Alberto Marini - Mientras Duermes

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Alberto Marini ha conseguido con su novela que me alegre de vivir en una casita de campo, sin porteros. Debo decir, que antes de saber que el libro existía supe de la película de Jaume Balagueró -quien por cierto firma el prólogo del libro- y no me enteré hasta después, que se basaba en un guión de Alberto Marini.
La historia me pareció original desde el principio. Su planteamiento lo es, y es que pocas veces nos paramos a pensar en que nuestra vida podría estar en las manos de quien menos nos esperamos y de la manera menos insospechada posible. Como por ejemplo, en las de ese portero de edificio que nos saluda amablemente cada mañana, al salir de nuestro piso. Ese hombre agradable, educado, solícito (no podía dejar de imaginarme al fantástico Luis Tosar), que nos ayuda con las bolsas de la compra, que nos abre la puerta cuando nos hemos dejado las llaves dentro. En manos de alguien tan retorcido y cruel como Cillian, ese portero de edificio con acceso a nuestra vivienda, a nuestra vida más íntima, podría estar nuestra vida, y eso me pone nervioso, no sé a ustedes.
Y es que Cillian es, como he leído en alguna sinopsis, un artesano del dolor ajeno. Vive para hacer sufrir a los demás, de hecho es el motor que impulsa su vida. Sus momentos de felicidad se inspiran en los de infelicidad de aquellos que le rodean, y no tiene compasión con nadie, para él todo forma parte de un juego de manipulación en el que no deben descubrir sus verdaderas intenciones, y no le importará que su objetivo sea niño, mujer o anciano.
Todos deben tener su ración de infelicidad. Y cuanto más grande sea esta, más ganas de seguir viviendo tendrá Cillian. Porque él todos los días juega a la ruleta rusa con su vida, y debe sopesar, según la infelicidad que produzca en los demás, si su vida debe continuar o por el contrario debe terminar.
El portero tiene fijación por Clara, la vecina del 5B, es la que últimamente declina la balanza hacia el lado que le permite vivir. La pelirroja que siempre parece feliz, rebosante de vida, de confianza, que le regala sonrisas y palabras amables que le hieren como dagas, que le hacen odiarla con toda su alma.
La prosa de Marini es sencilla, sin ornamentos innecesarios ni descripciones tediosas, sin duda fruto de sus muchos años como guionista cinematográfico. Con esta prosa nos sumerge en una historia llena de ideas retorcidas, de malas intenciones y de giros inesperados, y es que con Cillian todo es posible. Y cuando digo todo, es todo. Sin desvelar ningún spoiler comentaré que hubo una parte, con Alexander, otro de los personajes de la novela, que me sorprendió por su malignidad… a mí, que me considero curado de espanto desde hace años.
Sin duda, nos encontramos ante una buena novela que parte de una idea muy original sin deshincharse por el camino y que se devora en dos tardes. Como información adicional comentar que se va a traducir a cinco idiomas y que pronto, tanto libro como película (qué ganas de verla) podrán disfrutarse al mismo tiempo.

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– Clara, ¿qué son estas cosas?

La chica se detuvo, con el cuerpo a medio camino entre la bañera y el exterior.

– ¿Qué cosas?

– Debajo de la cama hay una sierra, jeringuillas, condones que no son míos… -resaltó el «que no son míos»-, un cuaderno raro.

Los ojos de Cillian se abrieron como platos. Esa voz iba a salvarle de un encuentro inminente e indeseado con Clara, pero habían descubierto sus cosas, sus secretos. Los problemas se aplazaban pero aumentaban en número e intensidad. Además, otra vez, se había olvidado de los condones.

– ¡Ahora voy! -respondió la chica al tiempo que retiraba la pierna y volvía a estar, con todo su ser, al otro lado de la cortina. Cillian siguió su silueta hasta que la imagen se fundió con la pared oscura del pasillo.

Se levantó, se apartó definitivamente del chorro directo del agua. Pero no tuvo tiempo de reorganizarse: la silueta había vuelto a emerger de la oscuridad. Clara regresó al baño corriendo. Metió la mano a través de las cortinas y cerró el grifo. El sonido del río de montaña se desvaneció de inmediato, así como el salpicar del agua contra el cuerpo de Cillian. Sólo permanecía el desagradable sabor a cal.

– ¡Un segundo! ¡Enseguida voy!

Clara volvió a desaparecer.

Cillian aprovechó el momento. No tenía un plan definido. Salió de la bañera, mojado, confuso. Su rostro en el espejo le resultó irreconocible. Descubrió en su cara una expresión que nunca había visto. No sabía que sus músculos faciales pudiesen contraerse de esa manera. La angustia se había adueñado de él.

– Tengo que salir de aquí. Tengo que subir a la azotea… -Se arriesgó a que le oyeran; necesitaba que esas palabras salieran de su boca de forma audible.

Cogió una de las toallas grandes que había llevado a la tintorería y se secó como pudo. Se frotó el pelo, la cara, el cuello con energía. La parte superior del chándal estaba completamente empapada. Tuvo una idea. Tal vez la ventana era demasiado pequeña para su cuerpo, pero no para unos trapos mojados. Se deshizo entonces de la sudadera de colores chillones tirándola al vacío. Se quedó con una camiseta interior blanca de tirantes. Cómoda para mantener el cuerpo en calor durante el invierno, pero de muy dudoso sentido estético. El pantalón estaban mojado pero, por lo menos no chorreaba. No así las zapatillas, que habían estado sumergidas demasiado tiempo en el estanque creado en la bañera.

– No tengo ni idea. Esa bolsa no es mía.

Los dos amantes hablaban en el dormitorio. Si ponía atención, Cillian podía oír lo que decían; no todas las palabras, pero sí el sentido general de la frase.

– Hay unas llaves… ¿y estas cuerdas con estos nudos? -Por el tono de voz, Mark parecía más molesto y sorprendido que Clara.

– Ni idea, cariño…

Cillian se secó las suelas en la toalla tendida en el suelo. La tela de las zapatillas seguía soltando agua, y cada vez que cargaba el peso sobre un pie se oía un chasquido. Se descalzó y se quitó los calcetines. Deprisa.

– ¿Cómo que «ni idea»? ¿No te sorprendes?

– Claro que me sorprendo, pero tendrá una explicación. El portero estuvo aquí…

– ¿El pesado?

Los calcetines hicieron el mismo viaje que la chaqueta del chándal. A continuación llenó las zapatillas con papel higiénico para que absorbiera la humedad y se las volvió a poner. Luego cubrió el exterior de las zapatillas con otro papel. Por lo menos de ese modo eliminaría el chasquido.

– Clara, ya sé que habrá una explicación, pero es eso precisamente lo que me preocupa. Mira estas jeringuillas… Por Dios, ¿qué está pasando aquí?

Por último, se desprendió también de la toalla, que se reunió con las otras prendas. Respiró hondo y asomó la cabeza al pasillo.

Clara y Mark, de espaldas, agachados, observaban lo que había debajo de la cama. Mark en pantalón de pijama; ella, desnuda.

– Vale, a mí también me parece rarísimo pero confío en que la explicación, al final, lo aclarará todo.

Cillian vio, impotente, cómo Mark hojeaba su libreta negra. El juego de los papeles invertidos seguía. Esta vez eran otros los que violaban su privacidad. Se sintió perdido. Sus secretos estaban a completa disposición del último inquilino llegado al edificio. Como en sus pesadillas, había perdido el control sobre su vida.

– ¿Y esto? «Lunes 24, veinte mililitros, se ha dormido de inmediato; martes 25, veinte mililitros, idéntica reacción; miércoles veinte mililitros, idéntica…» ¿Qué coño es todo esto?

– ¿Qué quieres que te diga? -De repente Clara se puso seria y se llevó una mano al vientre.

– ¿Estás bien? -Mark, preocupado, la ayudó a ponerse en pie-. Cariño, ¿qué te ocurre?

Cillian vio que Clara hacía un gesto tranquilizador con la mano, pero seguía mareada. Tuvo una arcada. Su chico era todo atenciones:

– Túmbate.

El portero aprovechó la distracción que el malestar de Clara había provocado. Salió al pasillo en dirección al salón. Procuró que sus pasos fueran a la vez lo más ligeros y rápidos posible. El papel, al estrujarse contra el suelo, amortiguaba el chasquido, y lo hacía casi imperceptible para la pareja, cada vez más lejana.

Cillian llegó al salón acompañado por las palabras de Mark:

– No estás mejor… empiezo a preocuparme seriamente.

Llegó a la puerta lleno de preguntas. Y encontró la respuesta delante de sus ojos. La noche anterior la puerta no se había abierto porque habían echado el pestillo. Simplemente eso. En la oscuridad, y bajo los efectos del narcótico, no se había dado cuenta de ese detalle tan banal. Ese simple trozo de hierro más corto que un pulgar le había retenido atrapado una noche entera y le estaba haciendo pasar uno de los peores cuartos de hora de su vida.

De nuevo las voces de Clara y de Mark.

– Ya está, ya está… ha sido sólo un momento. Ya tengo hambre.

– No me lo puedo creer.

– ¿Qué te parece si desayunamos en Max Brenner?

– ¿De verdad ahora mismo estás pensando en comer?

Por el volumen de las voces, parecía que Clara había regresado al baño; hablaban a gritos. La chica volvió a abrir el grifo. El sonido del agua se acopló a su voz.

– ¡Me apetece salmón y chocolate…!

Cillian deslizó despacio el pestillo. El cilindro metálico se desplazó sin hacer ruido. Abrió la puerta. La vía de escape estaba a su alcance. Así de fácil.

– Oye… Pero ¿qué hacemos con estas cosas?

Mark volvía a interesarse por sus secretos. De todo lo que se quedaba allí, a Cillian, la libreta era lo que más le preocupaba. Contenía sus notas sobre los vecinos, sobre Clara, sobre su particular forma de buscar motivaciones para vivir. Suponía que algunas eran indescifrables, pero otras sin duda eran totalmente explícitas. Si llegaran a la página con la lista de torturas, Mark y Clara alucinarían primero y, acto seguido, llamarían a la policía. De pronto se acordó del título de esa lista: «Cosas que hacerle a Clara». Evidente y pueril.

«¿Tiene alguna importancia?», se preguntó. Su intención era subir a la azotea y acabar con esa angustia de una vez por todas. «¿Qué más da que descubran lo que he hecho?»

Pero entonces le vino a la cabeza la mueca de esfuerzo de Alessandro. El chico que nunca se rendía. El chico que superaba cualquier obstáculo a pesar de que estuviese postrado en una cama. ¿Qué habría hecho Alessandro en su lugar?

Saber que él podía acabar con su vida en unos pocos segundos le infundió consuelo. Ahora, sin nadie que se interpusiese entre él y la azotea, volvía a tener el control sobre su existencia. Volvía a ser el amo de su destino. Si así lo quería, su angustia desaparecería en pocos segundos, el tiempo que el ascensor tardara en llegar a la última planta del edificio. ¿Qué más daba prolongarla unos minutos más?

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