Petros Márkaris - Muerte en Estambul

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Tras la boda de su hija Katerina, el comisario Kostas Jaritos decide tomarse unos días de descanso y viajar con Adrianí, su temperamental mujer, a Estambul, ciudad estrechamente relacionada con la historia de Grecia. Así pues, mezclado con cientos de turistas, Jaritos se lanza a admirar iglesias, mezquitas y palacios mientras degusta la gastronomía del lugar y discute no sólo con su mujer sino también con los miembros del grupo con el que viaja. Sin embargo, todo se tuerce cuando algo aparentemente tan nimio como la desaparición de una anciana en un pueblo de Grecia se convierte de pronto en un caso de asesinato, pues informan a Jaritos de que han encontrado muerto a un pariente de esa anciana… y de que ésta se dirige a Estambul. Jaritos tendrá que trabajar codo con codo con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo que protagonizaron en 1955, permanecen en la ciudad.

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Aleka Kurtidu nos recibe con un «bienvenidos» y una gran sonrisa. Acepta los dulces con el típico «no era necesario» y nos acompaña para hacer las presentaciones de rigor. El salón no tiene la sencillez de la sala de los Taifur. También está decorado con buen gusto pero no le faltan los objetos de plata en el aparador, sendos ribetes dorados en el respaldo del sofá y los dos sillones, ni una incrustación circular dorada en cada una de las patas de la mesa.

Aleka nos presenta a un matrimonio de su misma edad, que ocupa los dos extremos del sofá.

– El señor y la señora Meimároglu. -Nos decimos «mucho gusto» y nuestra anfitriona nos acerca a una pareja joven que, seguramente, no ha alcanzado la treintena.

– Y aquí están nuestros recién casados -anuncia orgullosa-. Eleni y Jaris Dikmén. Eleni y Jaris son amigos de Marika, mi hija. Marika tenía muchas ganas de venir a la boda pero, por desgracia, no pudo. -Eleni se levanta y me saluda efusivamente. El «mucho gusto» que profiere Jaris ha sonado como Murat hablando en griego.

La última parada de la ronda de presentaciones se hace delante de una mujer de cincuenta y tantos, que está sentada sola en un sillón y fuma como un carretero.

– No te molestes en presentarnos, Aleka. Ya me presento yo -le dice a la anfitriona antes de volverse hacia nosotros.

– Ioanna Sarátsoglu, profesora de lengua y literatura en el colegio Zappio -dice y enciende otro cigarrillo.

La mesa luce un mantel blanco almidonado, platos de porcelana, tres copas distintas de cristal, cubertería de plata y servilleteros también de plata con iniciales grabadas, algo que en Atenas sólo vería si me invitaran a cenar con el presidente de la República, lo cual se me antoja harto improbable. Los hombres nos alternamos en los asientos con las mujeres y a mí me toca junto a la profesora de lengua y literatura.

De repente me acuerdo del cumplido de la señora Kurtidu a propósito de los hábitos de Adrianí en la mesa y constato que, en efecto, sobre la mesa han desplegado una decena de platos distintos, unos calientes y otros fríos. Lo que nosotros llamamos «bufé» es aquí una cena en toda regla, y la diferencia es enorme. Porque, en un bufé, en tu plato se acumula una pirámide de manjares, mientras que aquí vas picando bocadito a bocadito. Los invitados se deshacen en alabanzas hacia el arte culinario de la señora Kurtidu, aunque el elogio más encantador se lo hace Adrianí.

– Después de tantos días en esta ciudad, pensando que probábamos la cocina local, Aleka -la tutea-, sólo ahora me doy cuenta de lo que realmente significa comer en Estambul.

La señora Kurtidu se lo agradece emocionada, aunque no puede apreciar el calibre del elogio, pues no sabe qué parca es Adrianí a la hora de alabar la cocina de los demás.

A partir de este momento, la conversación toma un derrotero que no puedo seguir: gira en torno a las parroquias, las iglesias, el Patriarcado, el hospital y el geriátrico de Baluklís, el Zografio, el Zappio y la Gran Escuela de la Nación. Seis de los comensales hablan exclusivamente de temas personales, dos -Adrianí y yo- no se enteran de nada y comen porque no tienen nada mejor que hacer, y la señora Sarátsoglu no muestra el menor interés en participar en las conversaciones.

– Nos hemos liado a hablar de nuestras cosas y les hemos dejado al margen -se disculpa la señora Sarátsoglu en un momento dado.

– No se preocupe, es lógico -le respondo, aunque empiezo a sentirme doblemente harto: de comer y de aburrirme.

– ¿Sabe?, cuando me he presentado no he sido muy precisa. He sido profesora de lengua y literatura en el colegio Zappio, pero ya no lo soy. Este año me he jubilado.

– ¿Lo lamenta? -pregunto, porque esto podría explicar su incesante manera de fumar, que ni siquiera interrumpe en la mesa.

– Sí y no. Sí, porque el Zappio era mi vida y ahora no sé qué hacer para llenar mi tiempo. Y no, no lo lamento, porque estos últimos años me había hartado de enseñar las obras de Palamás, Venesis y Kavafis a niños que a duras penas saben cuatro frases en griego. -Instantes después formula la inevitable pregunta-: ¿Tienen hijos, señor comisario?

– Una hija. Estudió Derecho en Tesalónica y ahora está haciendo las prácticas en Atenas.

– ¿Estudió griego antiguo?

– No. Cuando Katerina fue al instituto, habían eliminado el griego antiguo de los planes de estudios.

– A veces pienso que daría igual si enseñara mi materia en griego antiguo. Lo expliques como lo expliques, los niños tienen las mismas dificultades. Últimamente, tenía la sensación de impartir clases en un colegio extranjero. En el Saint Benoit, en el Colegio Alemán o en el Notre Dame de Sion. Los niños de nuestra escuela aprenden la gramática griega, hablan griego en clase cuando es necesario, pero cuando vuelven a casa hablan su lengua, el árabe. Igual que los alumnos de los colegios extranjeros.

– ¿No hay niños griegos en las escuelas?

– Sí hay. Como hay niños franceses en el Saint Benoit y alemanes en el Colegio Alemán. Pero son una minoría.

La cena ha terminado y nos dirigimos al salón para tomar el café. Sigo a la señora Sarátsoglu y me siento a su lado. En primer lugar, porque de repente me cae muy bien y, en segundo lugar, porque los demás seguirán hablando de sus cosas y me sentiré marginado.

– Eso también forma parte de la lucha -dice Sarátsoglu.

Pienso en lo obvio.

– ¿La lucha por la supervivencia?

– De una lucha abocada a la derrota, señor comisario. Por eso hacemos lo imposible para que no termine. Mientras sigamos luchando, aplazamos la derrota. -De repente se da cuenta de que se está poniendo pesada e intenta cambiar de tema-: Pero no quiero cansarle hablándole de mis problemas. No me lo tenga en cuenta. Creo que aún no me he acostumbrado a la jubilación. -Entonces me acuerdo de Despotópulos, que decía que la jubilación es una forma de paro privilegiado-. ¿Y ustedes por qué han venido? ¿De vacaciones? -pregunta la mujer.

– Ésa era nuestra intención, pero las cosas tomaron otro rumbo.

– ¿Alguna desgracia?

– No, es sólo que el viaje turístico se ha convertido en profesional. -Ni yo mismo sé por qué me siento tan a gusto con la señora Sarátsoglu. Quizá porque ella ha sido la primera en sincerarse y se ha ganado mi confianza. Quizá se deba a mi inseguridad, porque esta ciudad no es Atenas, los rum no son griegos y Murat no es Guikas. O quizá porque fuma como un carretero y me recuerda los buenos tiempos que nunca volverán, y más teniendo en cuenta que mi hija se casa con mi cardiólogo.

– Estamos buscando a una mujer, una tal María Jambu -le digo-. Vino de Drama, está muy enferma, según parece, y ha vuelto para saldar viejas cuentas antes de morir. Empezó con su hermano, a quien envenenó en Drama. Aquí ajustó cuentas con una prima suya, un ciudadano turco y una familia también turca.

– ¿Me está diciendo que mató a su hermano y luego vino aquí para seguir matando? -La mirada de la señora Sarátsoglu contiene partes iguales de asombro y de horror.

– No exactamente. A unos los mata y a otros los recompensa por el bien que le hicieron. -Y empiezo a contarle la historia que, la víspera, me relató la vecina turca de Minás y Zoé.

Ella me escucha pacientemente hasta el final.

– La vecina le contó la verdad -dice cuando termino-. Así sucedieron las cosas. A Zoé se le humedecían los ojos cada vez que oía el nombre de Melek Kaplán.

La miro atónito.

– ¿Usted conocía a los Dágdelen? -pregunto estupefacto.

La señora Sarátsoglu se echa a reír y señala a la pareja de recién casados.

– ¿Ve a esos tortolitos? Están juntos desde niños. Nuestros hijos crecen como si fueran hermanos y acaban casándose, ¿y usted me pregunta si conocía a Zoé y a Minás? -Nada puedo contestar a eso. Sarátsoglu lo sabe y me sonríe-: Zoé era tía mía, hermana de mi madre -me explica-. Y le diré que la vecina turca desconocía un detalle. No sólo se salvaron las alfombras y las joyas. Minás tenía una casa, que pudo poner a nombre de su hermana en cuanto se implantó el varliki y antes de que el hacha de la ley cayera sobre él. Cuando lo perdieron todo, se mudaron a esa casa y, poco a poco, volvieron a reconstruir sus vidas. Por desgracia, cuando ocurrieron los sucesos de septiembre recibió un nuevo golpe y entonces ya no le quedaron más fuerzas. Lo vendió todo y se fueron, aunque no a Grecia, sino a Canadá. A mí me lo contó todo mi madre, que, mientras vivió, mantuvo correspondencia con Zoé.

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