«¿Qué haría Alessandro en mi lugar?»
Desde el baño, Clara seguía en su intento de quitar importancia al extraño descubrimiento de Mark.
– Ahora nos duchamos, desayunamos y después afrontamos ese tema, ¿te parece?
Mark no contestaba.
– Va cariño. Por fin estamos juntos… disfrutémoslo.
– Vale, vale… -El sonido de los pasos de Mark hacia el baño-. ¿La invitación de bañarnos juntos sigue en pie?
Empezaron a tontear. El retumbar de sus risas y bromas dentro de la bañera llegaba hasta el umbral, donde Cillian seguía con un pie fuera y un pie dentro, indeciso.
– Alessandro lo intentaría hasta el final.
Pensó que peor no podría encontrarse. Con la azotea a su alcance tenía su destino bajo control. Otro pequeño fracaso no cambiaría nada en la economía global de su existencia. Ésa era una de las ventajas de no tener futuro. Ahora que mandaba sobre su vida, nada podía asustarlo o preocuparlo. Volvió a cerrar la puerta. Se acercó despacio al pasillo.
– Ostras, Mark… ¡qué tonta!
– ¿Qué pasa?
– No hay champú ni gel. No me he dado cuenta hasta ahora.
– No hay problema, nena. Creo que en la maleta llevo.
Cillian volvió sobre sus pasos y fue a esconderse detrás de las cortinas del salón. Justo a tiempo para que Mark, que salía del baño con una toalla alrededor de la cintura, no lo viera.
Se agachó a poca distancia de Cillian. Abrió su maleta, abandonada la noche anterior en medio de la sala, y rebuscó en su interior.
Mark era alto y fuerte. Aparentaba treinta y pocos años. El pelo oscuro, ligeramente largo pero cuidado. No era el prototipo de belleza masculina a los ojos de Cillian, pero entendía que resultara físicamente atractivo a una chica como Clara, que no valoraba la apariencia de su pareja.
Mark encontró lo que buscaba. Se levantó con el frasco de gel, y fue a la cocina, directo a la nevera.
– Veo que sigues teniendo el mismo perro guardián -le gritó-. Tal vez sea esto, Clara.
– ¿Esto qué? -le gritó ella desde el baño.
Cillian oyó que Mark abría la nevera.
– La razón de que te encuentres mal. La dieta. Tal vez la estás haciendo mal.
– No creo… La verdad es que me la he saltado a la torera. Ni Courtney tiene ya el poder de retenerme. He asumido que nunca seré como ella.
Se aclaraba una duda que había tenido intrigado a Cillian durante semanas. La foto enganchada en la caja fuerte de la comida tenía la función de repelente. Clara había colocado allí a la delgada actriz para provocar en sí misma envidia, complejo de inferioridad, cada vez que tenía un antojo y el deseo de hincarle el diente a algo. La duda quedaba aclarada, pero Cillian no sintió ningún alivio. Su mente estaba en otro sitio.
– Clara, estoy viendo que tampoco hay comida… Tenemos que salir a comprar.
– No importa.
– ¿Por qué? ¿Piensas comer fuera cada día?
– Tengo una idea mejor.
– ¿Y es…? -Mark salió de la cocina.
– He decidido que nos vamos fuera.
Mark enfiló el pasillo:
– ¿Has decidido qué?
Mark desapareció en el baño.
La bolsa de viaje del novio de Clara era de piel de ternera microperforada. El corte estaba hecho con láser y el logo no era visible a la legua. Estaba abierta, con los efectos personales desordenados por el suelo. Cillian tenía una misión importante que llevar a cabo, pero la curiosidad pudo con él también en una situación tan complicada.
En conjunto, la ropa era elegante y algo más convencional que la de Clara. Un par de camisas de Hugo Boss, una bufanda de la misma marca, una americana gris hecha a medida, dos corbatas, algunos polos de Ermenegildo Zegna. Los zapatos estaban guardados en bolsas de tela con el logo de Marc Jacobs. Sobre el sofá completaban su vestuario un abrigo de Michael Kors y un gorro de lana de Cerruti. En el suelo había un neceser elegante y ordenado. Un perfume de Commes des Garçons. Un iPad en su funda, un iPod y distintos cargadores de móviles y otros aparatos. Y, debajo del todo, una cajita envuelta en papel de regalo con el logo de Tag Heue y un pequeño sobre de acompañamiento: «Para Clara».
Volvió a prestar atención a la conversación en el baño.
– ¿Por ejemplo?
– No sé… Simplemente fuera, para no estar siempre aquí.
El grifo ya había dejado de vomitar agua en la bañera. Por los sonidos que acompañaban a las voces, parecía que estaban enjabonándose recíprocamente, abandonados jueguecitos infantiles. Cillian se acercó a la puerta del baño.
– Bueno, para mí «aquí» no es habitual… No vivo aquí, ¿recuerdas?
– Va…, sé bueno. Mary me ha dicho que en Adirondack estuvieron de maravilla. Alquilaron una cabaña en Lake Placid… Imagínate nosotros dos solitos, delante de un lago…
– Ya nos veo… Con un frío que pela y yo intentando cortar leña en un bosque cubierto de nieve mientras tú te peleas con un alce que se empeña en entrar en la cabaña…
Desde lejos, divisó sus cosas en el dormitorio. Mark había cogido todos los objetos de debajo de la cama y los había puesto encima de la cama, al lado de la bolsa de deporte, vacía.
– Qué bobo eres… ¿Entonces?
Respiró hondo y se lanzó. Su personal y metafórico parkour . Pasó delante de la puerta del baño sin mirar al interior, simplemente animado por la esperanza de que no le vieran. Y así ocurrió, a juzgar por la tranquilidad con que Mark y Clara continuaron su conversación.
– Entonces… haremos lo de siempre.
– ¿Eso qué quiere decir?
Cillian buscó en un bolsillo interior de su bolsa. Encontró las llaves de su estudio. Dio el cambiazo. Dejó su juego sobre la cama, y guardó en su bolsillo las llaves del 8A.
No podría entrar en su estudio, pero evitaría que Clara y Mark descubrieran que las llaves del 8A se habían quedado inexplicablemente en el interior de su apartamento, cerrado con doble candado. La estrategia de Cillian preveía salir de allí cuanto antes llevándose únicamente las pruebas más comprometedoras. Regresaría más tarde para reclamar su material de fumigación, olvidado en el piso. Era una justificación plausible, sobre todo teniendo en cuenta el adelantado regreso de Clara.
– Quiere decir que haremos lo que tú quieras, como siempre.
– ¡Eres tan mono…! -exclamó, feliz, Clara.
– Pero tienes que prometerme una cosa.
Buscó la libreta. No la encontró ni por el suelo, ni encima de la cama, ni dentro de la bolsa. Miró alrededor, nervioso. Tampoco sobre las mesillas de noche. Se agachó. Tampoco debajo de la cama o del armario.
– Antes iremos a ver a otro médico. La alergia, el trastorno del sueño, ahora estos mareos… No es normal, Clara… Estoy preocupado.
Consideró la hipótesis de que Mark se la hubiese llevado al baño para pasar un buen rato de lectura. Era posible, pero no le convencía. De momento prefirió descartarla, también porque, de ser cierta, requeriría una misión aún más arriesgada, si no prácticamente imposible: entrar en el baño arrastrándose por el suelo y hacerse con el cuaderno sin ser visto.
Volvió a comprobar que la libreta no estuviera en algún sitio que no hubiera explorado. Abrió con mucho sigilo los cajones de las mesillas de noche. Inspeccionó el interior del armario. Revisó incluso el bolso de Clara, abandonado en una silla. Pero no tuvo éxito.
Procedió entonces a reconstruir mentalmente los hechos. La última vez que había visto la libreta estaba en las manos de Mark. Pero cuando Mark fue al salón a buscar el gel no la llevaba consigo. En el dormitorio estaba en pijama; en el salón, medio desnudo. Ahí se abría una eventualidad nada improbable. Y acertó. El pijama de Mark, tirado en el suelo. Su libreta negra estaba, doblada y guardada en el bolsillo trasero.
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