Petros Márkaris - Muerte en Estambul

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Tras la boda de su hija Katerina, el comisario Kostas Jaritos decide tomarse unos días de descanso y viajar con Adrianí, su temperamental mujer, a Estambul, ciudad estrechamente relacionada con la historia de Grecia. Así pues, mezclado con cientos de turistas, Jaritos se lanza a admirar iglesias, mezquitas y palacios mientras degusta la gastronomía del lugar y discute no sólo con su mujer sino también con los miembros del grupo con el que viaja. Sin embargo, todo se tuerce cuando algo aparentemente tan nimio como la desaparición de una anciana en un pueblo de Grecia se convierte de pronto en un caso de asesinato, pues informan a Jaritos de que han encontrado muerto a un pariente de esa anciana… y de que ésta se dirige a Estambul. Jaritos tendrá que trabajar codo con codo con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo que protagonizaron en 1955, permanecen en la ciudad.

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– ¿Quién iba a avisar, y a quién? A este barrio llegan a diario familias de Anatolia, de Turkmenistán y de Azerbaiyán. ¿Quién se va a fijar en una cara nueva cuando todas lo son?

Cruzamos la calle y nos aproximamos a la casa de Ekaterini Dágdelen. Pese a que la puerta está cerrada, basta que Murat le dé un empujoncito para que se abra sin dificultad.

El hedor lo invade todo. Nos miramos sabiendo lo que nos espera: otro cadáver. Muy cerca de la entrada arranca una escalera que conduce a las plantas superiores. En la primera, a la izquierda, hay una puerta cerrada, mientras que al fondo veo una segunda puerta, abierta ésta, a través de la cual se divisa una cocina. Entramos primero allí. Está reluciente, como si la hubieran limpiado a conciencia el día anterior. Murat abre uno de los armarios.

– Tenías razón, vive aquí -dice y saca del armario una caja de hojaldre para empanadas, una botella de aceite y un trozo de queso feta envuelto en papel manteca.

– ¿Nada más? -le pregunto.

– Nada más.

– Hemos llegado tarde, ya se ha ido.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprende Murat.

– Falta el veneno. Se lo ha llevado.

– No te precipites. Quizá lo encontremos en otra parte.

Es posible, aunque mi intuición me dice que no encontraremos ni el veneno ni a María.

Antaño, la estancia debió de hacer las veces de salón. Ahora sólo queda una mesa y dos sillas desvencijadas. Si había otros muebles, cosa muy probable, alguien supo aprovecharse de la falta de herederos.

En la segunda planta sólo hay un dormitorio. La cama de matrimonio es de hierro. El colchón está cubierto con una manta, extendida con el esmero que pondría un ama de casa.

– Dormía aquí -afirma Murat.

Estoy de acuerdo, pero otra cosa atrae mi atención. En la pared, junto a la cama, hay una estantería con dos viejos iconos.

En uno apenas se distingue la figura de la Virgen con el niño; el otro debe de ser de algún santo. En los iconos se apoyan cuatro fotografías. En una de ellas aparece una pareja que sonríe a la cámara; en las otras tres, se ven dos mujeres y un hombre, fotografiados por separado. Dos de las fotos, la de la pareja y la de una de las mujeres, están apoyadas en el icono de la Virgen. Las otras dos, la foto del hombre y de la otra mujer, se apoyan en el icono del santo. Delante de todas ellas arde un candil.

– ¿Quiénes serán? ¿Tienes alguna idea? -pregunta Murat.

– No, las caras no me suenan de nada.

El cadáver está en la tercera planta. Es una mujer de edad avanzada, bien conservada y bien vestida. Lo de bien vestida es más bien una suposición, ya que el vómito se ha secado sobre la blusa y la cubre por completo. La misma imagen que la de Kemal Erdémoglu. La mujer está tendida en un diván, delante de las ventanas de la tercera planta, que dan al patio de la iglesia. Miro a mi alrededor y, sobre la mesa solitaria que ocupa el centro de la habitación, no hay restos de empanada de queso, ningún plato. La casa brilla como una patena.

– Limpió la casa -observa Murat como si le costara creérselo.

– Es lo que hizo toda su vida. Dejar la casa limpia antes de irse.

Murat no se ocupa en absoluto de la víctima. Saca el móvil y empieza a hacer llamadas. No hace falta que se lo pregunte, sé que llama a la Brigada Científica y al Departamento Forense.

De repente empieza a invadirme el pánico. Este asesinato trastocará mis planes por completo; quizá no pueda irme de la ciudad, ni siquiera sólo para la boda. Mi primera desazón es por Katerina, que se llevará un disgusto, y la segunda por Adrianí, que se pondrá furiosa. Y aquí no hay baraja marcada que valga: se la ha llevado María Jambu.

Quizá se deba al pánico, que me impulsa a buscar desesperadamente una solución, pero lo cierto es que mi mente empieza a despejarse.

– Quiero que hagas venir a Efterpi Lasaridu -digo a Murat, al tiempo que saco mi libreta del bolsillo-. Vive en Ç imen sokak, en Fanar. El conductor del coche patrulla que me llevó el otro día sabe dónde está la casa.

Murat me mira dubitativo, pero no me lo discute. Saca de nuevo el móvil mientras también yo busco el mío para llamar a Adrianí:

– Necesito el número del móvil de la señora Kurtidu.

– ¿Para qué?

– No es momento de hacer preguntas -la corto-. Tenemos otra víctima y vamos contrarreloj. Dame el número de la señora Kurtidu.

Adrianí comprende que no debe insistir y me da el número.

Intento ocultar mi desasosiego y mostrarme cortés:

– Señora Kurtidu, ¿sería tan amable de darme el teléfono de Ioanna Sarátsoglu?

– Ya vi que anoche charlaban muy animadamente -me dice ella con su habitual jovialidad-. Ioanna es una excelente persona. Fue profesora de mi hija, Marika.

A punto estoy de decirle que no busco novia, pero me reprimo y rápidamente llamo a la señora Sarátsoglu.

– Señora Sarátsoglu, necesito que me haga un favor. Quiero que venga a Psomaziá, a la casa de Ekaterini Dágdelen. Está enfrente de la iglesia. Es una casa de tres plantas, prácticamente en ruinas. ¿Mando un coche patrulla a buscarla?

– No se moleste, iré en mi coche -contesta tras reflexionar unos instantes.

– ¿Te importaría decirme cuál es tu plan? -pregunta Murat.

– Si María tenía las fotografías junto a los iconos y el candil, sin duda se trata de personas queridas para ella. Es posible que Efterpi Lasaridu y una profesora que conocí anoche puedan identificarlas.

– De acuerdo, pero ahora tengo que salir de aquí, porque voy a vomitar.

En el instante en que nos disponemos a abandonar la habitación, me fijo en un documento impreso en turco que se encuentra encima de la mesa.

– ¿Qué es esto? -pregunto a Murat.

Él le echa un rápido vistazo sin tocarlo.

– Es un formulario de cesión de poderes para un abogado -responde.

– O sea, que la víctima debía de ser abogada.

– Sí, y María la atrajo hasta esta casa con el pretexto de querer encargarle la venta del inmueble. La envenenó en la planta superior, para que no tuviera fuerzas para bajar las escaleras y pedir ayuda.

A mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, no les irían mal unas cuantas lecciones de Murat. Si lo tuviera en mi departamento, no quedaría crimen sin resolver.

– Tenías razón, María Jambu se ha ido -dice Murat cuando ya estamos en la calle, al fin lejos de la pestilencia-. No hemos encontrado ni el veneno ni su maleta.

A los diez minutos se plantan ante nosotros la furgoneta de la Brigada Científica y la ambulancia, acompañadas de un coche patrulla. El forense llega por separado, en su propio coche. Murat les da instrucciones y desaparecen en el interior de la casa. Los policías intentan alejar a los curiosos, que se han olido el espectáculo y acuden como moscas. Entre ellos, el sacerdote, que sale de la iglesia y se me acerca.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta inquieto.

– Ya lo sabrá mañana.

Me mira extrañado pero no insiste. Cruza la calle para volver a la iglesia.

Efterpi Lasaridu es la primera en llegar. Lo hace en un coche patrulla; el conductor, amablemente, le abre la puerta y la ayuda a bajar. En cuanto me ve, corre hacia mí.

– ¿Ha muerto alguien más? -pregunta acongojada.

Sé que la voy a obligar a contemplar un espectáculo espeluznante; será un duro golpe, teniendo en cuenta su edad.

– Señora Lasaridu, procure mantener la calma -le advierto-. Lo que va a ver no es agradable. Aunque voy a decirle una cosa: puedo equivocarme, pero creo que usted no conocía a la víctima. Antes, sin embargo, quisiera mostrarle otra cosa.

La guío hasta el interior de la casa y la ayudo a subir las escaleras. Murat nos sigue. Cuando alcanzamos el primer piso y abro la puerta, Efterpi Lasaridu, temiendo lo peor, cierra los ojos. Al abrirlos y ver que allí no hay nada, se tranquiliza.

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