– No, no. Yo me ocupo.
De los retazos de su conversación deduzco que Adrianí ha cargado a la señora Murátoglu con algo para Katerina y, como de costumbre, lo ha hecho a mis espaldas. A punto estoy de intervenir cuando me detienen los dos azotes principales de todo ciudadano griego: la Seguridad Social y Hacienda, es decir, Petrópulos y su mujer. Él me saluda desde lejos mientras que la señora Petropulu me manda besitos. El estratega espera a que su mujer suba al autocar y se siente junto a la señora Stefanaku, y luego sube él y se sienta solo, tres filas más atrás. Entretanto, la señora Murátoglu ha subido al autocar y Adrianí se ha acercado a su ventanilla y le habla por señas, de manera que aplazo mi intervención hasta que el autocar haya partido.
Decido volver al comedor para disfrutar de un segundo café con rosca de pan y queso. En el momento en que me siento a la mesa suena mi móvil. Veo en la pantalla el número de Murat y me enfado conmigo mismo por haberme olvidado de informarle de mis pesquisas en el geriátrico y en el hospital de Baluklís.
– I was going to call yon - digo, tratando de escabullirme con el típico «ahora iba a llamarte». Antes de darle tiempo a que empiece a quejarse, le bombardeo con la información que he reunido: los dos viejos, la muerte de la cuñada, la empanada de queso y el doctor Remzí-. El médico está prácticamente convencido de que María Jambu está gravemente enferma. -Sigue un silencio de varios segundos-. Are you there? - pregunto, pues da la impresión de que se ha cortado la comunicación.
– Yes - responde Murat-. No sé si María Jambu está muy enferma, pero antes de morir ella, mueren otros.
Pese a que enseguida comprendo a qué se refiere, pregunto, a pesar de todo:
– ¿Qué quieres decir?
– Creo que tenemos una nueva víctima. Y esta vez es un turco.
– ¿Lo crees? -pregunto con cierta esperanza-. ¿No estás seguro?
– Acaban de avisarme. Pero la descripción que me han dado los agentes del coche patrulla no me gusta en absoluto.
– ¿Por qué?
– Lo han encontrado muerto en la taza del retrete. Había vomitado en el suelo. Olía tan mal que uno de los agentes no ha podido contenerse y ha vomitado también.
– ¿Por eso te han avisado?
– Sí. Di instrucciones de que me llamasen a la menor sospecha de envenenamiento.
– De acuerdo, pero ¿por qué mataría a un turco? Hasta ahora ha matado a su hermano y a su prima, ambos parientes cercanos. No creo que tuviera ningún pariente turco.
– Es cierto, pero aquí hay algo que no me gusta. There is some thing that I don't like. - Titubea un momento y luego me pregunta-: ¿Vienes a echar un vistazo?
– Voy.
– Pasaré a recogerte en un coche patrulla.
Empiezo a comer mi segunda rosca de pan sin preocuparme demasiado. ¿Qué tiene que ver María Jambu con los turcos? De momento, nada indica que hubiera trabajado en hogares turcos. Además, quizás el hombre se intoxicara con la comida, o quizá lo matara otra persona. En estos casos, se corre el riesgo de endosarle al asesino incluso crímenes que no ha cometido, por aquello de «ahora que tenemos al cura, enterremos a unos cuantos». En cualquier caso, me alegro de que Murat me llamara por teléfono antes de ir a ver a la víctima. Podría significar que confía un poco más en mí y que nuestra relación ha dado un paso hacia la colaboración. También podría significar otra cosa: que empieza a asustarle el giro que están dando los acontecimientos. Esta segunda posibilidad también me satisface: cuando empiezas a asustarte, siempre buscas a alguien que te ayude. Lo único desagradable será la cara que pondrá Adrianí cuando sepa que la dejaré sola ya el primer día.
Mi mujer entra en el comedor en el momento en que me termino la rosca de pan y paso al café.
– Ah, ¿estás aquí? ¡Y yo buscándote en la habitación!
– Me acaba de llamar el policía turco. Parece que ha habido una nueva víctima y tengo que ir -le digo con recelo y me apresuro a adelantarme a su reacción-: Perdona que me vaya el primer día que nos quedamos solos. Procuraré volver lo antes que pueda.
Para mi gran sorpresa, me contesta tan fresca:
– No te preocupes, he quedado con la señora Kurtidu. Pasará a recogerme.
Lástima que no esté aquí el estratega, sin duda tendría que retirar sus teorías sobre la desorganización de las mujeres fuera de casa, pienso. Adrianí es una fanática del dicho «los precavidos cocinan antes de tener hambre». Esto tiene consecuencias estupendas en la cocina, pero resulta irritante cuando descubres que el otro siempre va un paso por delante.
– Lástima, me perderé un bonito recorrido turístico -respondo cabizbajo.
– Qué va, seguramente iremos de compras.
– ¿Por qué tanta prisa? No es el último día.
– No son compras para mí, sino para Katerina. Es una gran oportunidad de comprarle algunas cosas a buen precio. En Atenas todo es carísimo.
– Y las cosas que le entregaste a la señora Murátoglu, ¿eso no eran compras?
– Eran unas toallas de baño -contesta, sin extrañarse de que lo hubiera adivinado.
– ¿Cargaste a la señora Murátoglu con toallas de baño?
– ¿Pero tú sabes de qué estamos hablando? De toallas de Prusa. Tanto la señora Murátoglu como la señora Kurtidu me dijeron que son las mejores, y tienen razón. Las tocas y es como acariciar terciopelo.
– De acuerdo, pero ¿tenías que cargárselas a la señora Murátoglu?
– Ella misma se ofreció a llevarlas. Dijo que era una oportunidad de conocer a Katerina y me convenció.
– Espero que no compres aquí el vestido de novia -le digo, medio en serio, medio en broma.
Adrianí me mira como si hubiera soltado un desatino y se santigua.
– Pero ¿de qué hablas? ¿Olvidas que lo compraré con Katerina cuando volvamos a Atenas?
La confirmación me tranquiliza y me termino el café en paz antes de dirigirme a recepción para esperar a Murat y el coche patrulla.
El coche atraviesa una zona que me es conocida: la avenida que conduce a Kurtulús y San Demetrio, allí donde me reuní con la señora Iliadi. A las ocho y media de la mañana, el tráfico más denso baja, es decir, se dirige a Taksim. En nuestra dirección, la circulación está por debajo de los niveles de Atenas.
Para ser sincero, voy al escenario del crimen por deber profesional y no porque crea que encontraremos algo que pueda imputarse a María Jambu. Si la víctima fuera un griego, no me cabría la menor duda de que ella lo ha asesinado. Dado que la víctima es un turco, el asesinato -si es que se trata de un asesinato- apunta en otra dirección. Lo más probable, tratándose de un octogenario viudo y desgraciado, es que sufriera una intoxicación alimentaría o que lo despachara algún familiar para quedarse con su casa, su negocio o su dinero.
Llegamos a la altura del desvío a Kurtulúş, pero pasamos de largo y nos adentramos en otro barrio, de mayor nivel social y económico. Los bloques de pisos son más nuevos que los de Taksim, construcciones de más calidad, y las tiendas están decoradas con gusto y venden productos más caros.
– Where are we? - pregunto a Murat.
– This is Osmanbey - responde, y siente la obligación de explicarme-: Este barrio es más nuevo que Pera y Taksim. Solía ser más caro, ahora se ha degradado un poco. Nosotros nos dirigimos a otro barrio, construido en el mismo periodo pero en el que vive la burguesía acomodada.
– ¿Cómo se llama?
– Nişántaşi.
– Es decir, que la víctima, si fue asesinada, debía de ser un hombre rico.
– Tenía una gran tienda de ropa para señora y caballero en Pera. Luego abrió otra en Ankara y una tercera en Esmirna. Ahora pertenecen a sus hijos. Cada vez que uno de sus hijos terminaba el colegio, el padre le abría una tienda, cada una en una ciudad distinta.
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