Pasó entre los dos hombres y abrió la puerta de su estudio. El vecino del 10B echaba chispas por dentro por la falta de reacción de Cillian. Y una vez más el portero se dio la pequeña satisfacción de cerrarle la puerta en las narices.
De nuevo en su estudio. Un regreso que no debería haber tenido lugar. Sus cosas estaban guardadas ordenadamente en las maletas. El colchón estaba desnudo. Le daba una pereza tremenda deshacer las maletas. Además, en caso de sobrevivir, en no más de una semana tendría que volver a empaquetarlo todo.
Lo único que buscó fue el bote de aspirinas, guardado en un bolsillo lateral de una maleta. Tragó dos pastillas con la ayuda del agua del grifo. Y soportó el desagradable retrogusto de la cal.
Planeó el día. En los últimos tiempos apenas había conseguido cumplir ninguno de sus planes, pero necesitaba tener una hoja de ruta a corto plazo y bien definida. La indecisión le agobiaba. Prefería cargar con el remordimiento de tener una agenda y no respetarla, que con la incertidumbre de no tener agenda.
El plan fue simple. Se las arreglaría como fuera para aguantar todo el día; haría tiempo hasta que la muchedumbre entre acera y azotea se dispersara. Tenía el día entero para hallar una nueva estrategia, eficaz y segura, para acabar con Clara. Y si antes de la hora de cenar no la había encontrado, cortaría por lo sano. Y esta vez, sin consideraciones. No permitiría que su sexto sentido se saliera con la suya.
Su necesidad innata de dejar todo ordenado y recogido antes de partir le obligó a salir al patio interior para recuperar la ropa que había tirado por la ventana del baño de Clara. Las prendas estaban medio congeladas, rígidas.
El cuarto de las lavadoras era su lugar de meditación. Ese movimiento circular al otro lado del cristal ejercía en él un efecto hipnótico. Consiguió vaciar su mente mirando los calcetines azul oscuro, el chándal rojo y amarillo, y la toalla naranja que daban vueltas empapados de agua y entrelazados. ¿Qué podía hacer con Clara?
Intentó animarse considerando racionalmente la circunstancia de que sólo un elemento ocasional y, a priori, imprevisible -la llegada inesperada del novio- había frustrado su plan definitivo. No podía reprocharse nada. De no ser por Mark, en ese momento tal vez ni Clara ni Cillian estarían ya en la tierra. Se felicitó a sí mismo por cómo, a pesar de la migraña y el malestar, había conseguido recuperar su libreta y salir airoso de esa situación tan complicada.
Carecía de importancia que Mark sospechara de él. Daba por sentado que así era. Su estrategia con los vecinos consistía en ganarse su confianza primero y sólo después atacar. Con Mark eso no había sido posible. Un accidente lo había impedido. Después de ese primer y original encuentro, ese chico nunca confiaría al cien por cien en él. Era comprensible. Pero no importaba.
Lo que tenía que hacer era volver a actuar con rapidez, no dejar tiempo para que Mark volviera a pensar en lo ocurrido ni llegara a conocerle más. ¿Podía considerar la posibilidad de esconderse en el apartamento y narcotizarlos a los dos?
Un quejido agudo le distrajo de su meditación. El perro recién recuperado de la señora Norman le miraba alegre, agitando la cola, desde el umbral.
– ¿Qué pasa, Elvis? ¿Te has vuelto a escapar?
El pasillo del sótano estaba desierto y silencioso. Efectivamente, Elvis no había perdido las viejas costumbres y volvía a concederse un paseo en solitario por el edificio. El animal empezó a corretear a su alrededor sin dejar de mover la cola.
Cillian le acarició con efusividad. Y su mente retornó a una meditación muy reciente.
– Tú sí que confías en mí, ¿verdad?
En respuesta, el perrito levantó las patas delanteras y las apoyó en las rodillas de Cillian para que le rascara la cabeza. Era evidente que el cánido confiaba en él. ¡Incluso habían viajado juntos en metro! Y Cillian quiso comprobar hasta dónde llegaba esa confianza.
– Ven, perrito. – Cillian empezó a correr entre las lavadoras; Elvis le perseguía, feliz de que alguien hiciera ejercicio con él-. Salta, Elvis. -Y Elvis, invitado por un movimiento del brazo de Cillian, saltó-. Salta, Elvis. -Y Elvis, cada vez más alterado por ese juego frenético, volvió a saltar.
Entonces Cillian abrió la puerta de una lavadora que no estaba en funcionamiento.
– Salta, Elvis.
El perrito se detuvo y lo miró perplejo. El ritmo de los movimientos de su cola deceleró.
– Venga, Elvis, salta en el tambor.
El perro dio una vuelta sobre sí mismo, nervioso.
– Vamos, ¿no confías en mí?
En ese momento la cola de Elvis dejó de moverse. El perro ladeó la cabeza y le miró; dudaba. Su instinto le avisaba de que algo no encajaba. Pero por algo se dice que el perro es el mejor amigo del hombre: la confianza hacia el humano pudo sobre el instinto. El can saltó dentro de la lavadora.
– Buen perro -le felicitó Cillian con una caricia.
Cerró la puerta. Elvis le miraba, aún feliz, desde el otro lado del cristal, a la espera de la evolución de ese extraño juego. Su cola golpeaba a un lado y a otro la cesta de aluminio; retumbaba.
Cillian programó el lavado. No necesitaba detergente. Bastaría con un simple centrifugado.
El perro rascó el cristal con la patita, sin dejar de mirar a Cillian. Seguía alegre, pero estar ahí encerrado empezaba a ponerle nervioso.
La confianza ciega que otro ser había puesto en él y el total control sobre la vida ajena devolvieron una tímida sonrisa al portero.
Clara era su prioridad, pero bien podía permitirse satisfacer pequeños caprichos. La sensación era placentera.
Pensó en cómo se presentaría en casa de la señora Norman, con el rostro compungido y ese montón de pelo mojado en las manos: «Lo siento mucho, señora Norman, lo he encontrado en una lavadora… No sé qué decirle».
La mera visualización de esa imagen -el rostro de la anciana desencajado en una vorágine de dolor- le aportó cierto alivio dentro de un cuadro depresivo general.
Entonces pensó que podía llegar un poco más lejos con esa pequeña satisfacción. Recordó su estrategia con los objetos perdidos que guardaba en la caja. Los tiraba al río sólo y cuando no había opción de utilizarlos de manera más perniciosa. Y matar a ese chucho no era la forma más eficaz de provocar dolor a su dueña.
Abrió la puerta de la lavadora e invitó a Elvis a salir.
– Ven conmigo, chucho. El recreo ha terminado. Volvemos con tu dueña.
Cillian enfiló el pasillo, y el perrito, con confianza y entusiasmo recuperados, le siguió al trote.
Perro y hombre llegaron al vestíbulo a la vez. Y allí estaban Clara y Mark, esperando tranquilamente, abrigados. Cada uno con una maleta. Elvis corrió hacia Clara.
– ¡No me digas que has vuelto! -La chica se agachó para acariciarle; se alegraba de verdad de verlo. Miró a Cillian como para pedir explicaciones.
– Sí, regresó él solito hace un par de días.
– No quiero imaginar la reacción de tu dueña. Se habrá vuelto loca la pobre… -Se dirigió a Mark-: Éste es el perro que te comenté que se había escapado… y ha regresado.
– Ya lo veo -dijo Mark, serio, sin quitar ojo a Cillian.
– ¿Van a algún sitio?
– Sí -sonrió emocionada Clara-. Mi chico me lleva a Adirondack. -Alrededor de su muñeca llevaba un reloj nuevo, negro, elegante y deportivo.
Entonces recordó la conversación que había escuchado a lo lejos mientras intentaba encontrar su libreta. Por lo visto la había apartado de su mente. Clara se marchaba, y de nuevo todos sus planes se iban al garete.
– ¿Estarán fuera mucho tiempo?
– Toda la semana. Volvemos el domingo por la noche.
La voz de Mark interrumpió la conversación.
Читать дальше