– What mas this with Lefteris, Fenerbahçe y Beşiktaş? - se extraña.
– Yo les preguntaba por el Lefteris al que María mencionó y ellos me hablaban del futbolista -le explico.
– En sus tiempos fue una leyenda, lo sé por mi padre.
Sería una leyenda, pero a mí tanto me da. Lo que yo quiero es encontrar la manera de reunir información sobre el otro Lefteris. Mientras María despachaba a los miembros de su familia, su móvil estaba claro. Ahora, con el asesinato del turco, el caso se complica aún más. Tenemos que dar con ese Lefteris a toda costa, a ver si nos ayuda a comprender por qué María mató a Kemal. Por otra parte, es muy posible que el tal Lefteris esté muerto o que no se encuentre aquí sino en Grecia.
– ¿Cuál es el siguiente paso? -pregunta Murat, que, obviamente, piensa en lo mismo.
– Localizar al dichoso Lefteris.
– ¿Crees que será fácil?
– No, pero nos queda una esperanza. Publicar la foto de María Jambu en los periódicos de aquí, y también en los de Grecia. Es la única manera de recabar más información. Puede que así averigüemos dónde vive.
Murat me mira de reojo.
– ¿Seguro que dará resultado?
– ¿Se te ocurre otra cosa mejor? -contesto irritado, porque he notado un retintín de superioridad en su voz.
– Si publicamos la fotografía de una griega que, además, proviene del Mar Negro, y decimos que ya ha matado a dos personas en Estambul y que una de sus víctimas fue un turco, mañana mismo todos los griegos estarán en el punto de mira. Les insultarán, les agredirán y nadie saldrá a defenderles. Hasta a nosotros nos parecerá lógica la indignación de la gente y haremos la vista gorda.
No me esperaba este argumento y, sin querer, suelto una grosería:
– ¿Desde cuándo te preocupa la integridad física de los griegos?
Murat no responde enseguida. Deja el carril por el que iba y aparca en doble fila.
– I am a child of the Turkish minority in Germany - explica-. Soy hijo de la minoría turca en Alemania. Cada vez que un turco mataba, robaba o agredía a alguien, le cargaban las culpas a la comunidad entera, porque los alemanes creen que somos todos iguales. Llegaba a la comisaría por la mañana y lo primero que me decían era: «¿Has visto lo que han hecho los tuyos otra vez?». -Hace una pausa antes de continuar-: Los turcos de Turquía no lo entienden. Creen que viven todavía en los viejos tiempos, cuando las minorías les suponían una carga, y olvidan que ahora también nosotros tenemos nuestras propias minorías en otros países. En Alemania, en Austria, en Inglaterra… Y que compartimos la suerte de todas las demás minorías.
Intento tomarlo a broma.
– Estás exagerando un poco, pero vale. Dejémoslo correr.
Pese a que sólo lo he dicho para tranquilizarle, él se enfada aún más.
– Tú también perteneces a una mayoría y no puedes entender lo que significa formar parte de una minoría -me espeta-. No puedes entender la inseguridad, el miedo que sientes en lo más profundo, el odio que puede estallar con el menor pretexto. Ninguna mayoría ha comprendido jamás a las minorías. Yo comprendo a los griegos mejor que tú.
Esto me sienta como una bofetada.
– A mí no me vengas con ésas -replico furioso-. Sé muy bien cómo llegaron a Grecia los griegos de Constantinopla. -Como estoy cabreado, me olvido de decir «Estambul» y utilizo el «Constantinopla» de los griegos ortodoxos-. En el 22 con el intercambio de poblaciones, en el 55 con los sucesos de septiembre, en el 64 con lo de Chipre. No necesito que me des lecciones.
Murat se da cuenta de que estoy enfadado y que más le vale callar. Pone el coche en marcha lentamente y pasa al carril central.
– Lo siento, he perdido los papeles -dice al cabo de un rato.
– No importa, me hago cargo.
– ¿Me harás el honor de venir a cenar a casa con tu mujer?
La invitación, que me pilla por sorpresa, me desconcierta. No obstante, consigo reaccionar rápido.
– El honor es mío. Iremos con mucho gusto.
Ahora que se ha restablecido la paz entre nosotros, vuelvo al tema de la investigación para relajarnos.
– ¿Qué hacemos? -pregunto-. ¿Cuál será el siguiente paso?
– Me pondré en contacto con la familia de Kemal Erdémoglu. Puede que ellos sepan algo del tal Lefteris. Tú mira si puedes averiguar algo a través de los griegos.
– De acuerdo.
Cuando llegamos al hotel saca su tarjeta y me la tiende.
– Aquí está mi dirección. Vivo en Láleli. El taxista encontrará la casa sin dificultades. Os esperamos mañana para cenar.
Antes de bajar del coche nos estrechamos las manos, aunque no sé muy bien qué significa este gesto: ¿la paz o una simple tregua?
De todo hay en la viña del Señor. Mujeres con abrigos largos hasta el tobillo y pañuelos que les cubren la cara hasta las cejas, turistas con pantalones cortos y cara de aleladas, legiones de hombres, unos con corbata, otros con cazadora y aun otros con barba y gorro de lana… Vendedores y tenderos que vienen corriendo y te agarran de la manga. Y mercancías por todas partes: encima de los estantes, apiladas en el suelo, arriba y abajo, dentro de las tiendas y fuera de ellas, dispersas en los escaparates, amontonadas en la calle o colgadas de la pared como si fueran ristras de ajos o animales descuartizados.
Nos encontramos en el Kapalí Carşí, el Gran Bazar, el recinto cerrado que alberga el mercado central de la ciudad, y me siento completamente perdido. Las tiendas son un batiburrillo de todo lo que te puedes imaginar: tres joyerías seguidas y, a su lado, una tienda que vende cerámica y platos decorativos con inscripciones en árabe. En la contigua, venden camisetas, camisas y chilabas en cantidad suficiente como para vestir a todas las fuerzas de la OTAN en Bosnia y Kosovo, seguida por una cristalería que exhibe vasos de agua, vasitos de té, copas de vino y garrafas de toda clase, pero también collares y cuentas de vidrio.
Nos ha traído la señora Kurtidu, porque Adrianí quería comprar algo para Katerina: batas, camisones, pantuflas y calcetines altos de lana, que nuestra hija suele llevar en casa o cuando se pone vaqueros. Cuando le he dicho que todo esto lo encontraría también en Atenas, su reacción ha sido fulminante, tipo GEO o Brigada Antidisturbios:
– ¿A este precio, Kostas? ¿Cuánto hace que no vas de compras? Además, es una oportunidad para comprarle alguna prenda de cuero a Fanis. No estaría bien volver con las manos vacías. Si lo encontramos a un precio razonable, claro -concluye con cara de hacer hincapié en lo obvio.
A mí, sin embargo, el precio razonable me da que pensar, porque, como todo el mundo sabe, lo razonable es subjetivo y lo que es razonable para Adrianí podría ser una locura para mí.
– ¿También venden iconos? -se extraña Adrianí y se detiene delante de una pared cubierta de vírgenes y jesusitos.
– ¿Le sorprende? -pregunta la señora Kurtidu.
– ¡Cómo no me va a sorprender que vendan iconos en un país musulmán! ¿No tienen miedo?
– ¿Miedo de qué?
Adrianí le dirige una mirada significativa.
– Pues… no sé.
La señora Kurtidu se echa a reír.
– ¿Ha estado en la isla de Prínkipos, señora Jaritu?
– Claro, el tercer día del viaje.
– ¿Subieron a San Jorge Kudunás?
– No, por desgracia -responde Adrianí entre dientes-. La mitad de nuestro grupo se puso de morros cuando supieron que tendríamos que subir andando. Nos limitamos a dar la «vuelta pequeña» a la isla.
– Si hubieran subido al monasterio, seguramente habrían visto a musulmanes rezando en la iglesia. Cuando les vi por primera vez me sorprendí y pregunté al sacerdote por qué los musulmanes rezaban en una iglesia ortodoxa. «Buscan la manera de curarse de su pobreza, hija mía», me dijo él; «la fe es como una medicina. Igual que vas de un hospital a otro para curarte de una enfermedad, vas de un templo a otro para rogar a Dios que te libre de la pobreza.» Lo mismo hace este hombre aquí. Con tal de ganar cuatro chavos más, vende vírgenes y hasta vendería budas si se terciara.
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