– ¿Y la casa que puso a nombre de su hermana?
– Minás no la vendió, se la dejó a su hermana. Pero ésta hace años que falleció. Minás y Zoé no tenían hijos. Supongo que la herencia pasa a los familiares más cercanos. Quién sabe, quizá yo esté entre ellos -concluye con una sonrisa picara-. Por otro lado, ¿qué sacaría? La casa debe de estar en ruinas y se necesitaría una fortuna para restaurarla.
– ¿Sabe dónde está la casa?
– En Psomaziá.
– ¿Cómo llaman los turcos a Psomaziá? -pregunto, porque ya sé que los griegos de aquí y los turcos emplean nombres distintos para un mismo barrio.
– Samatia.
– ¿Cree que María podía conocer la existencia de esa casa?
– Es muy probable. Aquéllos fueron tiempos revueltos, y la gente, mientras lloraba y se golpeaba el pecho, hablaba de todo a gritos.
De repente, sé dónde puede estar escondida María: en la casa abandonada de la hermana de Minás. Mi descubrimiento, sin embargo, en lugar de procurarme alegría y alivio, me pone en un nuevo dilema. ¿Se lo cuento a Murat o finjo no haber visto nada, no haber oído nada, no saber nada?
Si me callo, el lunes subiré al avión con Adrianí y llegaré a Atenas a tiempo para la boda de mi hija. Si hablo, tendré que seguir con el caso, cosa que no sé dónde nos puede conducir.
El dilema me sigue atormentando en el coche de los Dikmén, que nos acompañan al hotel. Al final, el gilipollas honesto que llevo dentro prevalece y llamo por teléfono a Murat mientras Adrianí está en el baño, porque si me ve telefoneando, pondrá el grito en el cielo.
Oigo el evet soñoliento de Murat.
– Did I wake you? - le pregunto.
– Sí, me has despertado, pero supongo que será por algo importante.
Le cuento toda la historia que he sabido de boca de la señora Sarátsoglu.
– María podría esconderse en casa de la hermana de Minás Dágdelen.
– Estaré en el hotel a las ocho de la mañana -dice.
Ya he colgado el teléfono cuando Adrianí sale del baño. Después, ella duerme el sueño de los justos, y yo, el sueño angustiado de los pecadores.
Tengo una piedra en el estómago, una piedra tan pesada como la que se atan al cuello los que quieren morir ahogados. Mi estómago tocó fondo anoche, con el banquete en casa de los Kurtidis. La indigestión me hizo pasar una noche de perros, durante la cual yo gruñía de dolor y Adrianí protestaba porque no la dejaba dormir.
– ¡Pero qué gula la tuya, hombre! -exclamó indignada allá a la hora del alba-. Aquí has de picotear, no devorar como si fuera tu última cena.
– ¿Y tú qué sabes de cómo hay que comer aquí? ¿Naciste en Tatavla, en Prínkipos, en Moda o en Arnavutkóy y no me lo has dicho? -Me asombra haber recordado a la primera los nombres de todos estos barrios y suburbios de la ciudad, aunque bien es cierto que la ira es el mejor acicate para la memoria, al contrario que la confusión, que la disipa.
Ahora voy sentado al lado de Murat y no dejo de bostezar en cada semáforo, mientras él me lanza miradas de soslayo.
– ¿Te he obligado a despertarte demasiado temprano? -pregunta al final.
– En absoluto, porque no he dormido. Anoche nos invitaron a cenar y comí demasiado.
Murat se carcajea.
– ¿Por qué crees que prefiero las comidas alemanas? Porque nunca te incitan a atiborrarte.
El coche bordea la costa, siguiendo el consabido trayecto hacia el aeropuerto. Circular por esta ciudad es sencillo mientras te ciñes a las arterias principales. Las dificultades empiezan cuando sales de las avenidas para entrar en los callejones. Allí la has liado, y no hay mapa ni brújula que te asista.
Murat tuerce a la derecha y enfila una calle separada del paseo marítimo por una franja poblada de árboles altos, una mezcla de zona de descanso y parque infantil. Las casas del otro lado de la calle presentan una imagen multicolor; cada casa, un color distinto. Esto me despeja, a diferencia de la monotonía del mar, que me adormecía mientras circulábamos por el paseo marítimo. Lo curioso de los barrios pobres de esta ciudad es que son baratos pero coloridos, no como los nuestros, que son baratos y grises.
Murat tuerce de nuevo a la derecha y, un poco más adelante, nos encontramos ante un gran hospital. Aledaña a éste, sube una calle con bloques de pisos de mal gusto a la izquierda y unos cuantos árboles a la derecha, que seguramente pertenecen al jardín del hospital. Murat para el coche y me mira.
– Hasta aquí hemos llegado bien. ¿Sabes cómo hemos de continuar?
– Sugiero que vayamos primero a la iglesia. Allí conocerán la casa de los Dágdelen, si aún sigue en pie.
La iglesia se encuentra en una calle céntrica y, junto con el patio que la rodea, ocupa una gran extensión. La entrada principal está cerrada y tenemos que rodear la manzana hasta encontrar una verja, que también está cerrada. Murat llama al timbre. Pronto se oye una llave que chirría en una cerradura muy antigua y la pesada verja se entreabre. Aparece un hombre de tez oscura, padre de alguna de las alumnas de Sarátsoglu, que nos observa con suspicacia. Dejo que hable con él Murat; creo que a mí me resultaría difícil hacerme entender. Como todo el mundo aquí, también este hombre se muestra mejor dispuesto en cuanto oye la palabra mágica: «pólice». Más allá de su actitud solícita, sin embargo, todo en él indica ignorancia. Al final, le dice algo a Murat y abre la verja de par en par.
– ¿Qué ocurre? -pregunto al ver que Murat echa una mirada amenazadora al portero.
– Me ha hecho perder el tiempo -explica él-. Es sirio, no conoce a nadie, pero se las da de patrón y me ha estado ocultando que en la iglesia hay un sacerdote que, con toda probabilidad, sabrá más que él.
El hombre nos conduce a una estancia muy exigua, donde apenas cabe un gran escritorio de madera y dos sencillas sillas metálicas para las visitas. Un sacerdote cuarentón, delgado y con la barba cuidada se levanta de detrás del escritorio para recibirnos.
– Your turn - me susurra Murat-. Tu turno.
El portero sirio, sin embargo, no está dispuesto a ceder el protagonismo a nadie. Empieza a contárselo todo al sacerdote, en turco y de un tirón.
Intervengo con un: «Escuche, padre», porque el sirio me está poniendo de los nervios, ya bastante maltrechos por culpa de mi dolor de estómago y la falta de sueño.
– No le molestaremos mucho. Sólo quisiéramos hacerle dos preguntas, pero que son muy urgentes. ¿Ha visto o ha oído hablar de una griega que haya llegado recientemente a Psomaziá?
– Amigo mío, hace ya diez años que los griegos abandonaron Psomaziá. Aún quedan algunas familias armenias, pero griegas, ninguna. Yo vengo a la iglesia más para ocuparme de algunos trámites burocráticos que para oficiar liturgias.
– Muchas gracias. Y ahora la segunda pregunta. ¿Sabe dónde se encuentra la casa de una tal Dágdelen?
– ¿De Ekaterini Dágdelen? Claro que lo sé. Ekaterini murió hace diez años. Yo mismo oficié el funeral. Acababa de ser ordenado. Vengan, les indicaré dónde está la casa, no queda lejos de aquí.
Se pone de pie. El sirio hace ademán de seguirle, pero el sacerdote le indica que se quede. Salimos los tres a la calle y él señala una casa de madera en la acera de enfrente, en la siguiente manzana. Es una ruina de tres plantas, semioculta entre dos construcciones baratas de hormigón. En la planta baja hay tres ventanas; en la primera, dos ventanas y una especie de jaula que hace las veces de balcón; en la segunda, de nuevo tres ventanas.
– Permítame una pregunta más, padre. Si alguien se hubiera instalado últimamente en la casa de Ekaterini Dágdelen, ¿avisarían los vecinos, por ejemplo, a usted, o a la policía? -Noto que me mira extrañado-. Sé que mi pregunta puede parecer rara, pero no se preocupe. Sólo deme una respuesta.
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