– ¿Estuviste repartiendo los víveres?
– Más rápido de lo que te imaginas.
– ¿Sin ningún problema? -preguntó Julie, como si hubiera debido haber problemas. Como si allá ella hubiese puesto ciertos problemas en movimiento y llamaba para saber si ya habían llegado a Vostok.
Czesich se preguntó si ella y McCauley se habían reunido después de la ¡última llamada telefónica para pensar alguna manera ingeniosa tipo CÍA de fastidiarilo. Se concentró apretando su oreja libre con una mano.
– ¿Cómo está el tiempo por allá?
Miró a través de las cortinas el desorden afuera.
– Soleado. He oído aviones.
Una única gota de sangre diluida cayó de su nariz sobre su tobillo derecho desnudo y le pareció oír pasos en el corredor.
– Has caído en desgracia, sabes -decía ella ahora. Parecía divertirla.
– Julie, no puedo ni empezar a decirte lo poco que eso significa para mí en este momento.
– ¿Qué pasa? ¿Estamos hablando con el estómago vacío?
La observación fue demasiado filosa para el gusto de Czesich. Suponía que no merecía nada mejor: después de haber tratado de dejarla al descubierto en una línea abierta, y de desafiarla con su invitación a Haydock. De todos modos, le pegaba ahora que estaba caído, y se preguntó brevemente si Julie y él estaban condenados a una eternidad kármica de ofensa y venganza y reconciliaciones a medias. Miró por la ventana y estaba observando a un niño que revisaba el cubo de basura chorreante cuando la línea zumbó y graznó y escupió esto:
– Haydock no puede ir, Chesi. Me han dado la orden de ir allá y rescatarte.
Al principio pensó que había oído mal, o que se estaba burlando de él. Apretó el teléfono con tanta fuerza que las heridas de sus manos empezaron a sangrar de nuevo. Le ordenaron, qué diablos, pensó; iba a venir porque quería comprobar por sí misma, porque sospechaba que se había equivocado desde el principio.
– ¿Qué?-dijo-. ¿Cuándo?
– El domingo por la tarde, cinco treinta y siete Aeroflot 1021.
Garabateó la hora en la libreta que tenía al lado del teléfono, y sintió que sus efímeras esperanzas revivían como Lázaro.
– Arreglaremos una recepción oficial.
– Nada de bromas -le dijo ella-. Les dije que salía garante de tu sanidad mental, que eras un norteamericano decente y patriótico. Es el único motivo por el que Haydock lo permite. Eso, y porque parece que las cosas se están estropeando aquí y queremos que te vayas.
– Te esperaré en el aeropuerto -dijo Czesich sin escucharla en realidad.
– Cinco treinta y siete de la tarde. Si es que ese día hay combustible para el avión.
Me ocuparé de que haya. Arreglaré un tour.
– No es un picnic, Chesi, te debo decir. Habrá algunas preguntas desagradables.
– ¿Qué pueden hacerme, ahora?
– Cosas que no debería mencionar.
– ¿No, de veras? -Casi la única cosa que le podían hacer ahora era interferir con su pensión, su garantía de vida después de Washington. Había oído hablar de casos extremos en que empleados de USCA habían sido amenazados con la pérdida de la pensión, pero nunca había sabido de un caso en que ocurriera. Era más probable que Haydock lo sometiera a una reprimenda a la antigua, y la gente de seguridad de la embajada trataría de asustarlo, de sacudirlo un poco para asegurarse de que no era un espía, para hacerle comprender la magnitud de su error. ¿Y si la KGB hubiera decidido secuestrarlo, o asesinarlo? Estaba allá solo, contra todos los reglamentos. "Puso en situación de riesgo toda nuestra política."
Sería la misma mierda de siempre.
– Cosas -dijo Julie, como para atormentarlo-. Algunos días de nervios.
– ¿Algunos días de nervios? Julie, algunos días de nervios serían como un picnic ahora.
– Creía que todo estaba bien.
– Más o menos bien.
Ella se calló durante cinco o seis segundos, y él temió que la conexión se hubiera cortado.
– ¿Julie?
– Hablaremos cuando esté allá, Chesi. Tengo que irme.
– ¿Otra cita?
– Te veo el domingo.
– Sí -dijo Czesich pero ella ya no estaba. Se recostó en el duro sofá del hotel, cerró los ojos, y alimentó una pequeña semilla de posibilidad. La mente hacía esas cosas.
Propenko subió por la rampa del pabellón, a través de la multitud que salía de la exposición de fotografía, y trepó los escalones hacia la oficina de Leonid de dos en dos. Tanya, la secretaria de Leonid, simuló que no se daba cuenta de que tenía la chaqueta desgarrada, e hizo un gesto hacia la oficina de su jefe. Propenko la abrió y vio a Vzyatin y a Leonid sentados ante una mesita de café con una botella de whisky americano al lado. Leonid acercó una tercera silla, y lo dejaron solo mientras bebía.
Cuando dejó el vaso sobre la mesa, Propenko descubrió que no podía mirarlos a la cara directamente. Vzyatin miraba a Leonid. Leonid miraba por la ventana. Se oían teclas de la máquina de escribir de Tanya.
El se había levantado a las 5 de la mañana para la lección de tiro. Sólo había tomado té con el desayuno, un bocado de carne mala y una copa de vino con Raisa, y ahora el whisky y el cansancio lo tenían flotando. Se puso de pie y fue como a la deriva hasta la gran ventana de Leonid y ahí se quedó de espaldas a la habitación, mirando el río y el valle humeante que se extendía más allá. Oyó que alguien encendía una cerilla y sintió el primer olor fuerte a humo de tabaco.
– Malov me asustó -dijo.
Por un momento hubo silencio, luego la voz de Leonid:
– Ven a sentarte Sergei.
Propenko sacudió la cabeza. Ahora estaba pensando con toda claridad. Pese a que estaba exhausto, hambriento y sacudido, pese a que se dejaba llevar por el whisky, su pensamiento era nítido y claro. Recordaba esta sensación de sus días de boxeo. A veces cuando el cuerpo es exigido hasta cierto punto, la mente se ve forzada a desentenderse de todas sus actividades secundarias, sus meditaciones y preocupaciones, y concentrarse en la supervivencia. A veces uno se concentra con tal perfección que los brazos, manos y hombros del adversario parecen moverse en cámara lenta. Uno siente el puñetazo antes de lanzarlo. Uno siente su desesperación y su miedo, y llega a sentir su cansancio como si fuera propio. Lo podía ver en su totalidad. Si eso ocurría, y si en ese momento uno podía inducir su cuerpo a moverse correctamente pese a su propio dolor y cansancio y miedo, la lucha había terminado.
– Cuando te abrumen, Seryozha -había dicho Tolkachev-, sé el boxeador.
Ahora era el boxeador de nuevo. No los arreos del boxeo, no los uniformes y trofeos y el ruido de los zapatos sobre la lona, y las cosas que otras personas asociaban con él, lo externo, el hablar de él. Nada de eso. Ahora era de nuevo loque había sido internamente en sus días de boxeo, lo que no podía transmitir a nadie, una claridad, un punto de intención enfocado, más allá del miedo. Malov había estado dispuesto a asustarlo desde el primer momento, ahora se daba cuenta. Comprendía que todo había surgido del propio miedo de Malov, de su sensación de ser menos, de no tener. Malov tenía miedo, y no podía soportar la vergüenza de sentirlo, y entonces debía pasar su vida logrando que otros también sintieran miedo, para no parecer tan odioso a sus propios ojos. Malov y Lvovich lo habían aprovechado, lo habían enredado, habían creado miedo y confusión delante de él, pero ahora esto se había terminado.
Entonces lo que tenemos que hacer es asustarlo a él, papá, ¿cierto?
Lydia había estado en lo cierto, Tolkachev había estado en lo cierto, y Vzyatin también había estado en lo cierto; esto no era el cuadrilátero. Si uno perdía aquí, perdía todo.
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