A mí se me ha metido en la cabeza la idea de hablar con Efterpi Lasaridu, y el viejo Çarşí me la suda.
– ¿El Fanar queda lejos de aquí? -pregunto a la señora Kurtidu.
– ¿Por qué?
– Porque tengo que hacerle algunas preguntas a una prima de María Jambu.
– Mañana -interviene Adrianí con decisión-. Que espere, nadie te está persiguiendo. Ahora vamos al viejo Çarşí y luego hemos invitado a la señora Kurtidu a comer.
– No es necesario. Si el señor comisario tiene trabajo, lo dejamos para otro día -responde la señora Kurtidu en tono conciliador.
– Pero qué dice. ¡Si ya está decidido! Además, señora Kurtidu, su compañía es muy agradable -concluye Adrianí.
No puedo negar que también a mí me resulta agradable la compañía de la señora Kurtidu, de modo que cierro el pico.
Ayer, en cuanto pudimos librarnos de las compras en Kapalí Çarşí, llamé a Murat y le conté mi idea de hablar con Efterpi Lasaridu. Enseguida estuvo de acuerdo, y hasta se ofreció a enviarme a la mañana siguiente un coche patrulla que me llevara a la casa de la mujer.
– Don't worry. Tomaré un taxi -le dije, porque aún estaba bajo los efectos de nuestra reconciliación y no quería molestarle.
– You don't know Fener - respondió con una risa-. Está lleno de callejuelas que parecen idénticas. Te perderás.
Para ser sincero, ahora me felicito por haber aceptado el coche patrulla, porque todavía noto los efectos de la cena de anoche con la señora Kurtidu, que nos llevó a una taberna muy pija especializada en pescado, llamada Efzalía, que se encuentra en el barrio de Arnavutkóy. La comida, por un lado, y, por otro, el rakí, que tuve ocasión de comprobar que casa muy bien con el pescado, me llevaron a cometer desmanes gastronómicos bajo la mirada despreciativa de Adrianí, que picotea de todos los platos pero come como un gorrión.
– Come usted igual que las mujeres de Constantinopla, señora Jaritu -le dijo la señora Kurtidu con admiración en cierto momento.
– ¿Por qué? -se picó Adrianí.
– Porque prueba sin comer mucho. Así lo hacemos nosotros. Cuando tenemos invitados para comer, servimos diez o quince platos y pasamos horas picoteando. Al final de la comida, la mayoría de los platos siguen medio llenos.
– Verá, yo disfruto más así -respondió Adrianí tratando de disimular su satisfacción por el cumplido-. Lo heredé de mi padre, que en paz descanse. Siempre protestaba a gritos cuando mi madre le llenaba el plato.
Parece haber olvidado que su padre gritaba a su madre desde el «buenos días».
– ¿Sabe cómo se reconoce aquí al buen bebedor, señor comisario? Por las horas que es capaz de mantener «con vida» una botella de rakí acompañada de tapas, una tajada de melón, un pepino cortado en cuatro y un trozo de queso fresco. Cuanto más tarda en apurar la botella, mejor bebedor es.
A mí los picoteos y los quince platos que quedan medio llenos no me dicen nada. Yo quiero un plato colme, como hacía mi madre, que me ponía delante un plato a rebosar de alubias, patatas guisadas o espinacas con arroz, y se santiguaba en señal de agradecimiento cuando su vástago se levantaba de la mesa saciado y no hambriento, como le ocurría a ella durante la Ocupación alemana.
Al acabar, cuando pedimos la cuenta, la señora Kurtidu nos anunció que ya había pagado, cosa que provocó enérgicas protestas de Adrianí y mías.
– ¡Esto no puede ser! ¡Si queríamos invitarla nosotros! -exclamó Adrianí-. Ha obrado sin consultarnos, señora Kurtidu.
– Vamos. Yo debería haberles invitado a cenar en casa, pero Zeodosis está en Frankfurt, visitando a nuestro hijo, y no acabo de acostumbrarme a organizar cenas sin él.
Miro por la ventanilla del coche patrulla la neblina que cubre la ciudad. Pasamos por delante de una taberna de pescado alojada en un edificio de tres plantas y, un poco más abajo, dejamos el paseo marítimo del Cuerno de Oro y torcemos a la izquierda. Enseguida queda clarísimo que Murat tenía razón. Nos adentramos en unos callejones donde las casas son todas iguales, viejas, hermosas y a punto de desmoronarse. A veces esta ciudad me recuerda una mansión señorial restaurada por fuera, con exteriores impresionantes e interiores en ruinas. El colega conductor recorre dos callejones tan estrechos como un camino de cabras, desemboca en un tercero, ancho como un paso de carros, deja atrás una mezquita y se detiene un poco más allá.
– Çimen sokak - dice y señala el rótulo de la calle.
El número 5, la casa de Efterpi Lasaridu, está dos puertas más adelante. Es una construcción de dos plantas, de color pistacho intenso y con macetas en las ventanas de la primera planta. Aunque Efterpi Lasaridu se sorprende al verme, no olvida mostrarse cortés, algo característico de esta ciudad.
– Bienvenido, señor comisario.
– ¿Podría hablar con usted?
– Desde luego. -Y añade con cierta amargura-: A mi edad y en el lugar donde vivo, cualquier visita hace compañía.
Me hace pasar a un recibidor con paredes de piedra, con una puerta a la izquierda y otra, más pequeña, a la derecha. Abre la puerta de la izquierda y entramos en un saloncito que parece de otra época; la anciana debe de haberla heredado de su abuela. Bajo la ventana hay un diván cubierto con una gruesa colcha de punto. En el centro hay una mesa redonda de madera y, a su alrededor, cuatro sillas de madera pintadas de negro, con asientos de mimbre. Junto a sendas paredes, dos sillones de respaldo de madera y con los apoyabrazos cubiertos con bordados.
– ¿Me aceptará un café?
– Con mucho gusto.
Me siento en el diván para esperar el café mientras miro por la ventana el coche patrulla, que arranca lentamente y tuerce a la derecha. Esta calle se halla en el escalafón más bajo del deterioro. La casa de enfrente, también de dos plantas, es más grande que la de Efterpi Lasaridu; tiene cuatro ventanas por piso y un balcón, como casi todas las viejas casas de madera, pero da la sensación de que, si alguien camina por el primer piso, el edificio se vendrá abajo como bajo los efectos de un terremoto de siete grados en la escala de Richter. Y, sin embargo, parece estar habitada, porque han tendido una colada en el balcón de la primera planta. Abajo, sentada en los escalones de la entrada, una mujer gorda con un pañuelo en la cabeza limpia judías verdes, mientras tres chiquillos chapotean en las aguas embarradas.
– Todo Fanar era así en los viejos tiempos -oigo que dice Efterpi Lasaridu y me vuelvo-. Como la casa de los Mijailidis, ahí enfrente. Ahora sólo quedan ruinas. En parte, porque nosotros lo abandonamos todo y nos fuimos, y en parte porque los turcos quisieron apoderarse de Fanar y nos mandaron a toda esa gentuza. Ahora, ya ve, sólo hay ruinas.
Me sirve el café en una pequeña bandeja de plata, junto con un dulce que conozco bien, parecido a la mermelada, en un platillo y un vaso de agua. De repente recuerdo que, cuando fui con mis padres a pedir a Adrianí en matrimonio, su madre nos sirvió café con un dulce de higo, como ahora. No sé cómo catalogar el dulce que me sirve Efterpi Lasaridu: si como una tradición que se mantiene viva o como la inercia enmohecida que parece afligir a toda la ciudad.
Efterpi Lasaridu se sienta frente a mí, apoya el codo en la mesa y espera. Yo tomo primero un sorbo de café y luego empiezo con las preguntas:
– ¿Recuerda si María le habló alguna vez de un tal Lefteris?
– ¿Lefteris? No, es la primera vez que oigo ese nombre. -Escarba en su memoria a ver si da con un filón de recuerdos-. En nuestros tiempos vivía en Trebisonda un Elefterios Sandaltzidis, pero lo mataron los tsetes, los comandos guerrilleros turcos, porque trabajaba para los griegos. No conozco a ningún otro Lefteris. -En ese instante se le ocurre la pregunta ineludible-: ¿Qué tiene que ver ese Lefteris con María?
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