Petros Márkaris - Muerte en Estambul

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Muerte en Estambul: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras la boda de su hija Katerina, el comisario Kostas Jaritos decide tomarse unos días de descanso y viajar con Adrianí, su temperamental mujer, a Estambul, ciudad estrechamente relacionada con la historia de Grecia. Así pues, mezclado con cientos de turistas, Jaritos se lanza a admirar iglesias, mezquitas y palacios mientras degusta la gastronomía del lugar y discute no sólo con su mujer sino también con los miembros del grupo con el que viaja. Sin embargo, todo se tuerce cuando algo aparentemente tan nimio como la desaparición de una anciana en un pueblo de Grecia se convierte de pronto en un caso de asesinato, pues informan a Jaritos de que han encontrado muerto a un pariente de esa anciana… y de que ésta se dirige a Estambul. Jaritos tendrá que trabajar codo con codo con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo que protagonizaron en 1955, permanecen en la ciudad.

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– Camisas y ropa interior se pueden comprar hasta en Bangladesh. ¡Imagínate en Trebisonda!

En la salida nos espera un oficial de alta graduación, uniformado, que saluda a Murat y me estrecha la mano, pero ignora por completo a Vasiliadis. Tras el «mucho gusto» inicial, entabla conversación con Murat.

– Hemos localizado el autobús -nos informa mientras nos dirigimos al coche patrulla-. La mujer viajó de noche, y llegó hace tres días directamente a Giresun. No pasó por Trabzon -dice, empleando el nombre turco de Trebisonda-. La policía de Giresun está intentando localizarla. Espero tener noticias antes de que lleguéis allí.

El oficial se despide de nosotros y nos deja en manos del conductor del coche patrulla. Salimos a una avenida, tan impersonal e indistinta como todas las avenidas que comunican a las ciudades con los aeropuertos. Conforme nos acercamos a la ciudad, sin embargo, empiezan a alzarse a ambos lados bloques de ocho y de diez pisos, tan coloridos como los de Estambul, aunque aquí no predomina el verde pistacho sino el color teja oscuro.

Los tres miramos por las ventanillas, cada uno por razones distintas. Murat, llevado por la curiosidad del recién llegado, puesto que no conoce la zona. Vasiliadis, para no pensar en lo que le espera cuando se encuentre con María. Y yo, para olvidarme de Adrianí y de la posibilidad de no asistir a la boda de mi hija..

– Supongamos que la encontramos. ¿Qué hacemos después? -pregunto a Murat para romper el silencio.

– No nos precipitemos en tomar decisiones. Encontrémosla primero.

El coche patrulla tuerce a la derecha y enfila una avenida que corre paralela a la orilla del mar. El cielo está encapotado, y el mar, negrísimo y agitado.

– Por el color del mar, diría que se va a estropear el tiempo -le digo ingenuamente a Murat.

Él se echa a reír y traduce mi comentario al conductor, que también se ríe con ganas.

– ¿Sabes por qué lo llaman Mar Negro? -me pregunta Murat.

– No. Nosotros lo llamamos Pontos Euxinos.

– Lo llaman Mar Negro porque está negro como la pez.

– Antiguamente lo llamaban Negro, Euxino, que significa «acogedor», para halagarlo, apelar a su misericordia y serenarlo -explica Vasiliadis.

– Es posible, aunque en la actualidad conviene que esté negro -replica Murat.

– ¿Cómo es eso?

– Porque así no se nota la suciedad. Cinco países distintos lo utilizan como vertedero. A los cinco les conviene, y por eso no se ponen de acuerdo en limpiarlo. -Hace una pequeña pausa y me dice, más calmado-: No me hagas caso. Yo soy de Alemania, es decir, un inadaptado.

Aún avanzamos por la avenida cuando el tráfico se vuelve más lento y Murat indica al conductor que active la sirena. Turismos y camiones se hacen a un lado para dejarnos pasar. El conductor le dice algo a Murat y éste me lo traduce:

– No tardaremos en llegar, máximo una hora.

La zona, densamente poblada, recuerda las costas de Creta. Atravesamos pueblos y pequeñas ciudades. El verde impera por todas partes, aunque los cipreses de antaño han cedido el protagonismo a los bloques de diez pisos, pintados con el característico rojo teja de la zona. El rojo mira al verde desde lo alto.

– ¡Ya la tenemos! -anuncia Murat con alegría después de hablar por el móvil-. Vive en un barrio que se llama Zeytinlik.

– «Olivar» en griego -me explica Vasiliadis.

– Los que viven en la casa avisaron a la policía local. Así la localizamos.

– ¿Eso hacen aquí? ¿Avisan a la policía cuando llega a su casa un desconocido? -le pregunto a Murat, asombrado-. Nosotros sólo lo hacíamos durante la dictadura.

– También aquí la costumbre empezó durante la dictadura de Evrén, como la llaman. Esta zona padeció mucho en la época de Evrén y no han olvidado el terror. La gente prefiere dormir tranquila.

A un lado el mar, al otro bosques de avellanos. Dos kilómetros más adelante se abre ante nosotros una ciudad costera asentada en una bahía. Frente al puerto hay un islote, parecido a las islas Zodorú, en Creta, aunque éste es muy verde. Una bandada de gaviotas sobrevuela el islote trazando círculos. El cielo sigue plomizo, y el mar, tempestuoso.

– Hemos llegado -dice el conductor a Murat, y señala una colina un poco más adelante.

Mientras subimos la colina, diviso, en lo alto, el castillo de la ciudad. Antes de llegar al castillo, el coche patrulla tuerce hacia el sureste y prosigue el ascenso. En ese barrio predominan las casas antiguas de dos y tres plantas. Deben de haberlas declarado de interés cultural, porque están bien cuidadas y el color rojo teja brilla por su ausencia.

El coche patrulla se detiene en una curva y el conductor señala una casa de dos plantas, situada un poco más arriba. Bajamos del coche para proseguir a pie. El conductor se dispone a acompañarnos, pero Murat le ordena que nos espere junto al coche.

La casa, a todas luces restaurada, está bien conservada. Todo indica que nos esperan, porque la puerta se entreabre enseguida. En el umbral aparece una mujer que debe de rondar los sesenta, con la cabeza cubierta con un pañuelo. Murat le dirige un par de palabras y ella abre la puerta de par en par, diciéndonos hoş geldiniz a cada uno por separado.

El vestíbulo, cuadrado y espacioso, tiene el suelo de baldosas. A la mesa está sentado un hombre con cabello y bigote blancos que, o bien es mayor que la mujer, o bien lo ha vapuleado más la vida. También el hombre nos da la bienvenida y luego empieza a hablar con Murat. Como no quiero interrumpir la conversación, pido a Vasiliadis que me la traduzca.

– María llamó a la puerta en torno al mediodía -empieza Vasiliadis-. Cuando le abrieron, dijo que ésta era la casa donde había nacido y preguntó si le permitirían verla. La dejaron pasar. Ella entró y empezó a observar a su alrededor. «Nosotros no teníamos mesa en el recibidor», les dijo, «y aquí había un aparador con un espejo.» Aquello convenció al matrimonio de que, efectivamente, había sido su casa. -Vasiliadis interrumpe la traducción para oír lo que dice la mujer-. Nos llevará arriba, para ver a María -concluye.

La mujer nos conduce por una escalera de madera al piso superior y abre una de las dos puertas que dan al pasillo. En la habitación sólo hay una cama. Por lo demás, la estancia está vacía. En la cama está tendida una mujer con el cabello blanco, labios carnosos y vello sobre el labio. Está en los huesos, y las mejillas, hundidas, se le han pegado a las encías.

Oigo la voz de la hanum que habla con Vasiliadis y con Murat, pero yo no puedo apartar la vista de María. Mira la pared de enfrente con ojos extraviados. Cuando entramos en la habitación, se volvió y nos lanzó una mirada de indiferencia, para después fijar la vista en la pared, como si nuestra presencia allí no fuera con ella.

– Subió al primer piso como si estuviera escalando una montaña -Vasiliadis reemprende la traducción de las palabras de la hanum-. Abrió enseguida la puerta de esta habitación y dijo: «Éste era mi dormitorio, aquí dormía yo». Se tendió en la cama como si fuera suya todavía y desde entonces ya no se ha levantado. El matrimonio se dio cuenta de que estaba muy enferma, se asustaron y llamaron al médico. Éste dijo que tenían que trasladarla al hospital enseguida para hacerle unos análisis, pero María no quiso y a los propietarios de la casa les pareció una falta de hospitalidad insistir. Se limitaron a avisar a la policía, por si a la mujer le sucedía algo y para no verse envueltos en problemas.

Vasiliadis concluye la traducción, se acerca a María y le dice con ternura:

– María, soy Markos, Maricos Vasiliadis. ¿Te acuerdas de mí?

– Tres días, cielo y mar -dice María, y no está claro si le responde a él o si su mente viaja por otros mundos-. Tres días, cielo y mar.

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