Siento una incomodidad que es toda mía, mejor dicho, mía y de Adrianí, a quien voy traduciendo lo más importante. Nermín nos observa y parece divertirse.
– No nos importa hablar del tema abiertamente con los amigos -explica la mujer-. Además, fue por culpa de una griega que me puse el pañuelo.
– ¿De una griega? -pregunta Adrianí sorprendida.
– Pues, sí. Esperen un momento, traigo el segundo plato y se lo cuento. -Indica a Murat que la acompañe y nos dejan solos unos minutos.
– ¿A ti te molesta que Nermín lleve pañuelo? -pregunto a Adrianí.
– ¿Por qué me ha de molestar? ¿Acaso tu madre no llevaba pañuelo en el pueblo? La mía, desde luego, sí.
La pareja aparece con dos bandejas. Una de ellas contiene un redondo de ternera, y la otra, patatas con algo parecido a col lombarda. Nermín nos sirve los platos.
– En mi primer trabajo tenía una colega griega -dice cuando termina de servir y se sienta-. Hija de gastarbeiters, obreros extranjeros contratados allá por los años sesenta, nacida en Alemania. Un día, mientras comíamos juntas, me contó una historia. Su abuela, una refugiada política, había vivido muchos años en Moscú. Un día acudió a su casa una vecina rusa, alarmada y llorando. Cuando le preguntó qué le pasaba, ella respondió: «Ha ocurrido algo muy malo. Mi hijo, Sergei, se ha bautizado. ¿Sabes qué significa esto? No podrá estudiar, no podrá encontrar un buen trabajo, vivirá como un paria en la Unión Soviética. ¿Y sabes qué es lo peor? Que no lo ha hecho porque sea creyente, sino por oposición al régimen». Después de escuchar aquella historia, cuando salí del trabajo por la tarde fui a comprar un pañuelo y me lo puse. Desde entonces, no me lo he quitado nunca. No me preguntéis si lo llevo por convicción o por oposición, porque no lo sé. En todo caso, ya no tiene ninguna importancia.
– Si a los alemanes les hubiera contado la historia de Sergei, habrían exclamado que el chico hizo muy bien en oponerse -dice Murat-. Pero a mí y a Nermín, que llevaba pañuelo, nos miraban con recelo.
Se impone el silencio y los cuatro nos concentramos en la comida. Es sabrosa pero no es la comida a la que nos hemos acostumbrado desde que llegamos a la ciudad. Parece que Adrianí llega a la misma conclusión, porque pregunta a Nermín con mi mediación:
– La comida está deliciosa, señora Nermín, pero no se parece en nada a los platos típicos de aquí.
Nermín se ríe.
– No se parece porque no es comida turca, Mrs. Jaritos. Es alemana. Redondo de ternera con patatas saladas y col lombarda. A Murat le gusta mucho la cocina alemana. Porque nació y creció en Alemania. Yo fui allí cuando tenía siete años. -Hace una pausa antes de añadir con cierta amargura-: Yo aprendí de los alemanes hasta su cocina. Los alemanes no aprendieron nada de mí.
– Por eso digo que las minorías están siempre bajo sospecha y siempre tienen la culpa -interpone Murat-. Por eso te dije que comprendo mejor a los griegos. Porque he pasado por esto.
Aquí pasa lo mismo que en Grecia. Las historias tristes caldean la atmósfera. Muy a mi pesar, a Adrianí se le desata la lengua y yo tengo que hacer las veces de intérprete. Pregunta a Nermín si tienen hijos y, al recibir una respuesta negativa, empieza a hablarle de Katerina, de Fanis y de la inminente boda.
Pienso que, si nos quedamos aquí un par de semanas más, mi mayor provecho de este viaje será que acabaré hablando un inglés de Oxford.
Sólo hacia el final de la velada logro informar a Murat de mi visita a Efterpi Lasaridu. Me escucha y menea la cabeza.
– Al menos, ahora ya sabemos por qué lo mató, aunque no podemos hacer nada -responde.
Cuando nos levantamos para irnos, Murat insiste en llevarnos al hotel con su coche, un Opel Corsa de fabricación alemana. Lógico.
La manera más segura de que me estropeen el día es que el teléfono me pille recién levantado y con legañas todavía en los ojos. Aun cuando la llamada sea agradable, el cabreo me dura el día entero. Vlasópulos y Dermitzakis, mis ayudantes en Jefatura, ya lo saben y, cuando me ven irrumpir en el despacho con cara de pocos amigos, preguntan: «¿Le ha despertado el teléfono, señor comisario?».
La llamada matutina se produjo a las ocho, mientras me afeitaba, y era de Guikas.
– Quería decirte que he ordenado que te abonen los dos billetes de vuelta, el tuyo y el de tu mujer. Además de los gastos de hotel de tu mujer mientras estéis ahí.
Calla y aguarda mi reacción. Los dos sabemos que su repentina generosidad se debe a mi estallido de ayer y tiene como objetivo aplacarme, para que él gane algo de tiempo y tranquilidad. Al mismo tiempo, no obstante, espera que le agradezca el gesto, ya que ha convertido nuestro viaje de placer en una misión policial y nos ahorra gastos.
– Bueno, algo es algo -contesto con desgana, para demostrarle que se lo agradezco, pero que no es como para hacerle un icono.
– ¿Cuándo es la boda de Katerina?
– Este domingo no, el siguiente. ¿No ha recibido la invitación?
– La tendrá Kula. -Se produce una pequeña pausa y luego Guikas prosigue en un tono más formal-: Claro que hay otra solución.
– ¿Cuál?
– Que vengas a Atenas para la boda de tu hija y luego regreses a Estambul para seguir con la investigación.
Sé muy bien que esto es una amenaza, indirecta pero eficaz: si no te gusta, señor mío, ven a Atenas el sábado y vuélvete allí el lunes. «Palabras hueras», como diría mi madrina solterona, porque, si no logramos resolver el caso en los próximos días, mi presencia aquí será inútil. ¿Durante cuánto tiempo podré seguir persiguiendo a María Jambu? Tarde o temprano Murat tendrá que continuar solo y, cuando atrape a la asesina, si es que la atrapa, nuestro consulado se ocupará del resto. En resumen, lo único positivo es que la policía griega se hace cargo de los gastos adicionales de nuestro viaje; no hay mal que por bien no venga.
– Esperemos a ver qué ocurre y ya volveremos a hablar dentro de unos días -le digo, dejándolo en suspense.
Bajo a desayunar oscilando entre el buen humor por la oferta de Guikas y el mal humor por la llamada temprana. Sigo fiel a la rosca de pan con queso acompañada del consabido café dulce ma non troppo, aunque me siento un poco raro desde que se fueron los demás viajeros de nuestro grupo. Me siento frente a Adrianí y desayunamos en silencio, mientras a nuestros oídos llega un batiburrillo de turco, francés, alemán y un poco de ruso.
Le comento la llamada de Guikas y su ofrecimiento de hacerse cargo de nuestros gastos.
– Así que eres una invitada de la policía griega -concluyo con una sonrisa.
– Pues toma nota -es su concisa respuesta.
– ¿Yo? ¿Tomar nota de qué?
– De que no tienes fe en tu valía, Kostas. En cuanto te plantas, Guikas cede, porque sabe que te necesita. Y tú no sabes sacarle partido, porque no confías en ti mismo.
A punto estoy de cabrearme otra vez, porque acaba de mandar a paseo mi buen humor y me ha dejado con la irritación. Sé muy bien que Guikas me necesita, pero yo le necesito a él otro tanto: si las cosas se tuercen y me destinan a otro departamento, no veo nada claro que el nuevo director me dé carta blanca, como hace Guikas. De acuerdo, quizá lo haga porque le conviene, pero ¿quién me asegura de que mi nuevo director sabrá también qué le conviene? Por eso Guikas y yo nos entendemos tan bien, porque sabemos, a pesar de nuestras quejas, que la necesidad es mutua y no un camino de dirección única.
– Perdonen, ¿son griegos?
La que pregunta es una cincuentona rolliza que lleva vaqueros, una blusa de color rojo, zapatillas deportivas plateadas y un alijo de joyas en los diez dedos de las manos.
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