– ¿Por qué?
Murat se encoge de hombros con indiferencia.
– Para que no vivan todos en la misma ciudad y se peleen. Los hijos con el padre, las esposas con el suegro y todos entre sí… Es razonable. Dispersas a la familia en tres ciudades distintas y se acabaron los problemas.
Doscientos metros más adelante, la avenida se divide en dos y el coche patrulla toma por la derecha. Un poco más abajo, tuerce a la derecha de nuevo. Las casas mejoran a ojos vistas. Me encuentro en una zona habitada sin duda por una clase media próspera.
Murat estaciona delante de un bloque de pisos con una amplia entrada y espejos en el vestíbulo. Delante de nosotros hay aparcado otro coche patrulla, además de una furgoneta de la Brigada Científica y de una ambulancia. Un agente monta guardia en la puerta. Los demás están repantigados en los coches, ya que no ha acudido ningún curioso que les obligue a bajar para alejarlo de la zona.
Los ocupantes del coche patrulla saltan a la calle en cuanto ven a Murat. Yo espero discretamente, junto a la puerta del copiloto, a que termine de hablar con ellos y me informe. Uno de los agentes le señala a Murat la tercera planta. Él me indica desde lejos que le siga. Subimos por las escaleras, porque el edificio no tiene ascensor.
– Está en el tercero -me confirma Murat-. Di orden de que no lo trasladaran para poder echarle un vistazo.
El olor ya nos alcanza en la primera planta. En la segunda se abre bruscamente la puerta de uno de los tres pisos y una cincuentona, impecablemente vestida y maquillada, empieza a despotricar contra Murat, mientras éste intenta conservar la calma y los buenos modales. De su boca sale miel; de sus ojos, maldiciones.
– ¿Qué te decía esa mujer? -pregunto cuando reanudamos el ascenso hacia el tercer piso.
– Me ha preguntado cuándo pensábamos retirar el cadáver, porque los nuestros han abierto las ventanas del patio de luces y ellos no pueden aguantar en casa de la peste. -Añade-: Fue el hedor lo que les puso en alerta.
Cuando llegamos a la tercera planta me cubro la nariz con el pañuelo, en un intento de minimizar el olor a putrefacto que me quema las fosas nasales. La puerta se abre a la primera llamada de Murat. En el umbral aparece un tipo con bata verde que nos entrega un par de mascarillas de cirujano. En cuanto pongo el pie en el piso, se me ocurre que, además de la mascarilla, necesito con urgencia colonia. Enseguida compruebo que, a pesar de que todas las ventanas del piso están abiertas, el hedor es tan intenso que me escuecen los ojos y me entran ganas de vomitar.
El tipo del Departamento Forense, el de la bata verde, nos conduce al cuarto de baño. Un hombre mayor, entre los setenta y los ochenta, está sentado en la taza del retrete con los pantalones bajados. Su cuerpo está vencido a un costado y apoya la cabeza en los azulejos de la pared. Su camisa a cuadros está cubierta de vómitos, que forman una especie de reguero y llegan al suelo. Sus ojos, abiertos como platos, miran hacia el pasillo y el único signo de vida que ha quedado es una expresión de dolor infinito. Este hombre sufrió muchísimo antes de morir, pienso, y salgo del baño porque me resulta imposible aguantar la pestilencia. Decido echar un vistazo al resto del piso, básicamente para engañarme a mí mismo diciéndome que estoy en acto de servicio y no perdiendo el tiempo.
A primera vista, el piso es amplio y se divide en dos partes comunicadas por un pasillo. En la parte delantera, un espacioso salón y, al lado, un comedor. En la parte trasera, tres dormitorios. Uno de ellos era el de la víctima. El segundo, a todas luces no utilizado, contiene una cama de matrimonio y parece un cuarto de invitados. El tercero debía de servir de cuarto trastero, porque está lleno de muebles viejos, ropa todavía envuelta en las fundas de plástico de la tintorería y cajas de cartón llenas de documentos y papelajos.
Me llama la atención el contraste entre el salón y el comedor. El salón está decorado con muebles modernos: sillones de estructura metálica, un sofá que podría encontrarse perfectamente en el despacho de algún alto ejecutivo, y mesitas de cristal. Las plantas de interior empiezan a encorvarse porque, evidentemente, hace días que nadie se ha tomado la molestia de regarlas.
El comedor, en cambio, es de la década de los cincuenta, con mesa y sillas de nogal y patas de madera tallada en forma de cabeza de león. Contra la pared hay un aparador de tres piezas, primo hermano del aparador que tenía en su comedor mi madrina solterona, hija de un importante abogado. En el salón, los cristales de la ventana brillan a la luz del sol. En el comedor, los muebles brillan de tanto encerarlos. Por lo demás, se diría que pasar del salón al comedor es como pasar de Occidente a Oriente. Sólo puedo suponer que la víctima se quedó con el comedor de sus padres como recuerdo.
Dejo las estancias de delante y me dirijo a la cocina. Se me han adelantado los agentes de la Brigada Científica, que ya están registrando los armarios y los cajones. Un hombre de unos treinta y cinco años, de estatura mediana, cuerpo esbelto y gran bigote, registra la nevera. Me acerco y echo un vistazo. En el cajón de las verduras hay tomates, pimientos, pepinos y naranjas. En el estante de encima del cajón hay manzanas y peras, otras dos bolsas con fruta y algunos yogures. En el estante superior veo un envoltorio de aluminio medio abierto y, en su interior, la mitad de una empanada de queso. Aquí se esfuma toda mi esperanza de que la víctima hubiera sufrido una intoxicación. El tipo de la Científica me ve la cara y se encoge de hombros en señal de impotencia.
Murat entra en la cocina y mira también en el interior de la nevera.
– No hace falta esperar el informe forense -me dice-. I don't think that we have to wait for the post mortem.
– ¿Cómo se llamaba? -pregunto por pura curiosidad, ya que no me toca a mí abrirle ningún expediente.
– Kemal… -y, de apellido, algo terminado en «oglu».
– ¿Alguien vio entrar a la vieja?
– No.
– ¿El edificio tiene portero?
– Sí, pero se ausenta a menudo porque hace recados para los vecinos.
Es muy posible que María Jambu se apostara delante del bloque esperando que saliera el portero para escurrirse en el interior.
– ¿La víctima vivía sola?
– Sí. Cuidaba de él una azerbaiyana que tenía unos días de permiso para ir a visitar a su familia.
– Entonces, ¿quién le abrió la puerta?
Murat se encoge de hombros.
– La víctima, supongo.
Yo tampoco encuentro una explicación mejor, aunque tengo mis dudas. Por muy ciega que sea la suerte, hasta la ceguera tiene sus límites. ¿Cómo sabía María Jambu dónde vivía ese tal Kemal y cómo encontró la casa después de tantos años? ¿No tuvo que llamar a otras puertas, no preguntó, nadie la vio? Y la cuestión más importante: ¿por qué ha matado a un turco? ¿Sería un pariente? No puedo descartarlo por completo, pero me parece poco verosímil. Todo esto aumenta mi sensación de estar persiguiendo a un fantasma: no sabemos dónde vive ni cuándo ni dónde hará su aparición.
– ¿Habéis avisado a la familia? -pregunto a Murat.
– Todavía no. Hemos preferido terminar aquí antes de avisarles, para evitar los llantos, los gritos y el jaleo.
Nosotros habríamos hecho lo mismo. Siempre es mejor visitar a los parientes en su casa o, en última instancia, convocarles en la comisaría. De todas formas, al final no les queda más remedio que ir al depósito para identificar el cadáver.
– ¿Habéis averiguado qué clase de persona era? ¿Tenía amigos, enemigos?
– De las primeras investigaciones realizadas por la comisaría de la zona se deduce que era un hombre apacible, caía simpático a los mayores y los niños le adoraban. Le llamaban «abuelo», porque jugaba con ellos y les daba chocolatinas y caramelos. Todos los vecinos coinciden en eso.
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