Fanis y yo iremos a hablar con Jaris Tsolakis, que vive en el barrio de Politía. Son las ocho de la tarde y el termómetro marca veintinueve grados, pero el tráfico recuerda el de una tarde de enero, pasadas las fiestas de Año Nuevo.

– La gente no sale de casa -comenta Adrianí.

– Primero, ha subido el precio de la gasolina y, segundo, no sobra dinero para salir. Como mucho, un cafetito por la tarde y gracias.

Cuando Adrianí se ve en apuros, no se entrega a la desesperación sino a la filosofía.

– Qué se le va a hacer -dice-. No se van a morir por quedarse un poco en casa. Además, ya no hace falta ponerse paños húmedos en la frente, ahora todo el mundo tiene aire acondicionado.

Tardamos un cuarto de hora en ir de Pangrati a casa de Katerina. Acompaño a Adrianí al piso para darle un beso a mi hija, pero ella no está.

– ¿No os lo ha contado? -se extraña Fanis.

– ¿Contarnos qué?

– Ha encontrado trabajo dando clases de derecho a jóvenes que quieren entrar en la facultad y trabaja cuatro horas a la semana. -Consulta su reloj-. Llegará en cualquier momento.

Adrianí se queda allí, esperando a Katerina, y Fanis y yo ponemos rumbo a Politía.

– Háblame un poco de ese Tsolakis para que me sitúe -digo a Fanis-. Lo único que sé de él es que tiene una cadena de hoteles.

– Claro. Te falta su historial, como decimos los médicos -se ríe Fanis-. ¿No te suena el apellido Tsolakis?

– No. ¿Debería?

Fanis da un rodeo para ponerme en antecedentes.

– Tsolakis tiene mucho dinero, aunque no lo ganó con los hoteles sino con el deporte. El deporte le hizo ganar una fortuna, pero a costa de una salud precaria.

Pienso enseguida en lo que pensaría cualquier ignorante.

– ¿Qué hacía, correr detrás de un balón? -pregunto.

– No, era atleta, un as de los ochocientos metros. Ganaba una carrera tras otra y dejaba atrás a los afroamericanos, a los marroquíes y a los keniatas. Tras cada carrera aumentaban las voces que opinaban que eso no era normal, que Tsolakis se dopaba. Sólo nosotros nos vanagloriábamos y mirábamos hacia otro lado.

– ¿Y?

– ¿Has visto cómo está ahora? Es el resultado de eso que no era tan normal.

– ¿Qué quieres decir?

– Acabaron pillándole en el año 2000, en los Juegos Olímpicos de Sidney. Le prohibieron participar en todas las competiciones por consumir anabolizantes. Entonces él anunció que abandonaba el atletismo.

– ¿Cómo consiguió su fortuna? ¿Corriendo?

– Pues sí, haciendo publicidad de artículos deportivos. Y ganó sumas astronómicas. Aunque hay algo más, que nunca sabremos.

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