– Clara, llegamos tarde a la visita…
Cillian, desesperado y sin grandes expectativas de éxito, hizo un intento.
– He oído por la radio que hay atascos en los puentes y en el túnel… Por lo visto ha caído una nevada increíble…
– Bueno, no tenemos prisa… -dijo ella.
Mark cogió las dos maletas y reclamó la atención de la chica.
– ¡Clara, por favor!
– Que tengas una buena semana, Cillian.
Mark y Clara desaparecieron en el taxi. Un triste déjà vu . Cillian permaneció al otro lado del cristal, con la mirada perdida. Elvis, emocionado aún por el juego del cuarto de las lavadoras, apoyaba las dos patas delanteras en sus piernas.
Era demasiado. Siete días sin Clara era demasiado. No aguantaría. Recordó lo que se había prometido. Se había dado hasta la hora de cenar para encontrar una estrategia viable. Y las cosas no pintaban bien.
El perro empezó a mover la pelvis, chocaba sus genitales contra el llamativo pantalón de Cillian con un movimiento coital cada vez más frenético.
Su reloj marcaba las 21.20 cuando sus manos se agarraron a uno de los postes metálicos que sostenían el tanque del agua. Ya no había transportistas inoportunos ni vecinos fisgones que pudieran estropear su momento. Tal vez lo viera algún inquilino de los edificios de enfrente. A esa hora casi todo el mundo estaba despierto. Pero después de todo lo que había ocurrido, ese riesgo no podía considerarse un problema.
La tarde había transcurrido lenta y sin eventos trascendentales. Se obligó a ser fiel a su pacto. Había llegado la hora de la cena y su mente no había parido ninguna estrategia creíble. Se había sobrevivido a sí mismo hasta entonces; cada mañana había burlado la muerte con honestidad. Siempre había respetado las normas de la ruleta rusa.
Por pura coherencia vital, debía seguir siendo fiel a sus reglas. De hecho, así se lo reclamaba su organismo.
Poco antes de las siete había sufrido una crisis de ansiedad. Algo bastante inusual en ese momento del día. Estaba dando un paseo supuestamente inspirador por Lexington cuando empezó a hiperventilar. Se dio cuenta de lo mal que estaba por las miradas de extrañeza de la gente con la que se cruzaba. Comenzó a tambalearse, le costaba mantener el equilibrio. Un chico que empujaba un carrito de comida rápida le ayudó a sentarse en la acera y le ofreció una bebida que Cillian no reconoció. Era muy dulce y sabía un poco a limón. La tragó con escepticismo, simplemente porque se notaba la boca muy seca. Pero algún beneficio tuvo que aportarle, porque al rato recuperó las energías suficientes para volver a casa.
Ya en el estudio, fue directo a mojarse la cabeza debajo del grifo y la recuperación fue total.
La ciudad aún estaba llena de ruidos. Abajo el tráfico era intenso aunque la hora punta ya había pasado. Curiosamente, el coche rojo estaba aparcando exactamente debajo de él; esta vez no necesitaría ajustar su posición.
«Razones para volver a la cama…» Fue una simple formalidad. No encontró ninguna; tampoco se devanó los sesos. Había tenido toda la tarde para pensar; se dijo que no iba a ver precisamente la luz durante ese puñado de segundos.
«Razones para saltar: Clara se ha ido; no he conseguido amargar ni un instante de su vida; no aguantaré sin ella; no tengo trabajo; hace frío; ya no veré nunca más a esa cabronceta de doce años… Clara se ha ido.»
El plato de la balanza se inclinó pesadamente y sin resistencia en el otro lado. Y esta vez no quedaba ninguna sorpresa en la recámara de su cerebro.
Cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Abrió los brazos y se despidió de sí mismo. Había perdido la batalla contra Clara, pero dentro de unos segundos ya nada importaría.
Volvió a abrir los ojos para afinar la puntería sobre el coche rojo. Y entonces un objeto pesado y amarillo cayó con estrépito sobre el plato vacío de la balanza.
De pronto, los dos platos estaban en equilibrio.
Sesenta metros más abajo, el vehículo amarillo se detuvo delante de la entrada del edificio. Clara y Mark salieron del coche, cada uno por un lado. Clara fue directamente hacia la acera. Mark se quedó esperando a que el taxista sacara las maletas.
«Ha pasado algo.»
Y el peso de las maletas empujó el segundo plato hacia abajo.
Instintivamente, Cillian echó el pie hacia atrás y regresó al suelo de la azotea. Clara estaba allí. No se había ido. No debería aguantar sin ella una semana entera. Corrió hacia el interior del edificio.
Devoró el tramo de escaleras hasta la última planta y llamó a los ascensores. Los dos. En la excitación, su mente recordó todas las veces que había estado a punto de morir, convencido de que nada podía impedir que su cráneo se estrellara contra el asfalto. La razón para seguir adelante siempre llegaba de forma inesperada, ofrecida en bandeja por eventos que quedaban fuera de su alcance. Volvió a pensar en aquella noche lejana… él subido a la barandilla de un puente… el hombre que hacía jogging… el coche que se daba a la fuga.
Llegó el primer ascensor; Cillian bloqueó el cierre de las puertas correderas con una maceta. Se metió entonces en el segundo.
Cruzó corriendo el pasillo desde el ascensor hasta la puerta del 8A. Abrió con sus llaves y tuvo la sensación de que esa vez no había ojos indiscretos que le estuvieran espiando.
No llevaba su mochila, no le había dado tiempo a organizarse. Fue al primer cajón de la cocina y cogió un cuchillo. No era tan manejable como su bisturí, pero por lo menos así se sentía más valiente.
El trabajo de la noche anterior de búsqueda y reconocimiento de todos los posibles escondites de la casa le llevó a ocultarse, sin inútiles demoras, en el cuarto de invitados. Se metió en la habitación oscura y dejó la puerta entreabierta.
Pocos minutos después, la luz de salón se encendía y el retumbar de los tacones de Clara y de los mocasines de Mark invadió el ambiente. Caminaban despacio. En silencio. Cillian confirmó su primera impresión: «Ha pasado algo».
Por fin Mark se detuvo. Poco después lo hizo Clara. No podía ver sus rostros, pero ese silencio era cuando menos sospechoso. Mark fue el primero en hablar.
– No te pongas así, joder. ¿Cómo quieres que reaccione?
La voz de Clara sonó seria, insólitamente oscura.
– ¿Cómo? Por ejemplo, sin dar por sentado que soy una mentirosa.
– Nunca he dicho que lo seas.
– Claro que sí. ¡No lo niegues!
El tono entre los dos era seco. Los ojos de Cillian se iluminaron en la oscuridad del cuarto.
– Clara, ponte en mi lugar. No te veo desde hace… siete semanas. Cada vez que lo hacemos, me pongo condón… y… -se detuvo unos segundos.
– ¿Y qué? -le atacó Clara, agresiva.
– Y… tengo motivos para estar como mínimo sorprendido. Sólo eso.
Cillian asomó ligeramente la cabeza al pasillo. Podía ver la sombra de Clara proyectada en el suelo. Parecía que estaba de pie, de espaldas a la ventana.
– ¡Y yo, joder! Pero no voy a aceptar que insinúes…
Un escalofrío recorrió entonces la espalda del portero. Le sorprendió esa reacción tan normal, tan común, tan humana. Nunca había imaginado que alguna vez viviría ese momento. «Voy a ser padre», se dijo, emocionado.
– No insinúo nada, sólo digo lo que hay.
– Lo que hay es que ha pasado algo perfectamente explicable. -Clara seguía rabiosa-. El condón falló y los espermatozoides se quedaron vivos en la vagina unos días. Lo has oído. Puede ocurrir.
– Lo he oído. Técnicamente puede ocurrir. -La manera como Mark había resaltado el «técnicamente» dejaba a las claras su recelo.
La mente de Cillian empezó a correr por libre. No sabía si Clara iba a tener o no ese niño. Pero, en ese presente, Cillian iba a ser padre, y eso no se lo quitaba nadie. Se sentía feliz y no sabía exactamente por qué. No era por amor hacia una criatura, que ni conocía ni tenía interés en conocer. No era por cariño hacia la madre, a la que odiaba con todo su ser. Pensó entonces que tal vez era por el hecho de vivir una experiencia humana a la que nunca creyó que podría acceder. Se sentía feliz porque iba a satisfacer una curiosidad personal.
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