– Dice la hanum que no deja de murmurar esta frase y otras, todas incomprensibles -me explica Vasiliadis-. Cuando le hablan no contesta, sólo repite esas frases. -Hace una pequeña pausa antes de añadir-: Sé de qué habla. También nos lo decía a nosotros. Se refiere a su viaje de Giresun a Estambul. Durante tres días no veía más que cielo y mar.
– María, un trozo grande no, también han de comer los demás -dice. De repente la ahoga la tos y su cuerpo enclenque empieza a sacudirse. No tose con mucha fuerza, pero no porque el acceso de tos sea más débil, sino porque no le quedan energías ni para eso-. ¡María, quita las manos de la empanada! ¡María, quita las manos de la empanada! -repite una y otra vez entrecortadamente. Y luego un nuevo acceso de tos.
– ¿Qué dice? -pregunta Murat, que está a mi lado.
– Según Vasiliadis, describe su viaje de Giresun a Estambul. Duró tres días y tres noches. Parece ser que su madre había preparado una empanada de queso para que tuvieran algo que comer en el barco.
Murat me escucha y menea la cabeza.
– Ahora sabemos por qué hizo de la tirópita un arma a la vez que un regalo -dice y sale de la habitación.
– María, un trozo grande no, también han de comer los demás.
Vasiliadis se acerca a la cama, toma la mano de la mujer y lo intenta de nuevo:
– María, soy Markos.
– Tres días, cielo y mar.
– Sí, lo sé. Viajaste tres días y tres noches de Giresun a Estambul. Yo soy Markos, Markos Vasiliadis. ¿Me reconoces, María?
Ella vuelve la mirada sin mover la cabeza y dice:
– Comeré tu caca. Beberé tu pipí.
Vasiliadis se cubre el rostro con las manos y se echa a llorar.
– Es lo que le decía a mi hermana cuando le cambiaba los pañales -dice-. Le besaba las manitas y le decía: «Comeré tu caca. Beberé tu pipí».
Intenta contener las lágrimas, pero no lo consigue. La hanum observa a María y menea la cabeza, como hacen las mujeres cuando se sienten impotentes ante la desgracia.
– ¿Cómo es posible que lo recuerde todo? -me pregunta Vasiliadis-. La travesía por el Mar Negro, lo que le decía a mi hermana cuando era un bebé… Todo.
Le doy una palmadita amistosa en la espalda, sin añadir ningún comentario. No quiero decirle que podría ser el último destello de luz antes de la muerte. Mi padre no se enteraba de nada hacia el final de su vida. Le pedía agua a mi madre y, después de bebería, la insultaba porque no le daba agua. Pocas horas antes de su muerte, se acordó de la guerra civil, de las batallas en Vitsi y en Grammos, y empezó a contar guerrilleros.
La hanum se acerca a Murat, que está de pie junto a mí, y le dice algo.
– ¿Qué te ha dicho? -le pregunto.
– Dice que, si lo preferimos, ella y su marido podrían ir a pasar unos días a casa de su hija, en Tirébolu, para que María se sienta completamente en casa, ya que no quiere ir al hospital. Vasiliadis puede quedarse también para cuidar de ella.
– No, no. Será mejor llevarla al hospital -interviene Vasiliadis, que ha oído las palabras de la hanum.
Murat lo toma del brazo y lo conduce fuera de la habitación. Me quedo a solas con María. Ella mantiene la mirada perdida siempre fija en la pared. La observo y me pregunto de dónde ha sacado fuerzas este cuerpo esquelético para matar a cuatro personas, preparar empanadas de queso, recorrer Constantinopla de arriba abajo e ir siempre un paso por delante de nosotros. Es como si hubiera calculado sus fuerzas al milímetro, para que la pudieran llevar hasta su cama, donde por fin podría venirse abajo.
– ¡María, quita las manos de la empanada! ¡María, quita las manos de la empanada!
Murat y Vasiliadis vuelven a entrar en la habitación.
– De acuerdo, me quedaré en Giresun, en un hotel -dice Vasiliadis-. Pero que esta gente no se vaya de su casa, bastantes sacrificios han hecho ya.
No hago ningún comentario. Comprendo que Murat lo ha convencido de que reconsidere su decisión. Echo una última mirada a María, a la que vuelve a sacudir la tos, y salgo del dormitorio.
– ¿Qué le has dicho a Vasiliadis? -pregunto a Murat.
– Le he preguntado si había pensado bien la opción del hospital. Le he dicho que allí María dormirá y despertará con un policía en la habitación, apostado para vigilarla. ¿Y cómo la tratarán los médicos y las enfermeras cuando sepan lo que ha hecho? ¿Es ésa la mejor manera de pasar los últimos días de su vida?
– Y, sin embargo, sería lo correcto. -Al instante me maldigo por pronunciar estas palabras, mientras me pregunto si no lo habré dicho a propósito para ver la reacción de Murat, porque todavía noto sobre mí la mirada de Guikas y de Despotópulos -pero que se vayan ambos a la mierda-, o para sacudirme la responsabilidad con el «tú lo has dicho».
Murat me mira. Aunque para sus adentros me mande al infierno, no se le nota.
– He hablado con el médico -prosigue tranquilamente-. Opina que el cáncer está generalizado. Por eso no insistió en los análisis y el TAC. Consideró que le acarrearían un sufrimiento gratuito. Además, estas pruebas no se pueden realizar aquí, tendrían que trasladarla al hospital de Trabzon. -Al poco añade, decidido-: Vámonos de aquí. Algunas cosas es mejor no verlas. Dentro de unas horas, dentro de unos días como mucho, estará en manos de Dios. Él la juzgará.
– Discúlpame, no quería ofenderte -le digo-. Sencillamente, no quería que tuvieras problemas por mi culpa. ¿Qué le dirás mañana a tu jefe?
– Lo mismo que le dirás tú al tuyo. Que llegamos tarde y la encontramos muerta. Lo he arreglado con el médico, que expedirá el certificado de defunción con fecha de hoy. ¿Por qué crees que no permití que nos acompañara el conductor?
Dejamos a Vasiliadis con María y bajamos hacia el coche patrulla. Intento borrar de mi mente la imagen de María y sustituirla con la de Katerina y Fanis. Por fin, mientras el coche baja hacia el puerto, lo consigo.
Cruzamos por última vez el puente de Atatürk. El taxi lo recorre y luego tuerce a la izquierda. Me oriento mejor que la mayoría de los turistas gracias al aprendizaje forzoso que me impuso María Jambu, por eso sé que nos dirigimos al paseo marítimo y que pasaremos por delante del Mercado Egipcio. Son las siete y media de la mañana y, por primera vez, se abre ante mis ojos otra Constantinopla, ahora con sus pequeños comercios cerrados y las persianas bajadas, con edificaciones de planta única apiñadas, descuidadas y con la pintura desconchada. A lo largo de la avenida, los vendedores ocupan las aceras para vender salepi y roscas de pan crujientes, como en Tesalónica.
Instantes antes de mi partida, descubro que parte de la belleza de la ciudad procede de su pulso, de esa fiebre que sube cada mañana y desciende a última hora de la noche. Esa fiebre oculta gran parte de su fealdad; la febrilidad te distrae y no te fijas en ella. Ahora que las calles están vacías y no hay hombres ni vehículos que actúen como rompeolas visuales, queda al descubierto su aspecto mísero.
En cuanto el taxi toma el desvío hacia el aeropuerto, la miseria da paso a los grandes centros comerciales del paseo marítimo, a las murallas bizantinas y al mar. Echo una última ojeada a los barcos que entran y salen del puerto, a la costa asiática, al otro lado, y al enorme petrolero que avanza lentamente delante de ella.
Adrianí mira a través del parabrisas mientras, con la mano izquierda, aprieta las asas de un bolso. Es un bolso de viaje que ha superado los límites de la gordura y está a punto de reventar. La vi llenarlo con pasión castigadora en el hotel, pero opté por hacer la vista gorda, para no abandonar la ciudad enfurruñados.
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