– Sí -responde Adrianí.
– ¿Hace tiempo que están aquí?
– Casi dos semanas.
– Siento molestarles, pero ¿no habrán descubierto alguna tienda con prendas de cuero de calidad? -Al ver que su pregunta nos sorprende, nos da las explicaciones pertinentes-: Nosotros llegamos ayer en autocar desde Tesalónica y una visita a las tiendas de cuero forma parte del programa de actividades, pero, como comprenderán, los guías turísticos cobran comisiones y no sé adónde piensan llevarnos. Por eso se me ha ocurrido que quizás ustedes…
– No sé qué decirle -duda Adrianí-. Nosotros compramos una cazadora de cuero para nuestro yerno, pero nos llevó a la tienda una amiga y no sabría decirle cómo llegar.
– Quizá su amiga…
– Es una pena, pero ya está en Atenas. Volvió antes que nosotros -la interrumpe Adrianí, que sabe proteger a sus fuentes.
– Ya entiendo. Gracias de todos modos… -La mujer vuelve a su mesa con la decepción impresa en la cara e informa al resto de sus acompañantes-. De todas formas, yo voy a buscar por mi cuenta. No permitiré que ese estafador me tome el pelo -exclama una voz femenina iracunda.
– Pero, dime, ¿vienen aquí sólo para comprar prendas de cuero? -me asombro.
– Es más habitual que venir para buscar asesinos -dice ella para provocarme.
– Mister Jaritos, a visitor is waiting for you in the lobby.
Me levanto pensando que se trata de Murat y me preparo para recibir malas noticias.
– ¿Tengo que recordarte que en unos minutos vendrá la señora Kurtidu para que demos la vuelta al Bósforo en barco?
No le hago caso y me dirijo al vestíbulo. Busco a Murat y me topo con Efterpi Lasaridu. Está sentada en el borde de uno de los sillones frente a la recepción, lleva zapatos planos y medias negras, y mantiene las piernas muy juntas de la rodilla para abajo.
– Señora Lasaridu, ¿qué la trae por aquí? -pregunto sorprendido.
La mujer se apoya en los brazos del sillón y se pone de pie con movimientos torpes.
– He recordado algo, pero no quise decírselo por teléfono. ¿Sabe?, no acabo de acostumbrarme al teléfono y, cuando la conversación es larga, pierdo el hilo -se disculpa.
– Vamos a hablar aquí, estaremos más tranquilos.
La conduzco a la cafetería, que se encuentra junto al vestíbulo. Me imagino que, si ha venido hasta aquí, tiene algo importante que contarme y recupero el buen humor.
– ¿Puedo invitarla a algo?
– No, no, no se moleste. Tomé un té antes de venir. -No insisto, y dejo que se tome su tiempo para ordenar sus pensamientos-. ¿Sabe?, desde que me dijo que tratara de recordar, me devano los sesos para recordar una historia que María me contó sobre el varliki.
– ¿El varliki? ¿Se refiere al impuesto sobre el patrimonio? -pregunto.
– Sí, al impuesto que Inönü impuso a las minorías en el año 42. -La explicación no me aclara mucho y espero que ella prosiga-. Por aquel entonces, María trabajaba en casa de los Dágdelen. El señor Dágdelen no pudo pagar el impuesto y le hicieron jatzitzi.
– Disculpe, señora Lasaridu. ¿Qué es el jatzitzi? - Primero el varliki y ahora el jatzitzi. Es la primera vez desde que pusimos los pies en esta ciudad que lamento no disponer de un buen diccionario turco-griego. Quién sabe, tal vez compre uno antes de que nos marchemos.
– ¿Cómo lo llaman ustedes? -Efterpi Lasaridu se esfuerza por explicármelo-. Es lo que pasa cuando no puedes pagar y te lo quitan todo.
– ¿Un embargo?
– Eso, un embargo. Si no podías pagar, primero te embargaban los bienes y luego subastaban tus pertenencias dentro de tu propia casa. Entonces venían los turcos y las compraban por una miseria delante de tus propias narices. Dágdelen no podía pagar el impuesto y se lo subastaron todo. Eso tenía algo que ver con los turcos que vivían en la casa de al lado, aunque no recuerdo qué.
– ¿Recuerda dónde vivían?
– En Cihangir, pero no sé exactamente dónde. Recuerdo que María me decía: «Voy a Cihangir…». -Hace verdaderos esfuerzos, aunque vanos, por recordar-. Es la vejez, señor comisario. Mi cabeza está hueca, ya no sirve para nada.
– Está bien, señora Lasaridu, no se esfuerce. Pediré a la policía turca que investigue y lo averiguaremos. -Claro que las probabilidades de descubrir algo, después de tantos años, son casi nulas, pero todo es así de precario en este caso.
Me levanto para indicarle que hemos terminado y para no fatigarla más. Efterpi Lasaridu, sin embargo, permanece sentada y sigue reflexionando.
– Un momento, acabo de acordarme de algo. En la Semana Santa del 51 o del 52, no estoy segura, María y yo celebramos la resurrección del Señor juntas en la iglesia de la Santísima Trinidad y después, en lugar de ir a Pera, fuimos hacia Siráselvi, para bajar por Defterdar hasta Tophane, y en la primera calle, pasado el hospital alemán, María me dijo: «Aquí vivían los Dágdelen, en la otra esquina». Era la primera callejuela a la izquierda, la recuerdo como si la tuviera delante. -Respira hondo y sigue rememorando-: Lo que no puedo recordar es qué tenía que ver la familia turca que vivía en el piso contiguo. María me lo dijo, señor comisario, pero ya no me acuerdo -se disculpa, como un niño que teme que le pongan mala nota.
– No importa, ya me ha ayudado muchísimo.
«No importa» es un decir, porque lo más probable es que aquellos turcos compraran los bienes de los Dágdelen a precio de saldo y que María les guarde rencor, como en el caso de Kemal Erdémoglu. Al menos, ahora que sabemos dónde vivían antaño, quizá podamos localizarlos. Claro que la historia se remonta a muchos años atrás, al año 1942, pero el que abre el libro de las viejas cuentas pendientes no tiene más que pasar las páginas.
Me acerco a recepción y les pido que llamen un taxi para que lleve a Efterpi Lasaridu a Fanar, y que lo carguen a mi cuenta.
– No es necesario, señor comisario -protesta ella cuando se lo digo-. Puedo tomar el autobús. Hay muchos autobuses de Taksim a Fanar.
La muchacha de recepción sale de detrás del mostrador, la coge del brazo y, diciéndole algo que termina con «hanum efendi» la acompaña fuera del hotel y la conduce hasta un taxi.
Llamo enseguida a Murat y le cuento las novedades.
– This is great! - exclama-. You did a wonderful job. Has hecho un trabajo estupendo. No te preocupes, ya les encontraremos.
– Espero encontrarles vivos y no ya cadáveres.
– Esto ya no puedo garantizarlo. Te llamaré en cuanto sepa algo.
– De acuerdo. Y dale recuerdos a tu mujer.
Murat cuelga el teléfono con un «de tu parte» y me devuelve la cortesía. Efterpi Lasaridu ya se ha ido y la recepcionista ha vuelto a su puesto. Le lanzo un «thank you» y vuelvo al comedor.
La señora Kurtidu y Adrianí están esperándome para salir. En la mesa de al lado, el grupo de Tesalónica no se pone de acuerdo sobre el itinerario que seguirán. La escena me recuerda las discusiones de Stefanaku y Despotópulos con la señora Murátoglu.
Estamos sentados en cubierta, al sol, y sopla una brisa ligera que huele a mar y a petróleo. Las dos señoras me tienen atrapado entre ambas y charlan por encima de mi tórax. Con mucho gusto las haría sentar juntas y me iría unos cuantos asientos más allá para poder concentrarme en mis pensamientos, pero las damas son de la vieja escuela y siempre colocan al hombre en el centro.
No puedo apartar de mi mente a los vecinos de los Dágdelen. No sé si viven o están muertos, no sé dónde se encuentran ni si María consiguió localizarlos. Murat no me ha llamado y es lógico que yo esté sobre ascuas. Si no se produce otro asesinato, regresaremos a Atenas dentro de pocos días. Pero si María nos tiene reservadas nuevas sorpresas, Guikas no tardará en reaccionar; ya me veo viajando a Atenas para la boda de Katerina y regresando aquí al día siguiente.
Читать дальше