Mientras yo me pregunto por qué demonios María Jambu asesinó a un pacífico viejecito, suena el móvil de Murat. Él escucha sin decir nada, me mira y asiente con la cabeza.
– Ya sabemos cómo llegó la empanada de queso. María Jambu no la trajo aquí. La llevó a la tienda de la víctima.
– Y Kemal se la llevó a casa para tener la cena asegurada un par de días.
– Exacto.
Tal vez sea exacto, pero seguimos sin respuesta a la pregunta: ¿por qué ha matado a un turco? No obstante, no cabe duda de que debía de conocerlo bien para llevarle una empanada de queso a la tienda.
– Hazme un favor, pero ocúpate tú personalmente. Pregunta con discreción a los vecinos si ese Kemal se relacionaba con griegos.
Murat me capta enseguida.
– Te extraña que la víctima fuera un turco.
– Lo has adivinado. Yo te espero abajo -le digo-. No puedo soportar más esta peste.
Bajo los escalones de dos en dos para alejarme cuanto antes del foco de infección mientras Murat empieza a llamar a los timbres.
En la calle, los dos policías del coche patrulla fuman en la acera mientras charlan en voz baja. Me saludan con un movimiento de cabeza. Uno de ellos me abre la puerta trasera del coche para que pueda sentarme, pero le indico con un gesto que prefiero caminar.
Empiezo a pasear a lo largo de la acera. Aquí las tiendas son más elegantes que en Pera. Cuento dos tiendas de telefonía móvil, dos de ropa -una de prendas masculinas y la otra de prendas femeninas- y un establecimiento que vende televisores, cámaras fotográficas y ordenadores. Las tiendas de telefonía móvil y aparatos electrónicos son clavadas a las nuestras. Las de ropa recuerdan a nuestra céntrica calle Ermú en los años setenta, antes de que le hicieran sombra los centros comerciales de la periferia. Los transeúntes, en cambio, me interesan más. Visten todos ropa cara y algunas mujeres complementan su atuendo a la última moda con un perrito, como la grieguísima esposa de nuestro estratega jubilado. Escasean los pañuelos en la cabeza y, en general, la zona nada tiene que ver con la avenida que recorremos cuando cruzamos el puente de Atatürk hacia Taksim, esa que nunca recuerdo su nombre.
Veo que Murat sale del edificio y regreso a mi punto de partida. De su expresión deduzco que no ha conseguido nada y él me lo confirma.
– Nadie sabe si Erdémoglu se relacionaba con griegos. Raras veces recibía visitas. Cuando las familias de sus hijos venían a la ciudad, se alojaban en su casa.
No tengo nada que comentar, no esperaba oír otra cosa. La idea de que la víctima tuviera parientes griegos y éstos fueran, a su vez, parientes de María Jambu es tan inverosímil que sólo se podría sostener como explicación desesperada.
Subimos de nuevo al coche patrulla.
– Vamos a la tienda -me dice Murat-, a ver si los empleados pueden darnos alguna información útil.
– ¿Qué vas a hacer con la familia? -pregunto.
– Se hará cargo uno de mis ayudantes, se le dan bien estas cosas. Tiene una cara que siempre da la impresión de haber llorado. Muy apropiada para dar el pésame a los familiares.
Dejamos atrás los barrios altos y regresamos a territorios geográficos y sociales que me son más familiares. Al llegar a la plaza Taksim, espero que Murat tuerza a la derecha, pero él la cruza sin inmutarse y enfila la calle Pera.
– Oye, ¿no es una calle peatonal? -pregunto, confuso.
Murat no puede evitar reírse.
– Es peatonal para todos menos para los coches de la policía.
– Y para el tranvía.
Él sigue riéndose, casi feliz.
– Cada vez que mi padre viene de vacaciones a Estambul, sube al tranvía y se planta en la parte delantera, junto al conductor.
– ¿Él es de aquí?
– Claro que no -responde sorprendido.
Me preocupa que mi pregunta le haya ofendido, pero él se apresura a explicarse.
– La gente que ha nacido y ha crecido en Estambul no emigra fácilmente. Mi familia procede de un pueblo de Sivas, en el este, y ha pasado por una doble emigración. Mi abuelo tenía cinco hijos y no salía adelante, así que trajo a su familia a Estambul. Entonces, en los pueblos, se decía que el suelo y las piedras de Estambul eran de oro, y mi abuelo lo creyó. Mi padre todavía era pequeño y le encantaba subir al tranvía y quedarse junto al conductor. Mi abuelo primero y mi padre después comprendieron que las calles de Estambul eran de losas y asfalto, como las de cualquier otra ciudad. Total que mi padre acabó siendo obrero en Alemania. Ahora está jubilado y vive en Bochum, pero, cada vez que viene a vernos, sube al tranvía. -Estaciona el coche enfrente de la iglesia católica-. Hemos llegado.
La tienda de Kemal Erdémoglu es grande y ocupa dos plantas, aunque basta echar una ojeada al escaparate para ver que dista mucho de las tiendas de lujo del barrio en que vivía. No hay un único aparador, sino que está dividido en tres: uno a la derecha, otro central y otro a la izquierda. En los dos aparadores de los extremos se expone moda femenina, mientras que en el central, masculina.
Murat se adelanta y yo le sigo. La dependienta apostada junto a la puerta me confunde con un turista y enseguida se me acerca con un «Yes, please?». Murat le dice algo con una cara de madero muy seria y ella se aleja de mí con una mirada que oscila entre el respeto y el temor. De ello deduzco que debe de haberme presentado como policía y me parece apropiado pegarme a su lado. El único dependiente varón engancha con celo una nota manuscrita a la entrada del establecimiento y luego cierra con llave desde dentro. Imagino que la nota dice: CERRADO POR DEFUNCIÓN.
Murat elige la primera planta, seguramente para estar más tranquilo, y decide interrogar primero a las mujeres. Más de lo mismo, me digo. Empieza por las mujeres, en parte, porque son más sinceras y, en parte, porque soportan menos la presión. De sus gestos deduzco que ninguna de las empleadas alega ignorancia. Todas tienen algo que decir y en muchas ocasiones se interrumpen mutuamente para corregir o añadir algún dato.
En menos de diez minutos llego a la conclusión de que no tiene ningún sentido observar las expresiones y los gestos de los testigos y me centro, como se dice ahora, en la mercancía. Se me ocurre que podría comprarle algo a Katerina, pero descubro con gran sorpresa que no tengo ni puñetera idea de lo que le gusta. Siempre que hemos tenido que comprarle algo se ha encargado Adrianí, que no consideró importante pedirme mi opinión. Decido dejarlo correr, porque me arriesgo a comprarle algo que acabará enterrado en lo más profundo de su armario.
Murat ha terminado de interrogar al personal y pasa por mi lado con un «Let'sgo». Bajo las escaleras detrás de él y espero a que el dependiente abra la puerta, para que podamos salir a la calle.
– La vieja vino hace cinco días por la tarde. La descripción encaja con la que te dio el médico de Baluklís. Extenuada, arrastraba un poco los pies y tenía accesos de tos. Preguntó si el señor Erdémoglu estaba en la tienda. El señor Erdémoglu había salido un momento y ella dijo que lo esperaría. Llevaba una bolsa de plástico en las manos.
– La empanada de queso.
– Evidentemente.
– ¿Se fijaron si en la bolsa figuraba algún nombre o una dirección?
Murat me mira desconcertado por un instante.
– No se me había ocurrido. Voy a preguntar.
Vuelve a la tienda y llama al cristal de la puerta. Dice algo a la empleada que le abre. Ella se vuelve y habla con alguien en el interior del comercio. Pasan un par de minutos y Murat regresa junto al coche patrulla.
– Sólo recuerdan que ponía «supermercado» en turco.
– Esto no quiere decir nada. Hoy en día hay supermercados por todas partes.
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